Mario Heredia (Orizaba, 1961). Su último libro es La geometría absoluta (Atípica Editorial, 2019).
Ellos se han disuelto en una espesa ausencia
la arcilla roja ha bebido la blanca especie
el don de vivir ha pasado a las flores.
¿Dónde están los muertos, las frases cotidianas,
el arte personal, las almas primordiales?
La larva teje donde nace el llanto.
Paul Valéry
Hueles mal. Tus axilas apestan, tu boca, tus pies apestan. Tu cabeza llena de agua, mi cabeza es un mar donde navegan los barcos. Tienes mucho frío y el vaivén te hace arquearte y vomitar algo amarillo y amargo que, al salir, te quema la garganta. Descansas apoyado en tus rodillas. Te ves de reojo en un aparador junto a un hermoso maniquí. Lavas tu cara con saliva y limpias tu boca con la manga de la camisa. La tela te acaricia con sus dedos maternales. Por el ojo del muñeco observas la ciudad, oscura, clorada, limpia, el cielo color de la tinta china que a ratos se revienta y se vuelve plata. No hay sirenas ni policías, ni putas ni perros, pero el miedo persiste. Todos los mamíferos aguardan dentro de sus madrigueras porque ella está fuera. Abres tu piel a una calle amplia, desconocida. Silencio. Escuchas tus pasos sobre el cemento, sobre los charcos, sobre una alcantarilla mordida por el tiempo y por los cientos de seres que la habitan. Respiras profundo y sigues, tratas de bailar para hacer más feliz el camino entre aquellos edificios perpetuos. Nunca aprendiste, pero tratas. Soy el único, lo sé.
¿Cómo llegamos a esta situación? Se abre la calle a una inmensa plaza y una sonrisa de mujer medio velada te hace gritar. Otra vez. Tiene los ojos muy profundos, tú no quieres recorrer el túnel izquierdo, ni el derecho.
Ya te toman de los brazos, escuchas el aleteo, sus risitas, observas sus hermosos ombligos, sus vellos espirituales. Ya te miran, te admiran, todo en este reticulado es admirable. La inyección es un golpe duro para el brazo y para el alma. Suspiremos y dejémonos llevar hasta el culo del metro de la línea naranja. El cielo está aún tan lejano, las sirenas tan mudas, las mujeres tan desesperadas con sus bufandas que las sostienen mientras se balancean bajo el techo de sus apartamentos. Por fin el refugio para todos prometido, la vacuna, la vida eterna. Los cartones con que te cubre Dios son amigables, pero raspan los pies.
¿Qué transportaron? Pañales. Los niños deben sufrir para poder sanarse. ¿Quién lo dijo? ¿San Juan de Dios? No, él era un hombre bueno y loco.
El cartón no pesa y eso te da frío; si no hay peso, dólar, yen o euro, el frío se multiplica por todas partes, va carcomiendo los huesos, el cemento, el hormigón armado, los pudre como a tu pared, compañera que aún respira, quizá la única que respira. Porque ni el dedo, ni el anuncio.
Te sientas en el sillón de pana verde, olvidado por error en una calle de número incierto y hundido por las lluvias torrenciales.
El mar se asoma en un escaparate y la luna lo ilumina de forma intermitente. Ahora ya no se mueven las nubes, ya no se esconden tras los rascacielos…
el banco es un asilo, las finanzas se guardan en un orfanatorio y cuatro millones de niños permanecerán insomnes abrazando sus borregos de franela. El mundo dormita ajeno a los astros. Una manada de caribús, infinita y en silencio, cruza la plaza.
Te enredas con tres cajas de cartón que, gruesas, aprisionan tus piernas. Te gusta el silencio y la nostalgia.
¿Y ella aquí?, ¿el único motivo tenía que ser ella? En una ciudad tan grande y tan solitaria, qué afán de encontrarnos y sonreír.
Bajo el cartón están los únicos tres libros que quedan en el mundo. El primero es un manual de botánica donde aparece la flor más grande y el árbol más pequeño, el segundo es la historia de un hombre que siempre caminó hacia atrás y el tercero es la Biblia. Sacas éste último y empiezas a leer la vida de José y de sus sueños. Se abre el telón, un enfermero te mira todo blanco, su cabello oscuro, su cubrebocas, sus zapatos de goma, su olor a desinfectante y su charola. Trae tu cena y tus pastillas, ¿trae noticias?, ¿por qué no trae noticias? Buenas o malas.
Hay una ella en el callejón de a lado, les dices. Él hace como que no te escucha, pero tú sabes que sí lo hace. Sale a veces a la plaza, a veces toma el tren y a veces el camión que va hacia el oeste, le dices. Él voltea con su cara de hot-cake asustado. Sé que me cree, sé que sí cree que esa ella que vive en el suelo conmigo puede también llegar al piso treinta y siete y asomarse hasta perder el equilibrio. ¿Por qué no podría ser? Los muertos y las locas pueden cruzar paredes y corazones como los virus. Elevarse hasta las alturas con mil argucias.
Te levantas y le tomas la mano. El enfermero se deja abrazar por la cintura. Bailan hasta que amanece, el mismo ritmo silencioso y prohibido una y otra vez hasta que amanece. Te podrías volver a enamorar. Él suspira y muestra una leve sonrisa que arruga el cubrebocas. En esta época ya no es posible besarse. Todo es tan efímero. Para qué creer que puede durar algo así.
Recuerdas que tu papá mató a tu mamá con una almohada y luego se aventó a las vías del metro. Yo lo vi ponérsela en el rostro a aquella pequeñita mamá. Apenas y manoteó un poco. Después el hombre me miró con los ojos muy abiertos, me dio un golpe en el estómago y salió corriendo muerto de risa.
Prefieres vivir en el cielo que en la tierra, prefieres vivir en el mar que en la tierra. En el cielo por los ángeles, Dios y los penthouses, en el mar por las jeringas y la música que no es de supermercado. Lo que hay en el mar, en el cielo y también aquí son fantasmas. Los vemos los días seis y siete de cada mes, pero ellos no creen que los vemos. Son parecidos a los ángeles, pero más púdicos. Ellos no entienden que por eso gritamos, que por eso golpeamos nuestros vientres contra las paredes de los refugios.
En la ciudad ella y tú los ven a diario, entre la gente de corbata con sus audífonos encarnados a las orejas, entre las mujeres vacunas que compran lo que haya, entre los niños de cráneos segmentados y los globos de colores, y no gritan ni se golpean, lo que sí hacen, aunque no lo aceptan, es esperar el amanecer desde un puente peatonal que flota en la lejanía.
En esta ciudad sólo están tú y ella. Aunque te dé miedo. A veces quisieras invitarla a jugar cartas, a jugar damas chinas, pero no, lo único a lo que ella juega es a las escondidas y a desangrar flores de camellón. Y lo hace con tanta saña que ya nadie quiere transitar por la urbe. Por eso se han quedado solos en esta inmensidad que huele a óxido y a guardado.
Huele a miedo, ese olor que sale de cada uno de mis poros y se va huyendo por las calles, cruza el parque y le va a tocar la puerta a la modelo anoréxica y hermosa.
Tú sabes que cuando el olor llega a la puerta de la casa de tu amada y pregunta: ¿quién? Ella se le mete hasta por las orejas, y toda su piel ajada y seca se le va a poner chinita. Quién lo dijera, que ese adolecente tan hermoso que te esperaba afuera del colegio se iba a convertir en una cosa tan fea y tan rancia. Bajo su cara le creció una bola de carne que hace juego con sus rodillas, su cabello se le ha ido cayendo y sus manos ya sólo aprisionan el olor que tú le mandas de vez en cuando. Le gustaría pasear por la avenida de los teatros, pero ella no tardaría en pescarla, ¿o se harían amigas? No, el miedo huele a cloro.
Has comido un poco de gelatina, un trozo de pan y un vaso de leche. Miras entre los cartones cómo llueve en esta tarde de verano. La ciudad se ha ido lejos y el sonido de sus sirenas y sus hipos, roces, toses y pedos cada vez se oyen menos. Te levantas y observas la lluvia desde tu guarida. Oye, oye, las mujeres que tejen vía internet te llaman, los hombres que tienen sexo vía internet te llaman. El cabello te crece. Ella aún tiene un nombre demasiado científico. Deberían rebautizarla. Te acercas a la puerta de un negocio, tocas, no hay nadie, pero ya lo has olido. Un brazo enorme que blande un cuchillo, bigote mal cuidado y peste a ajo. El miedo huele a orines también. Sales a la plaza del monumento ecuestre, lleno de optimismo, el enfermero pasa junto a ti sin mirarte, luego retrocede: ¿Eres tú?, ¿qué hace usted aquí? ¿Te casarías conmigo? ¿Qué hace aquí? Quisieras besarlo para que se fuera la nostalgia y ella se quedara, pero ya no puedes, las bocas, las narices y los ojos han sido borrados de los rostros. Sólo le señalas a ella, al fondo. Da un grito y retrocede: vienen todos, cubren las calles, cubren las azoteas, son miles y están furibundos. Cierras los ojos, ella no está, ni el enfermero, ni la modelo anoréxica, ni el carnicero, ni nadie en esa larga avenida que topa con el cielo. Estás, como siempre, en ese puto metro, dicen mis padres.
Has dejado que a la casa de cartón la cague el fuego. Los dos ángeles cubren tu rostro con las mismas alas suaves que hicieran sonar en su momento. Es la salvación del mundo, la única puerta celestial que te queda. Al abrirla todo quedará igual, detenido, luminoso.
¿Por qué, siendo tan hermosos, no se besan los dos?
Ya no hace frío, ha dejado de llover dinamita y las moscas vuelven a tejer los cielos. Tus manos permanecen apretadas en señal de oración. Las madres saben que cuando suceden cosas como éstas, la ciudad puede llegar a desvanecerse y los niños pueden volver a jugar al aire libre