Al ser de todos, yo ya no te quiero / Óscar Manuel Díaz

Se sentó bajo un árbol de hojas plateadas, silbando una canción que jamás había escuchado, pero que en aquel momento espontáneamente llegó a su imaginación. Así se estuvo por horas, mientras la sombra se alargaba y se encogía con el correr del tiempo, pero jamás lo abandonaba. Cuando ésta amenazaba con prolongarse más a la derecha, él halaba con fuerza y le hacía cubrir hasta la punta de su tenis monocromático.

Escuchó el dulce canto de las aves, pero las hizo callar, interferían con la melodía que él interpretaba. Jamás había estudiado música, ni siquiera silbaba con un ritmo establecido, simplemente seguía silbando y la melodía le parecía bella. Después el silbido atrajo a una pequeña hada, con falditas color paja y zapatillas color café; danzaba y bailaba al compás de las torpes notas que él interpretaba. Él guardó silencio, pero el hada no se marchó, sino que se acercó a él y le besó en la mejilla, invitándolo a que continuara con su interpretación. Así silbó por días enteros, mientras la pequeña hada danzaba para él. El mundo jamás había visto un hada, ni siquiera él había compartido con el mundo su árbol de hojas plateadas. Para él, el mundo era un lugar que había perdido lo magnifico, hace tiempo que había dejado de sorprenderle, pues todo aquello que él miraba ya había sido visto antes.

En algunos momentos sentía que el hambre lo vencía, pero el hada salía volando a toda velocidad y le traía en sus pequeñas manos escarabajos de diversas tonalidades de azul; jamás le había gustado el azul, pero igual aceptó comérselos. El sabor le desagradó un poco y los apartó enseguida, pero entonces el hada salió volando de nuevo y entre sus manitas trajo un tarrito de miel, con ella untó los escarabajos y se los dio a comer; esta vez el sabor había mejorado mucho. Entonces él siguió emitiendo notas torpes.

Un buen día decidió ponerse de pie e irse con su hada al lugar donde no había árboles con hojas plateadas, simplemente de los comunes. Cuando estaba a punto de llegar a su casa, otro hombre pasó silbando y la pequeña hada bailó para él, quizá sería porque aquel hombre silbaba mejores notas o la melodía resultaba ser más pegajosa. El hombre aquel miró con interés el baile del hada y quedó maravillado, después besó a la pequeña hada de falditas color paja y zapatos cafés. Cuando el hada quiso regresar con aquel que había venido, encontró la puerta cerrada y no encontró en aquella casa hecha de troncos un hueco por donde entrar.

Semanas después él salió, y encontró a la pequeña hada ya sin luz y con numerosos besos pintados en su pequeño rostro; su faldita color paja estaba toda rasgada, y por si fuera poco, había perdido una zapatilla. Entonces él dejó de prestarle atención y siguió caminando. El hada intentó seguirlo, pero él la rechazó una y otra vez. Llegó hasta el árbol de hojas plateadas y se sentó bajo la sombra. De uno de sus bolsillos sacó una pequeña grabadora, también unos audífonos, y se puso a escuchar aquellas torpes notas que había grabado. Escuchó aquello por horas, halando la sombra que amenazaba con alejarse. Después de un rato se quedó dormido. Sin los silbidos no llegaron más hadas, pequeños seres que habían dejado de ser interesantes al mostrarse al mundo.

 

 

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