Ibahernando, Cáceres, 1962. Este texto pertenece al libro Malentendidos de la modernidad (Penguin Random House, de próxima publicación).
Tengo la impresión creciente de que, de un tiempo a esta parte y al menos en el ámbito de la literatura (o sobre todo en él), nos debatimos en una telaraña pertinaz de malentendidos, por no decir de supersticiones y prejuicios, por no decir de medias verdades o simples mentiras, que a menudo distorsionan la realidad y nos impiden verla con nitidez. Se trata de malentendidos muy generalizados en la sociedad literaria —y no sólo en la española—, muchos de los cuales se engendraron no hace más de siglo y medio o dos, algunos con el Romanticismo y otros con el Modernismo —que al fin y al cabo fue una prolongación, un avatar y un ahondamiento en la gran revolución romántica—, fantasías que atañen a eso que Irwine Howe llamó «la tradición de lo nuevo» y Octavio Paz llamó «la tradición de la ruptura», y nosotros podríamos simplemente llamar la tradición de la vanguardia, ideas o más bien trivializaciones de ideas convertidas en leyendas tan afincadas entre nosotros, tan enquistadas en nuestro modo de ver la literatura que podría pensarse que han estado ahí desde siempre, cuando la realidad es que, en muchos casos, son bastante recientes.
El primero de esos malentendidos o supersticiones es precisamente el del escritor refugiado en su torre de marfil. La imagen en sí misma es muy antigua («Tu cuello es una torre de marfil», le dice el esposo a la esposa en el Cantar de los Cantares), pero su desplazamiento a la figura o la situación del escritor retirado del mundo es mucho más reciente. Hasta donde alcanzo, se remonta a 1837, cuando, en un poema titulado «Pensamientos de agosto», Sainte-Beuve contrapuso el solitario sacerdocio poético de Alfred de Vigny (plus secret, / comme en sa tour d’ivoire) al ruidoso compromiso público de Victor Hugo. La comparación hizo fortuna y, repetida hasta la saciedad por algunos campeones de la modernidad, como Gustave Flaubert, se convirtió en el símbolo del aislamiento elegido del escritor, de su rechazo a cualquier obligación social y de su entrega excluyente a la literatura. Como todas, la dicotomía de Sainte-Beuve es simplificadora; pero, además, es engañosa: confunde más que aclara. Soy incapaz de alegar el nombre de un solo escritor español de primera fila que, en los dos últimos siglos, fuera por completo indiferente al destino de su país; no lo fue, desde luego, ninguno de los grandes iconos de la vanguardia literaria occidental. Es verdad que, cuando era joven, feliz e indocumentado, yo tendía a imaginar a mis héroes literarios de entonces, que siguen siendo los de ahora mismo, como inquilinos perpetuos de sus torres respectivas de marfil: Kafka, infinitamente minúsculo en sus monstruosas pesadillas; Borges, extraviado en el laberinto indescifrable de su biblioteca; Joyce, observando a los humanos, entre bromas y retruécanos, con la indiferencia de un dios que se lima las uñas; Proust, encerrado en una estancia insonorizada mientras convierte en un mundo su mundillo insignificante de aristócratas parisinos. No es menos verdad que abundan todavía quienes, ya no tan jóvenes ni quizá tan felices, aunque todavía indocumentados y en todo caso reacios a la realidad de los hechos, siguen difundiendo la leyenda falaz de esos escritores primordiales.
Tomemos por ejemplo un caso extremo: me refiero a Marcel Proust, no sólo uno de los novelistas fundamentales de cualquier época, sino también uno de los prototipos del artista del siglo XX. Una fantasía testaruda sostiene que Proust era un hombre ajeno a la sociedad y la política de su tiempo, un clérigo laico consagrado sin resquicios al culto de su arte, un esteta recluido en el egotismo autista, frívolo y asfixiante de su vocación; así lo retrataron los escritores comprometidos de la posguerra mundial, que lo desdeñaban y casi nunca olvidaban mencionar que Proust mandó forrar de corcho las paredes de su estudio —los muros de su torre de marfil—, con el fin de blindarlo del ruido exterior. Pues bien, para dinamitar esa caricatura ni siquiera es necesario bucear en los 22 volúmenes de la oceánica correspondencia del novelista; basta simplemente con echar un vistazo a la antología de cartas que la devoción de Estela Ocampo ha seleccionado y publicado hace poco en nuestra lengua: ese Proust de carne y hueso es un hombre muy inquieto por el asunto Dreyfus —la falsa denuncia por traición a un capitán judío que partió por la mitad la Francia antisemita de su época—, un escritor que se empeña en conseguir firmas relevantes en apoyo del oficial difamado, que lamenta con amargura la división provocada en su país por el propio caso Dreyfus o por cuestiones educativas y religiosas, que vive pendiente de la I Guerra Mundial y protesta furioso cuando alguien sugiere que, a él, esa carnicería le importa un rábano («Así como se ama en Dios», escribe, «yo vivo en la guerra»). ¿Proust encastillado en su torre de marfil? Sí, más o menos como Kafka, que simpatizó con el anarquismo y en 1912 fue detenido por la policía en una asamblea de protesta contra la ejecución en París del anarquista Jean-Jacques Liabeuf; o como Borges, perpetuo militante antiperonista y firmante de numerosas cartas públicas contra el general argentino y su movimiento político; o como Joyce, que una y otra vez se burló, sangrientamente, del nacionalismo irlandés que ensangrentó Irlanda. Ninguno de esos autores centrales de la modernidad —casi ningún gran autor del que yo tenga noticia— se inhibió de la realidad que lo rodeaba. ¿Y la estancia proustiana forrada de corcho, entonces? No es un invento: es sólo la pequeña parte de verdad con que se amasa toda gran mentira. En una carta del 28 de abril de 1918, dirigida a Lionel Hauser, Proust escribe: «Todo el bien que artistas, escritores, científicos han hecho sobre la tierra lo han hecho, si no de un modo propiamente egoísta (porque su objetivo no era la satisfacción de unos deseos personales, sino el esclarecimiento de una verdad interior entrevista), sin ocuparse de los demás. El altruismo, para Pascal, para Lavoisier, para Wagner, no ha consistido en interrumpir o en desnaturalizar un trabajo solitario para ocuparse de obras de beneficencia. Han producido su miel como las abejas, y de esta miel se han aprovechado los demás […]: pero sólo han podido producirla a condición de no pensar en los otros mientras estaban pendientes de la obra». Dicho de otro modo: no es que el escritor (o el artista, o el científico) se desentienda de su tiempo y sus semejantes; es que asume que lo mejor que puede hacer para serles de utilidad es centrarse en su trabajo y, al menos temporalmente, aislarse de su tiempo y sus semejantes. Se trata de la paradoja esencial de la creación artística o científica, que consiste en encerrarse para abrirse, en entregarse al sacerdocio solitario del que hablaba Sainte-Beuve a propósito de De Vigny, pero sólo para comprometerse con los demás como lo hizo Hugo. Se trata, en definitiva, de la soledad solidaria del poeta, como la llamó Fernando Savater. La palabra idiota procede del griego idiotes, que significa persona que sólo se ocupa de lo suyo y se desentiende de lo común, es decir de lo público, es decir de la política. Hoy como siempre, un escritor de verdad puede ser cualquier cosa, menos un idiota.
El segundo malentendido que quisiera denunciar es fruto de una época, la nuestra, que ha aceptado gustosamente conceder un protagonismo excesivo al autor, por momentos hasta apartarlo del resto de los mortales, sacralizarlo y convertirlo en una figura semidivina. A Roberto Rossellini, el gran cineasta italiano, esta glorificación del artista le daba «ganas de vomitar»; a mí me parece simplemente ridícula (y también me parece, a veces, una especie de compensación, entre sarcástica, compasiva y culpable, por el desprecio que una sociedad dominada por «negociantes y otros hombres dedicados a hacer dinero», por decirlo como Leopardi, sigue sintiendo por los muertos de hambre que no se dedican a hacerlo, por los idiotas de la familia, por decirlo como Sartre). La última de las novelas que he publicado es una trilogía, o un tríptico, donde comparece aquí y allá un personaje llamado el Francés, un bibliotecario de la cárcel barcelonesa de Quatre Camins que en determinado momento afirma: «La mitad de una novela la pone el autor. La otra mitad la pone el lector». Tal vez se queda corto. No me cansaré de repetirlo: una novela es una partitura, y es el lector quien la interpreta, y cada lector la interpreta a su manera, y en eso consiste el embrujo o gran parte del embrujo de la literatura. He aquí el segundo, enorme malentendido: el malentendido consiste en creer que el protagonista de la literatura es el autor; falso: el protagonista de la literatura es el lector, que es quien termina los libros. Un libro sin lectores es letra muerta; es sólo cuando el lector abre sus páginas y empieza a leer cuando esa letra muerta cobra vida, y además una vida nueva y distinta en cada caso: en cierto modo, cada lector crea su propio libro, leyéndolo desde su propia experiencia. Esta afirmación podría provocar un escándalo en cualquier lugar, salvo en esta vieja congregación de lectores expertos. Porque lo que estoy diciendo no significa que todas las interpretaciones de un libro sean igualmente buenas; por supuesto que no lo son: existen interpretaciones buenas, malas y regulares, como existen libros regulares, malos y buenos. Georg Lichtenberg lo resumió en un solo aforismo: «Un libro es como un espejo: si un asno se mira en él, no puede aspirar a ver un profeta». No, lo que todo esto significa es que, por decirlo como Francisco Rico, «no cabe tildar de anacrónica y falsa toda explicación de un texto no ajustada por completo a las intenciones conscientes del autor o a las convenciones de su época»; también significa que, aunque en una obra literaria «el sentido pertenece rigurosamente a la página», el significado y el valor de esa misma página «dependen exclusivamente de los lectores». Por eso es igualmente legítimo leer el Quijote como un libro «de burlas» y a su protagonista como un personaje cómico —esto es: como lo leyeron los contemporáneos de Cervantes— que leerlo como un libro «de veras», convirtiendo así a don Quijote en un personaje heroico, en el «rey de los hidalgos, señor de los tristes» que cantó Rubén Darío —esto es: como tantos lectores lo han leído desde el Romanticismo. Por eso, también, el significado de un texto depende en exclusiva del diálogo —intransferible, imprevisible también— que se establece entre el lector y el texto, y por eso existen tantos Quijotes como lectores del Quijote.
Esto, permítanme recordarlo, no es populismo literario; detesto todas las formas de populismo, pero sobre todo el populismo literario, porque nada me importa más que la literatura (salvo la vida, por supuesto). Hay una carta de Virginia Woolf, uno de los escritores menos populistas del siglo XX, en la que, después de tomarse la libertad de amonestar a sus lectores por creer que su cometido estriba en recibir pasivamente la sabiduría que los autores impartimos desde nuestro púlpito, enuncia así esta verdad clamorosa y secreta: «En su modestia parecen ustedes considerar que los escritores están hechos de una pasta distinta de la suya; que saben más sobre los hombres de lo que ustedes saben. Nunca hubo un error más fatal. Es esta división entre lector y escritor, esta humildad de su parte, estos aires de grandeza de la nuestra, lo que corrompe y castra los libros, que deberían ser el fruto saludable de una estrecha e igualitaria alianza entre nosotros». Paul Valéry, buque insignia del antipopulismo literario moderno, fue todavía más lejos. «No es nunca el autor el que hace una obra maestra», escribió. «La obra maestra se debe a los lectores, a la calidad del lector. Lector riguroso, con sutileza, con lentitud, con tiempo e ingenuidad armada. Sólo él puede hacer una obra maestra». En definitiva: no sabemos quién era Homero, no sabemos si era una sola persona o varias, ni siquiera si de verdad fue el autor de la Odisea y la Ilíada y no simplemente —es lo más probable— la última persona que intervino en unos poemas que, al modo de las catedrales del Medievo —el símil es de Paul Mazon—, tal vez no fueron compuestos por una única persona sino por muchas, que casi con total seguridad se recitaban o se cantaban y que sólo adoptaron su forma definitiva tras haber conocido innumerables variantes. No sabemos quién era Homero, y, a decir verdad, no nos importa demasiado; lo que nos importa, lo que sigue siendo esencial para todos, son la Odisea y la Ilíada, porque seguimos leyéndolas. Sabemos muchas más cosas de Cervantes que de Shakespeare, de quien lo ignoramos casi todo; pese a ello, el autor del Quijote no deja de ser un personaje borroso, de perfiles biográficos difusos, que, hechas las sumas y las restas, al común de los mortales le resulta bastante indiferente. A don Quijote y Sancho, en cambio, los conocemos a la perfección: esos dos chiflados sin remedio son nuestros amigos y, mientras nosotros vivamos, vivirán en nuestro corazón. Borges dijo en una oportunidad que su máxima aspiración como escritor era el anonimato; no es otra de sus coqueterías: poca gente sabe quién fue de verdad Cervantes, y mucha menos ha leído el Quijote, pero nadie ignora quiénes fueron don Quijote y Sancho Panza; pocos hispanohablantes tienen noticia de Jorge Manrique, pero muchos han oído que nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir (y han sentido la verdad elemental de esas palabras), y muchísimos más repiten que cualquier tiempo pasado fue mejor, aunque Manrique nunca dijera eso, por supuesto (lo que Manrique dijo en realidad es que, «a nuestro parecer», cualquier tiempo pasado fue mejor; es decir: no que lo fue, sino que nos lo parece). No era una coquetería, no: lo mejor que le puede ocurrir a una obra literaria es que la comunidad se adueñe de ella, que se convierta en un bien mostrenco. Para un escritor, la auténtica inmortalidad es el anonimato.
Ese es el segundo malentendido o superstición que me gustaría desenmascarar: el que sostiene que el protagonista de la literatura es el autor. El tercero puede parecer trivial, o simplemente absurdo, fruto de la ignorancia o la simpleza; lo es, pero se halla tan extendido entre el medio literario que no me resisto a abordarlo. En efecto: si uno es aficionado a recorrer las revistas y suplementos literarios actuales fácilmente puede tener la impresión de que, al menos para una parte de la crítica, la buena literatura tiende a ser, con escasas excepciones, una literatura minoritaria, secreta, casi de catacumbas, y que la literatura que goza de lectores numerosos está incapacitada para ser buena literatura. Un crítico y escritor argentino, Damián Tabarovsky, ha osado enunciar a las claras el dogma que una parte no desdeñable de la sociedad literaria parece suscribir de forma menos explícita: según Tabarovsky, «el éxito mainstream en la industria literaria es “imperdonable”», puesto que «siempre implica alguna forma de derrota artística». Dicho ya sin ningún eufemismo: una novela de éxito equivale por definición a una mala novela.
La idea es asombrosa. De acuerdo con ella, el Quijote, que fue uno de los libros más leídos de su tiempo, implicaría «alguna forma de derrota artística», igual que los dramas de Shakespeare, muy populares también en la Inglaterra isabelina. Es verdad que ni Cervantes ni Shakespeare fueron en su época escritores prestigiosos: todos sabemos que Cervantes nunca hubiera ganado el Premio Cervantes, o no sin escándalo de la crítica, igual que sabemos que, en su época, Shakespeare apenas era considerado literatura, y la prueba es que sus obras no se publicaron con seriedad antes de su muerte; pero hoy nadie duda del lugar que tanto Cervantes como Shakespeare ocupan en la cima del canon occidental. Algunas de las mejores novelas del siglo XIX se contaron también entre las más leídas en su tiempo —novelas de Dickens, de Balzac, de Hugo, de Flaubert, de Dostoievski o de Tolstói—, y algunos grandes poetas decimonónicos fueron auténticos ídolos de masas, como lord Byron, de quien George Steiner ha asegurado con razón que llegó a ser tan popular como lo es hoy Paul McCartney. El prejuicio contra la popularidad de la literatura se afianza con la modernidad y se exacerba a finales del siglo XIX, espoleado por el desprecio furioso que la burguesía de su época inspiró a los mejores escritores del momento, pero lo cierto es que, todavía en el siglo XX, la gente llenaba estadios para escuchar a T. S. Eliot, que Hemingway, Scott Fitzgerald, Nabokov, García Márquez o Vargas Llosa atraían centenares de miles de lectores a algunas de las mejores novelas jamás escritas o que la Academia Sueca no se equivocó en absoluto cuando concedió en 2016 el Premio Nobel de literatura a Bob Dylan. Es cierto, claro está, que también hay escritores de primerísimo nivel, como Herman Melville o Franz Kafka, que no disfrutaron del favor de los lectores de su época; pero el caso es que, con independencia del hecho de que Kafka no publicó una sola novela extensa en vida (apenas unos pocos relatos y una nouvelle), en el último medio siglo Moby Dick y El proceso deben ser dos de las novelas más leídas del mundo, lo que, siguiendo el argumento de Tabarovsky, significa que, aunque no fueran malas cuando se publicaron, ahora sí lo son, porque ya tienen «éxito mainstream» y por tanto deberíamos matizar nuestro entusiasmo por ellas, si no directamente abominar de ellas. ¿Quiere todo esto decir que sólo las novelas de éxito pueden ser buenas novelas? Da vergüenza plantear esa pregunta, sobre todo en esta casa, pero me encanta poder responderla: no, taxativamente. Aunque a la larga los mejores libros son los más leídos —al fin y al cabo, el único crítico literario infalible es el tiempo—, a la corta es tan necio considerar que un libro es bueno sólo porque se vende mucho, según piensan bastantes editores, como considerar que es malo por idéntica razón, según piensan no pocos críticos: se trata de formas simétricas de pereza mental; también, de formas igualmente torpes de confundir la literatura con la industria literaria, que son dos cosas por completo distintas. Más vergüenza todavía da recordar la verdad (aunque por lo visto urge hacerlo): la verdad es que, al menos a corto plazo, hay libros buenos que se venden mucho y libros buenos que se venden poco, igual que hay libros malos que se venden mucho y libros malos que se venden poco. En resumen: hay de todo. Y precisamente la labor insustituible de la crítica literaria consiste en determinar qué libros —se vendan mucho o se vendan poco— son buenos, y qué libros malos. Sobra añadir también que, con todos los matices que se quiera, lo que vale para la literatura vale para el cine, la música, la pintura o el teatro, porque todas las artes se difunden mediante la industria y todas conocen «éxitos mainstream» (y también, o sobre todo, fracasos).
Pero no quisiera que me malinterpretasen: yo no estoy exactamente a favor de la literatura popular; y mucho menos creo que el escritor deba lanzarse en busca del público. En primer lugar, porque el público no existe: es sólo una abstracción; lo único que existe son los lectores concretos, cada uno de los cuales es distinto. Y, en segundo lugar, porque un escritor de verdad sólo escribe lo que lleva en las entrañas, lo que en cierto sentido no tiene más remedio que escribir, lo que sus obsesiones y su experiencia vital y su educación le impelen a escribir; en otras palabras, un escritor de verdad no busca a sus lectores: los crea. No estoy a favor de la literatura popular, insisto; de lo que estoy a favor es de la popularidad de la literatura. La razón es que creo a pies juntillas en su importancia capital y en el papel determinante que puede y debe desempeñar en el devenir de los individuos y las colectividades. Pero, para que la literatura sea leída, para que siga diciéndoles a los lectores cosas relevantes y goce de la influencia y la popularidad que merece y nunca ha perdido, su primera obligación consiste precisamente en salir de las catacumbas, en no resignarse a sobrevivir confinada en la oscuridad de una literatura para literatos, una literatura narcisista, agorafóbica, masturbatoria y timorata, en perderle el miedo al lector común y corriente y en enfrentarse a él en buena lid y en campo abierto, formulando con la máxima riqueza, complejidad, profundidad y transparencia aquellas verdades que sólo la gran literatura es capaz de formular.