Ahora

Óscar Hernández Campano

San Sebastián, País Vasco, 1976. Este texto forma parte de la antología En tierra de sueños (Egales, 2024).

Abrió la puerta y sus quejas se escucharon en toda la vivienda. Refunfuñaba porque se había puesto a diluviar. El cielo, plomizo, había sido honesto. Sin embargo, tras esforzarse por vislumbrar un tímido rayo de sol entre las nubes arracimadas, se había empeñado en bajar la basura a cuerpo gentil. Entró maldiciendo, esforzándose en leer el remitente de una carta que acababa de recoger del buzón y que se había empapado. Cuando descifró aquel jeroglífico de tinta corrida, abrió el sobre y se sentó a leer la misiva. Dos horas después, mientras la cena humea al fuego, él sigue sentado en su butaca. Entre sus manos sostiene una vieja fotografía, una instantánea descolorida y cuyos bordes acusan el paso del tiempo. De vez en cuando la voltea y relee los trazos que responden al dónde y al cuándo: Melilla, 27 de junio de 1960. Y vuelve a mirar la fotografía, la sostiene con mimo, pese al tembleque involuntario de sus manos, producto de la vejez, que lo acompaña desde hace más de un lustro.

Sus ojos, menudos, enmarcados en una miríada de pliegues donde los párpados, las bolsas y las arrugas se entrelazan sin solución de continuidad, fijan la imagen que inmortalizó un fotógrafo sesenta años atrás. Ve aquellos rostros sonrientes a través de las lágrimas que, sin deslizarse por sus mejillas, se mantienen trémulas en el borde de su mirada. Los recuerdos han brotado como en una extraña detonación dentro de su mente. Se acuerda de cada palabra, de cada gesto, de cada broma, del olor que impregnaba el aire, aroma de recio ejército, de jóvenes licenciándose, de verano incipiente, de amor y deseo. Recuerda los sonidos, el murmullo, las trompetas, las órdenes de los superiores, el rumor de cientos de muchachos nerviosos por regresar a casa o por separarse de aquellos con quienes convivieron e intimaron durante meses.

Él había sido uno de ellos; ese que no miraba al objetivo de la cámara, sino que sonreía observando al otro joven de la foto, al que abrazaba. Ha transcurrido toda una vida y, aunque prometió no hacerlo, durante más de medio siglo lo había olvidado todo. Ahora observa aquella ventana a sus recuerdos. Ahora, al mirar aquella fotografía, todas sus memorias reflotan desde la más oscura sima de su mente. Ahora puede repetir, palabra por palabra, cada conversación que mantuvieron desde que coincidieran en la fila de la instrucción, la primera semana de servicio militar. Puede recordar perfectamente el latigazo que sintió en su interior cuando se miraron por vez primera, cuando sintió que aquella mirada del color de la miel de azahar lo envolvía, cuando todo desapareció a su alrededor y supo que podría lanzarse al vacío si aquel lo acompañaba. Ahora repite para sí, moviendo apenas los labios arrugados, aquellas confidencias tímidas que se hicieron el uno al otro durante las guardias nocturnas, aquellos secretos que, en susurros, se contaron a la luz de los cigarrillos que compartían, aspirando el humo que les raspaba la garganta. Ahora, entornando los ojos, rememora aquellas jornadas de ejercicios, de carreras y de instrucción. Ahora puede sentir de nuevo el nerviosismo que lo dominaba cuando iban a las duchas, cuando se miraban de reojo la piel expuesta, cuando se debatían entre mostrar o disimular la excitación que aquella intimidad despertaba. Ahora revive aquella noche fría de un invierno extraño en que la guardia nocturna, sumida en un viento del Noreste, se les antojó un castigo que sobrellevaron arrebujados en sus chaquetones, firmes contra la pared, hombro a hombro, pasándose cigarrillos que encendían sin cesar, para entrar en calor, sin dejar de tiritar. Ahora recuerda que sus dedos se tocaron, que sus miradas se encontraron, que sus labios se buscaron, que sus cuerpos   se abrazaron y que el deseo los poseyó con toda la urgencia y violencia del viento invernal. Ahora añora aquel primer beso dulce, cálido y sensual al que acompañaron caricias, abrazos, gemidos y unas manos nerviosas que luchaban por abrir una brecha en los uniformes; manos inexpertas, asustadas, temerosas de ser descubiertas en cualquier momento. Ahora sonríe al ver en su mente cómo con los pantalones desabrochados y las guerreras a medio quitar, escucharon un sonido de pasos que les heló la sangre, líquido primordial que henchía con ímpetu sus sexos, que bombeaba con desenfreno en sus corazones, que caldeaba sus cuerpos en una noche apta sólo para los lobos. Sonríe recordando que se escondieron en un almacén, que en la oscuridad siguieron besándose, que terminaron de arrancarse la ropa, que se tumbaron sobre los uniformes arrugados, que se amaron durante horas, hasta que el arrebol de sus rostros saltó a la línea del horizonte.

Ahora, con lágrimas que se rebelan en sus ojos, revive los seis meses que siguieron a aquella primera noche de amor. Revive cada nuevo beso robado en los recovecos del cuartel, cada nuevo encuentro furtivo en los almacenes, duchas, garitas o traseras de camión, cada desahogo urgente, primitivo, animal, salvaje, placentero hasta reventar, que buscaban sin poder reprimir lo especial que eran ya el uno para el otro. Ahora entiende que vivieron una hermosa historia en una época que los perseguía y condenaba. Ahora comprende que el miedo hizo que ellos mismos acabaran con aquel amor puro y tremendo, del que sólo queda aquella fotografía del día que se licenciaron, del día en que se dijeron adiós, del día en que se separaron.

Se escribieron postales navideñas un par de años; después, el olvido. Hasta ahora, que ha recibido la carta del nieto de aquel a quien amó. Unas pocas líneas junto a la instantánea. Unas frases para comunicarle que aquellos ojos en los que se sumergía se cerraron para siempre. Que entre sus cosas hallaron una foto, un nombre, una dirección.

Ahora sólo queda el lamento por la vida que no vivieron.

Se levanta, guarda la fotografía en el bolsillo de su camisa, junto al corazón, y se dirige a la cocina en silencio. Su mujer acaba de servir la cena.

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