(Guadalajara, 2004). Estudiante de la Preparatoria de Jalisco de la Universidad de Guadalajara. Su cuento obtuvo el premio en la categoría Luvina Joven.
Si hiciese una lista de las formas más comunes de conocer a una persona, la manera en que conocí a Rogelio estaría en el puesto más bajo.
La calle aledaña a mi centro de trabajo es una suerte de callejón donde sólo las motocicletas pueden cruzar, tiene fama de oficina de entrevistas aleatorias. Tú caminas por ahí y, si el ladrón en turno te califica de apto para un asalto, te da el trabajo. Una oferta que pocas personas rechazan, más «de huevos» que de ganas. El día que conocí a Rogelio lo encontré en la dichosa oficina; acostumbrado a intervenir en donde la policía debería estar metiendo sus narices, vi cómo un mequetrefe de metro noventa azorrillaba a un hombre diminuto. Instintivamente interferí: «Hola, Maldonado», le dije al pequeñín, en un ánimo de espantar al grandulón con la idea de un duelo dos contra uno. Todo iba de acuerdo al plan: pude ver cómo el bruto cambió su ceño fruncido a una mirada desconcertada; algo parecido ocurrió con el chaparro, en su cara se plantó una sonrisa que no supe clasificar en ese momento.
En cuanto le extendí la mano a Maldonado, la tomó; un segundo después mi brazo entero se torció sobre mi espalda. Súbitamente escuché la respiración agitada del liliputiense cerca de mi oído. Al mismo tiempo, un círculo helado y oscuro se posó sobre mi sien; comprendí entonces que la sonrisa de Maldonado era maliciosa, además, que el mequetrefe que yo creía entrevistador resultó ser el entrevistado, y como cereza del pastel, yo acababa de robarle el puesto. Rogelio y yo le entregamos ambas carteras y celulares a cambio de mi vida.
Cuando llamamos a la policía desde mi trabajo, nos dijeron que había que esperar veinte minutos hasta que llegara una patrulla. Los dos estábamos encabronados, probablemente más él, que pudo haberse ido en cuanto tomé su lugar en el asalto. Yo, por otro lado, me encontraba avergonzado, me sentí estúpido por juzgarlo.
Mientras esperamos a la policía caminamos hacia una tintorería Dimar. Resulta que mi nuevo amigo todos los días usa saco, hasta cuando va al cine o al mercado, y que hoy, día de lavado, día que no hay sacos disponibles, tuvo la mala suerte de toparse con mi juicio moral, el cual lo clasificó como ladrón.
La policía no ha llegado, estamos llevando la ropa a su casa mientras nos conocemos un poco. Nos sentamos cerca de la oficina, yo hundido en una pena y vergüenza infinitas y él ataviado con una camisa de botones negra y un saco púrpura. Me parece extraño ver a alguien trajeado y sentado en la calle. Rogelio jamás alteró su manera de vestir, ni en sus últimos días, y era serio, pero agradable.
Conectamos enseguida, nos entendimos a muchos niveles; cuando él necesitaba ayuda para un proyecto, me llamaba; nuestras mentes tenían una visión de calidad similar. A los pocos meses de conocernos podíamos entendernos con apenas pocas palabras; su «Está bien» era igual al mío; si me decía que le faltaba más claridad a la idea, yo sabía dónde le faltaba; muchos otros le tendrían que preguntar en dónde, desde qué ángulo, qué tipo de claridad y un centenar de interrogantes que llevaría toda una tarde responder. Era el compañero ideal para todo tipo de trabajo o para una simple salida. Muchas veces nos ayudamos mutuamente a escapar de citas en las que, después de conocer a la chica, no nos apetecía estar. Incluso sufríamos de los mismos problemas amorosos. Lo ayudé a mudarse a una casa cercana a mi trabajo, la casa que rentaba aumentó su cuota y él, incapaz de pagarla, la dejó; durante la mudanza no hubo necesidad de hablar para coordinarnos. Después del cine siempre íbamos a un café sobre Chapultepec para discutir el filme, él siempre en saco y yo en la ropa más casual que encontraba.
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La crisis nos pegó fuerte. Después de cuatro años de conocernos, ambos perdimos el empleo: él ya no podía seguir como gerente de su empresa, pues quebró, y yo perdí mi prístino cubículo en una compañía de computadoras. Me tuve que despedir de todos apresuradamente, mi lugar sería tomado por un pusilánime que recibiría menos de un cuarto de mi sueldo. Lamenté sobre todo que no volvería a ver a Zafiro, una poeta argentina que llegó a trabajar un año antes, de ojos descaradamente bellos, azules como arrancados del mismo cielo; tan azules eran sus ojos que al nacer, sus padres olvidaron cualquier otro nombre elegido antes del parto: Zafiro tenía que ser, y fue. Ni mirando al cielo puedo recordarla. Rogelio me exhortó a invitarla a salir, conquistarla con mi propia poesía, ganarme poco a poco esos ojos. El día que tuve valor de acercármele, o sea mi último día de trabajo, no la encontré en su cubículo: había acabado su turno y regresado a casa. Lloré mares antes de aceptar la idea de no mirar el cielo en sus ojos otra vez.
Rogelio y yo decidimos mudarnos juntos. Con lo escueto de nuestro bolsillo pudimos mantenernos a flote trece meses más. Estábamos empecinados en buscar un empleo que nos diera estabilidad y movernos a un barrio más decente; sin embargo, no durábamos más de dos meses antes de que el lugar donde trabajábamos cerrara o fuéramos despedidos.
Trabajamos en una cafetería de Chapultepec, de ésas a las que solíamos ir después del cine, a la cual nosotros mismos renunciamos debido a la imbecilidad de nuestra jefa: la descubrimos vendiendo libros a los puestos de pizza a la leña, como combustible. Ambos saltamos al rescate hasta que se nos dio a elegir: «O vendo libros para pagarles o se quedan sin empleo», dijo la mandamás. Ese día regresamos con ocho kilos de libros viejos. Las opciones iban desapareciendo como latas en un campo de tiro, una a una, lenta pero incansablemente.
Estamos en una caminata meditabunda, tenemos que mover correctamente nuestra pieza o nos darán mate, existe la posibilidad de terminar en la calle. Hemos llegado al Parque Rojo, según yo, o Parque Revolución, según él; «Al final es lo mismo», concluyó con una sonrisa meditativa. Nos sentamos y él comienza a fumar, me pasa el brazo por los hombros y me ofrece uno de sus cigarrillos. Nos sentamos a fumar en silencio, mirando ambos hacia la distancia, en direcciones distintas, algo está tramando, lo sé, la forma en que mira a través del humo me lo demuestra. Es un hombre de acciones, de sentir que las palabras no son suficientes. Estoy seguro de que jamás le ha dicho «Te quiero» a su pareja, con la que lleva ya bastantes lunas; sin embargo yo mismo le he ayudado a preparar los regalos, yo mismo he aportado de mi inexistente dinero para sus planes; entre los dos, con una botella de pegamento y una cantidad ingente de triángulos de cartón (tanto equiláteros como isósceles y, en mayor medida, escalenos) le hemos hecho un mural con temática de El principito, libro por el que ambos comparten una fascinación insaciable. Además de eso, le ha regalado unos colores pastel para que decore sus muros, pero jamás un «Te quiero».
—Tengo una idea de cómo obtener dinero.
Uno siempre regresa al origen. Decidimos replicar la metodología de Maldonado, en la oficina. Al principio no estuve de acuerdo con esto, pero Rogelio me convenció con una frase: «Al final es lo mismo», dijo con la misma sonrisa que tenía mientras fumaba.
En este caso yo sería el asaltante y él un importante hombre de negocios, o al menos un fulano con traje. Funcionó a la perfección. Varios samaritanos, san Pedro los reciba con la puerta abierta, fueron tan amables de dar todo su dinero por la vida de alguien más. «Ni financiando el experimento Niklaus llevaría tantas personas al cielo», declaró Rogelio en un día provechoso. Todo iba viento en popa hasta que nos topamos con otro entrevistador; esta vez fui yo quien le pudo sacar provecho. Rogelio y yo fuimos capaces de sacarle una foto al asaltante sin ser descubiertos, después la imprimimos como uno de esos carteles de desaparecidos y la pegamos en el callejón, pudimos ver cómo el malandro se ofuscaba ante tanto terror.
—Nosotros podemos ayudarte.
Con toda la paciencia del mundo le explicamos que esos carteles eran puestos por un cártel de la zona. Eran un aviso de lo que les pasaría a los asaltantes que no pagaban por laborar en sus plazas.
—Varios se han esfumado por no acatar las órdenes.
El pobre, asustado por toparse con dos hombres misteriosos, uno trajeado y el otro con vello de vagabundo, miró desconcertado al más alto de los dos; probablemente no entendió lo que Rogelio le dijo.
—Se los cargó la chingada por no pagar la plaza —le ayudé
a entender.
Nos dio todo lo que había robado aquel día. Además nos juró por su madre que correría la voz. En cuanto se fue, Rogelio y yo nos pusimos a investigar a todos los asaltantes de la zona, imprimimos varios carteles de desaparecidos y los pegamos en la oficina. Día con día el proceso se repetía, asustábamos al malandrín de turno que tenía la suerte de encontrarse en la pared, y nos pagaba. De vez en cuando llamábamos a la policía a mitad de un asalto para que se llevaran al malhechor, claro, con una intervención nuestra, ya que una patrulla seguía tardando lustros; cuando esto sucedía, nosotros nos encargábamos de tachar con rojo al maleante de la tabla: una gigantesca cruz les indicaba a los demás que, en efecto, se esfumaban.
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Con Rogelio aprendí muchísimas cosas que jamás podré explicar, tanto buenas como malas, pero, creo yo, hubo dos lecciones que más me marcaron. La primera fue que no todo es para siempre, aunque así lo desees, aunque así lo quieras, aunque trabajes por ello. Ya no vivimos en la misma casa; esa medida para nuestro plan económico había surtido efecto, pero se tuvo que cancelar pues había cumplido su objetivo. Cuando se fue, me sentí como un planeta colisionando con otro llamado realidad. Al hacer recuento de daños noté que a mi planeta le faltaba un gran trozo y en su lugar había un cráter. A Rogelio también le pegó. Los días posteriores a su mudanza, en la que obviamente ayudé, los pasamos jugando videojuegos o comentando sobre literatura. El dinero obtenido por nuestro sistema aumentaba junto con el miedo a desaparecer. Después de esa primera fase, su novia se mudó con él. Rogelio siguió atemorizando a los residentes de su nuevo barrio, utilizó los rumores de lo que hacía en el mío para formar bandas criminales. Al principio no entendí por qué; el dinero que recibíamos era más que suficiente para nosotros, pero ahora las cosas habían cambiado: él seguía demostrando su amor con actos, con presentes, con desayunos, con mariachis donde él mismo cantaba, para eso necesitaba dinero y no a un amigo. Poco a poco empezó a crecer distancia entre nosotros. Yo le reclamaba que sus bandas atacaban a gente inocente, asustaban a quienes no se lo merecían; él sólo me miraba con la misma cara que al fumar cigarrillos, no me escuchaba, escuchaba a su mente, planeaba el siguiente movimiento. Después de esa discusión sólo lo vi una vez, como siempre, vestido de traje.
A mí jamás me pareció justo lo que hacía. Sus bandas, vestidos de policías, asaltaban todo tipo de negocios, desde panaderías hasta bancos. Tuve que actuar en respuesta.
La segunda cosa más importante que aprendí de Rogelio fue a actuar. Siempre que quisiera algo tenía que actuar por ello: hambre, comida, frío, abrigo, amor, acciones. «No me lo digas, demuéstramelo», decía, así que le demostré que no me quedaría de brazos cruzados. En un principio mandaba a los asaltantes de la oficina a detenerlo, con la promesa de que la plaza jamás les volvería a cobrar.
—Te juro por mi madre que nadie te estará chingando —les decía mientras ellos imaginaban un mundo ideal, para ellos, claro.
Ninguno de mis hombres regresó con vida.
Así que fui yo quien tuvo que hacerse cargo de las cosas. Me presenté en su casa, seguro de que estaría solo. Él me recibió vestido con el mismo saco morado. «Esto va a ser difícil», pensé y sin dudarlo dos veces, porque si no me arrepentiría, le apunté con un arma. Él me miró sin sorpresa alguna, «Al final es lo mismo», dijo, con unos ojos humeantes. Qué más daba cómo iba a morir, ya había hecho todo lo que había querido, fuera yo quien jalara el gatillo o un ataque al corazón lo que le arrebatara la vida, al final era lo mismo.
Después de aquel día entendí que yo no estaba listo para morir. Horas después me encontraba mirando al cielo, con la esperanza de encontrar aquello que me faltaba para poder morir. Más tarde comprendí que no quería el cielo allá, lo quería aquí conmigo, a mi lado. En un viaje a Argentina, después lo encontré.