Finalista
Ahogamiento / Leilany Zazueta Dávalos
Preparatoria Regional de Tala
¿Cuántas veces hemos escuchado que alguien muere ahogado?
Hago memoria y concluyo que han sido pocas. Pero, ¿por qué? quizá no había alguien que lo pudiera salvar o, sí había, pero no quiso ayudarlo, o no pudo hacerlo; tal vez no quería seguir viviendo y se arrojó a las frías y sucias aguas.
Son muchas las opciones, pero todas desembocan en la misma letal y cruel palabra: Muerte.
Es más probable escuchar que alguien muere por cáncer o por una bala que por ahogamiento. Según estadísticas del INEGI (Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática), en 2018, murieron 110,287 personas por cáncer, y 25,970, por homicidio; sin embargo, por ahogamiento desde 1998 hasta el 2010 se registraron solamente 9,190 muertes.
Las pocas e insignificantes cifras de esta manera de morir que no figuran ni dentro del top 10 de causas de mortalidad, no radica, quizá, en la falta de agua para llevarse a la víctima, sino es el término morir el que está mal empleado.
La RAE (Real Academia de la Lengua Española) define la palabra muerte como “la cesación o término de la vida, cuando los signos vitales son nulos”; sin embargo, no solo es ser sepultado o cremado, llorado y extrañado; o tener funerales donde lo que más importa es la cantidad de flores que tenga el altar, que los acompañantes tengan un vaso lleno café caliente y los padres nuestros y aves marías bien rezados. Muerte, es muchas veces no tener razones para vivir; es sentirnos insatisfechos o insuficientes con lo que tenemos; es desear que el día termine cuando recién acabamos de despertar.
Ahora bien, el ahogamiento, según Jeffrey Weiss (2010), es el proceso de sufrir una dificultad respiratoria por la sumersión o inmersión en un líquido, a lo que yo agregaría lo siguiente:
Ahogamiento: Proceso de sufrir una dificultad respiratoria o desbalance emocional por la sumersión o inmersión en un líquido o problema.
Entonces, las cifras antes mencionadas, no simbolizan la realidad, ya que si esto se quisiera, los números serían equivalentes a la cantidad de habitantes que hay en el mundo, y el ahogamiento figuraría dentro del top 5 de causas de mortalidad (siendo esta la número uno).
Es usual la frase “muerto en vida”, pero, ¿hasta qué punto nos identificamos con ella?
Comenzando con la niñez, nuestros dilemas nos consumen; desde los monstruos en la oscuridad, hasta la pérdida de un juguete, suponen graves obstáculos para alcanzar la felicidad plena. Aunque ahora, que hemos crecido, no lo veamos así y nos parezca absurdo, en su momento parecía ser la causa de nuestro fin con un toque extra de lágrimas saladas que ahora recordamos con risas.
Conforme crecemos, el fondo parece distanciarse más de nuestros pies, las puertas se vuelven más pequeñas y aumentamos, cada vez más, el tiempo en nuestros recordatorios para pensar en la cantidad de calamidades que vivimos.
Llega la adolescencia y consigo aparece un huracán de disturbios que atentan contra la excelsa definición que nos dan a cerca de ella:
“Diversión, la etapa más feliz que vas a vivir en tu vida”
Los deberes académicos excesivos, el enamoramiento con sus respectivos ratos amargos, el sentimiento de incomprensión que nos hace sentir como una especie ajena al ser humano, los estándares inalcanzables de belleza “natural” y los métodos tan extremos para lograrlos como las dietas de una nuez al día con tres litros de agua, las malas compañías disfrazadas de amistades duraderas y su deseo por arruinarnos la vida, el consumo de drogas, la falta de oportunidades y los problemas familiares son factores que llegan a sustituir a los monstruos del armario y los juguetes perdidos.
Cuando parece que la vida ya es estable y los problemas están lejos de nosotros, cae la adultez como una cubeta de agua helada sobre nuestra espalda. La búsqueda de un trabajo, de una estabilidad económica y de un compañero de vida, la llegada de la autonomía y la independencia que desde pequeños deseábamos, no parece ser como la idealizábamos; en cambio, pareciera la búsqueda de una aguja en un pajar donde recurrimos a terapeutas y medicamentos que suplen a nuestro juguete favorito o a los brazos de nuestros padres, porque el primero ya no nos funciona y los segundos, quizá, ya no están con nosotros.
Maduramos más, los hijos crecen y siguen el ciclo de la vida: hacen sus propias familias y lidian con los problemas que en algún momento tuvimos y otros que ni siquiera cruzaron por nuestro camino.
En ese momento, esperamos que Dios se apiade de nosotros y nos conceda el deseo de que nuestros últimos años de vida sean gratos, pero a veces no es así, pues comenzamos a apartarnos de la vida social: nuestro matrimonio acaba con el divorcio o por la muerte de nuestro compañero, al igual que algunas de nuestras amistades; el espejo ya no es tan amigo nuestro, nos convertimos en un ser de achaques y enfermedades, si tenemos más mala suerte, nuestros hijos no nos recordarán más que para fechas especiales como Navidad o nuestro cumpleaños (si es que creen que lo merecemos). Nos sentiremos como un estorbo y nuestra fecha de muerte se acercará de forma apresurada.
Podemos ver que en todas las etapas de nuestra vida nos encontramos con problemas, con crisis que nos provocan una sensación de asfixia, de infelicidad… de ahogamiento, porque el manicomio y los océanos están llenos de ello.
En efecto, mueren más personas ahogadas que por cáncer o por una bala…
Los ahogados son verdes como la ansiedad y la depresión sabe a lama.
Las personas con ansiedad o depresión se ahogan, lloran por horas y cuando no pueden hacerlo más, sienten el pecho oprimido por la falta de aire, la respiración acelerada, el incremento de la presión sanguínea, el miedo, los escalofríos, la sensación de irrealidad, de muerte… cuando se hunden y llegan al fondo del océano y se vuelven náufragos sin salida, sin barcos, sin compañía. Incluso los muertos y los ahogados pueden tener a los peces y algas como compañeros, pero en vida, ¿qué se tiene?
Ahora bien, si hablamos de los problemas como una metáfora, simulando un ahogamiento, también podríamos hablar de un salvavidas metafórico que nos salve de ellos, porque salvar con un “te ayudo” o un “te escucho” y no matar con un “ya cállate”, “no tengo tiempo” es lo que marcaría la diferencia, porque hay más personas ahogadas en problemas, que ahogadas en el mar, y más salvavidas arrojados a cadáveres que personas dispuestas a reducir el número de víctimas.