Ciudad de México, 1981. Uno de sus libros más recientes es Un árbol se expande en el cielo. Antología de cuento gay mexicano (Egales, 2022, comp.).
Las mujeres, como se sabe de sobra, son las verdaderas protagonistas de la mayoría de las películas de Almodóvar. De allí el famoso nombre de Chicas Almodóvar. Dentro de ese grupo hay otras quizá más relevantes como lo son las madres. El papel de madre o de abuela es axial en la mayoría de sus películas; son las mensajeras de las verdades, las que organizan todo, como en la vida misma.
Volver empieza con un grupo de mujeres, Penélope Cruz al frente, que limpia las tumbas de sus difuntos mientras azota el viento solano, «viento de los cojones», maldice Raimunda. Dolor y gloria casi empieza igual: mujeres lavan ropa a la orilla de un río y luego cantan mientras tienden sábanas sobre las matas: «a tu vera, a tu vera, siempre a la verita tuya, siempre a la verita tuya». En cambio, los hombres son quienes no las aman, las engañan o hasta las violan; los hombres siempre se van, están en la cantina, desaparecen, las dejan viudas. Las mujeres se reúnen a lavar, a coser, a cantar; hacen comunidad, se confiesan sus desventuras y crean un ambiente seguro para ellas.
Los pueblos abandonados de España son los protagonistas del libro Donde el silencio (Anagrama, 2023), de Luisgé Martín. Una maravillosa crónica de viaje por esos lugares fantasma donde ya no vive nadie o casi. De vez en cuando en las noticias se encuentra uno con notas sobre esos pueblos donde cada vez hay menos gente, pues la vejez es uno de los problemas de Europa, o también se leen reportajes para que la gente ¡los compre! Cuando uno lee eso no deja de sorprender que se pueda comprar un pueblo, pero todo sea con tal de que la gente se vaya para allá y les vuelva a dar vida. En este libro, Luisgé Martín da cuenta de algunos de ellos, unos con pocos habitantes, otros ya sin perros ni bestias ni ganado. Algunas personas han intentado revivirlos, pero me pregunto si el hombre del vertiginoso e hiperconectado siglo XXI estará preparado para vivir allí en absoluto recogimiento. ¿El pueblo será una especie de nuevo claustro monacal o hasta allá nos encontrará la tecnología?
«Qué de mujeres hay en este pueblo», dice la niña Paula luego de limpiar las tumbas en Volver, «las mujeres de aquí viven más que los hombres», le contesta su tía Sole. Los padres de Raimunda y Sole han muerto calcinados, pero juntos… o al menos eso se cree: en realidad, la historia es más oscura, casi una tragedia de la que sólo Irene, la madre, sabe la verdad. Ahí, creo yo, tiene Almodóvar el argumento para otro filme cuyo escenario sea un pueblo: un drama que cuente la historia de la madre de Agustina y la madre de Raimunda y Sole enamoradas de un hombre que las engaña, y me imagino a Javier Bardem, con esa cabeza de macho ibérico, siendo el adúltero que se va a tomar la siesta con su amante y son quienes luego mueren calcinados. Una película centrada en uno de esos pueblos donde la gente cree que los muertos no se van porque dejan algo pendiente: «Es lo bueno de estos pueblos tan supersticiosos», les dice lacónica Irene, su madre, a Raimunda y Sole.
La madre de Leocadia, que interpreta Chus Lampreave en La flor de mi secreto, sólo piensa en irse al pueblo, harta de vivir con su hija Rosa y en el Madrid de los skinheads les dice: «el día menos pensado me voy al pueblo y así no estorbo a nadie». Ese día llega, así se lo comunica en una llamada: «Hija, me voy al pueblo, a mi casa, que en mi casa hasta el culo me descansa». Luego, ya instaladas en el pueblo, donde cantarán y tejerán rodeadas de las vecinas, le aconseja a su hija sobre el destino de las mujeres, quienes deben regresar al pueblo cuando los hombres se mueren o se van con otra, que para el caso es igual, si no quieren andar como vaca sin cencerro.
«Las madres tampoco son cosa de un día. Y no necesitan hacer nada especial para ser esenciales, importantes, inolvidables, didácticas». —Pedro Almodóvar, El último sueño.
Muerta la entrañable Chus, Almodóvar tuvo que recurrir a Julieta Serrano para que interprete los papeles de madre mayor o abuela. En Dolor y gloria hace el papel de Jacinta, que instruye a su hijo, una vez más, sobre cómo debe amortajarla, pero antes de que la encuentre la muerte le pide: «llévame al pueblo, es mi último y único deseo». Y para que lo ayude en tal misión, le dice, «si estamos en el pueblo llamas a la Petra». Las mujeres vuelven al pueblo no sólo para no andar como vacas sin cencerro, sino también a bien morir, a estar quietas por primera vez. Esto último me hace acordarme de Neruda, quien escribió sobre su madrastra, a la que llamaba «mamadre»: «de la que cocinó, planchó, lavó, / sembró, calmó la fiebre, / y cuando todo estuvo hecho, / y ya podía / yo sostenerme con los pies seguros, / se fue, cumplida, oscura / al pequeño ataúd / donde por primera vez estuvo ociosa».
Almodóvar no sólo ha ambientado historias de mujeres despechadas y niños bucólicos en el pueblo, también ha explorado otra veta. La historia que sucede en La mala educación es una historia gay dramática que desemboca en tragedia: la educación en el colegio salesiano del pueblo fue de miedos, rigores y abusos sexuales. En ese plano, el pueblo es un lugar desolado, con su cine viejo proyectando pasados éxitos de Sara Montiel, y donde dos travestis pueden hacer de las suyas sin que haya una autoridad a la vista.
Vi Dolor y gloria en una pequeña sala de video, la imagen no era de la mejor calidad pero allí caí en la cuenta de que Almodóvar nos debe a sus fans una película ubicada exclusivamente en un pueblo. Las escenas de aquel adonde llegan Jacinta y Salvador en Valencia son las mejor logradas, las más luminosas, las más enternecedoras, donde la madre hace lo posible para que una cueva se convierta en un hogar. Allí lava en el río con las vecinas y allí, en medio de la pobreza y del padre ausente (sólo se le ve en pantalla una vez), Salvador niño tiene la revelación, su primer amor inocente y puro con Eduardo, el albañil analfabeto al que enseña a escribir y a quien un día ve desnudo bañándose ahí en su casa, de frente, y se desmaya. Almodóvar es muy cauto en esa escena: el niño se ha desmayado también por insolación, porque estaba leyendo debajo del solazo, pero eso sólo es una sutil estratagema para encubrir la tierna relación homoerótica de Salvador y Eduardo, que finalmente saca a Salvador Mallo de su esterilidad creativa y lo hace olvidarse de sus enfermedades, la historia que, por la claqueta final, vemos que filma y sabemos que se llama El primer deseo.
Lo que Almodóvar llama «el pueblo», Luisgé Martín lo escribe como «aldea», un concepto que remite a lo primitivo, a lo más remoto de la existencia, cuando nuestros ancestros dejaron de ser nómadas para convertirse en un pequeño asentamiento donde por primera vez fueron comunidad. Por esas aldeas españolas se adentra el viajero/cronista para traer estampas de sus estados actuales, platicar con los pocos lugareños que aún viven ahí, husmear por los vestigios que han quedado regados por aquí y por allá. Luisgé Martín tiene buen ojo y calla prudentemente para observar, para retener y pensar en la mente lo que después dejará por escrito. Pero me intriga saber qué busca este viajero en esos pueblos dejados de la mano de Dios, ¿sólo el silencio?, ¿acaso la soledad?, ¿seguramente la muerte? O el hartazgo del mundo, pues es probable que haya muchos que quieran apartarse de este mundo pero sin dejar de pertenecer a él: he allí la verdadera paradoja existencial del ser humano actual.
Cuando uno puede ver la totalidad de la obra, o casi, de su artista favorito no puede dejar de llevarse un chasco al notar los altibajos de su trabajo creativo. Almodóvar, como casi todos los grandes creadores, es muy desigual: tiene filmes malísimos (La flor de mi secreto, Matador, Los amantes pasajeros, Julieta…) pero también, entre una y otra, todavía da muestras de su genialidad; entre las mejores que ha filmado en años recientes, me parece que están Volver, La piel que habito y Dolor y gloria. No tengo dudas de que una película ambientada en El Pueblo estaría a la altura de estas últimas, quizá incluso podría ser su obra maestra de madurez creativa.
Todo lo anterior para decir que me gustaría ver a Almodóvar regresar a sus personajes femeninos, a esos fabulosos ambientes íntimos, a esas historias propias que le nacen del recuerdo y la nostalgia. En años recientes, Almodóvar ha querido ser un hombre de mundo, con aires cada vez más cosmopolitas, pero es una pretensión universalista falsa e impostada, como trabajar con Tilda Swinton, filmar en inglés, adaptar textos de autoras extranjeras… porque el trabajo resultante no ha sido el mejor de su filmografía. Tal vez no se ha dado cuenta de que la verdadera universalidad está en volver a sus orígenes, a sus mujeres, como algunos de los personajes con los que platica Luisgé en su libro, que vuelven al lugar del que huyeron para encontrar el silencio y la felicidad, quizá Almodóvar deba regresar también para contar la historia de sus pueblos en un pueblo.
«Pienso que Pinarnegrillo es una Comala castellana y que aquellos habitantes que he visto fugazmente al final de alguna calle o delante de la casa, como esta viuda, son difuntos. Difuntos dolientes, porque no me encuentro en ninguna parte al tío Martín, sujetando en alto la bota de vino, ni a esos labriegos de mi infancia que alborotaban. Difuntos que simplemente aguardan». —Luisgé Martín, Donde el silencio.
Ahora que lo pienso, es difícil que Almodóvar pueda situar una historia sólo en un pueblo porque los personajes almodovarianos siempre huyen, se van del pueblo, se van de la ciudad, regresan al pueblo, y luego del pueblo se van a otro pueblo…