(Manizales, 1962). Sus últimas publicaciones son la novela Cada oscura tumba (Seix Barral, 2022) y el libro de poemas Manual de hipocondría (Ediciones La Palma, 2022). Es profesor de la Universidad de Caldas.
Al libro no lo inventó nadie. Dio señales de vida en el fondo de un cráter, en el lado oscuro de la Luna, y lo rescataron astronautas de la nave de Luciano de Samósata, o el mismo Orlando, en uno de sus buenos días. Muchos quisieran que lo hubieran hallado en el mar de la Tranquilidad —o en las riberas del Nilo—, pero no, fue en una depresión humilde, innominada, la dos mil algo en los decimonónicos catálogos de la nasa, una a la que insisten en preñar los meteoritos (en redes sociales hay un movimiento que busca nombrarla Sherezada, o Safo. O, con toda perversión, Nausícaa —las dos aes son una clave secreta—). Debe de ser por eso que los monjes siempre les dibujaban alumbramientos.
A los libros.
Al principio los usaron para ventilar las tardes de verano en los jardines colgantes de Babilonia, o en las primeras dinastías pekinesas, pero les salían alas. La historia de Gutenberg es una de las mejores de los hermanos Grimm, tan buena que nadie se ha dado cuenta de que es una de sus pocas ficciones originales, un bulo de proporciones tipográficas. Ha quedado en los anales de Heródoto como un hecho. Ya es hora de develar que quienes saben que Jacob y Wilhelm tenían predilección por la palabra apócrifo son cómplices de algo —conspiración o iluminación; conjura, diría Borges—, y que siempre, incluso fuera de la Luna, es una bendición que te preñe un aerolito.