¿La poesía? Tengo un indicio: es la fuerza de la disolución de quien escribe, que se establece como forma; es decir es una representación desinteresada
de la energía de la vida, pero nunca frente a la muerte, sino con ella, en ella.
Recogida e íntima, como la luz en el diamante, la poesía busca lo que la originó siempre: la belleza. Los griegos y los romanos la vieron así. Hoy Grecia y Roma son recuerdos fortuitos. En el mundo en que estamos —esta dispersión que se nos escapa— la poesía persigue lo mismo: la belleza
que se desequilibra y ríe, se entristece y arde; se traviste y escapa, tiene miedo y danza.
Escribir un poema es hacer una cita con el objeto amado, a ciegas;
es inventarlo constantemente.
El poema resuelto en el silencio, pide silencio para realizarse y durar.
Es allí donde configura su trascendencia y se hace tiempo.
La escritura poética como el llamado voluntario de lo que no se aparece
y no sabemos qué es.
Es en la poesía donde mejor descubro los silencios verdaderos y
su resonancia legítima, o sea toda la expresividad de la voz humana en
el paisaje cercano de mi circunstancia personal, y el más abierto y difuso,
de mi contemporaneidad. Por eso sé lo que W. H. Auden quiso decir cuando dijo que la poesía era «un dicho memorable».
Y en cuanto al que la escribe digamos, provisionalmente, que lo hace
como una ofrenda.