Aguas mansas / Anabel Aikin

Recién cumplidos los cincuenta y viuda hace tan sólo unos días, el mundo parece estar acabándose para esta venus de ojos pálidos ya entradita en carnes, a quien su difunto deja deudas y una planta de aloe gigantesca que amenaza con hacer desaparecer el salón de su pequeño apartamento.

      —Marcial —susurra Basiliana, mientras sorbe su café y acaricia las ropas dobladas sobre la cómoda, antes de depositar en bolsas perfumadas media docena de pantalones y camisas de trabajo apenas sin estrenar pues el difunto ha pasado años en cama consumiéndose. Al final era un hilillo de hombre amoratado, todo ojos. Y ella se había acostumbrado a acompañarlo ahí, en el umbral sombrío de la muerte, atenta a la disolución de la carne, desoyendo los consejos amables de las amistades prudentes que le recordaban que aquello no era vida.
      Ahora se escucha el timbre de la casa y el cartero ha deslizado un sobre por la rendija de la puerta. Al colocarlo sobre el montón de correspondencia sin abrir, le sorprende la textura aterciopelada del papel y el membrete elegante de la carta dirigida a su nombre. Llena de curiosidad, abre y lee:

Distinguida señora Zarnik, hemos decidido premiarla
      con una jornada gratuita en nuestro balneario de aguas
      saludables a las afueras de la ciudad…

Es sábado por la mañana y el cielo ha amanecido blanco y roto. La radio habla de tormentas de nieve. Basiliana espera en la estación de autobús, incómoda entre el trajín de familias y turistas a la espera del coche de línea. Poco a poco se va vaciando de rubores y culpa mientras ayuda a algunos pasajeros a colocar sus equipajes. Cuando el autocar arranca y se pierde por carreteras secundarias, echa una cabezada hasta que el coche se detiene a la salida de una población, frente a lo que parece ser una casa de baños.
      A Basiliana le complace la fachada un poco antigua del edificio y el gesto de bienvenida del recepcionista de pajarita que le entrega toalla y zapatillas, obsequio de la casa.
      Al rato se ha puesto un traje de baño morado y se ajusta el gorro de margaritas de látex mientras recorre a pequeños pasos el contorno acristalado de la piscina, que da a un jardín de cipreses.
      Al otro extremo un monitor hercúleo da una clase de aqua-gym a ritmo de cha-cha-chá. LIena de curiosidad, Basiliana se zambulle en el agua tibia y se va deslizando por un paisaje submarino azul esmeralda poblado de carnes pálidas que se abrazan apasionadas junto a la escalera, de cuerpos vaporosos que ríen y juegan a hacer volteretas, de torsos robustos y tatuados que baten el agua con furia, de piernas torneadas que giran como hélices dejando rastros de burbujas metálicas. Y por unos instantes Basiliana siente que se disuelve en el agua y deja de respirar. Cuando por fin sale a la superficie se le agolpa la vida en el pecho y casi grita, pero le asalta el pensamiento de que algún conocido podría encontrarla ahí, y llena de zozobra sale del agua y se envuelve en la toalla.
      Al fondo quedan la pileta fría, la sala de barros, los box de masaje, las duchas de contraste y el pediluvio. Al final del pasillo, en un recodo imposible, encuentra la sauna, una estancia solitaria y húmeda donde se tumba sobre el banco de madera y se abandona a la caricia desvaída y sensual del vapor.
      Atrás queda la larga antesala de su viudez, la enfermedad que ha horadado su vida, enfriando el gesto, apagando su deseo atrapado dentro de un matrimonio con un hombre al que había disfrutado poco y cuidado toda la vida. Y ahora, en la penumbra, el rostro de Marcial se va desdibujando en el vapor y, cuando intenta recomponerlo, le sobrecoge un latido, como un temblor incierto de la carne al que sigue una respiración entrecortada que la sobresalta, y de pronto comprende que no está sola.
      Al fondo de la sauna y entre los vapores entrevé el cuerpo desparramado y voluptuoso de un hombre que dormita. A Basiliana se le dispara el corazón y, mientras observa el contorno de cetáceo varado al que mece una respiración tan leve, tiembla, siente su propio cuerpo como una fruta blanda y abierta y entonces se le dispara el deseo como una lengua de lava que le recorre el pubis y le gotea dulcemente entre los muslos.
      Basiliana se desnuda y se arrima al hombre para ofrecerle sus pechos grávidos. Y él abre los ojos, no parece extrañarse. Sin perder un instante, ella trepa por la montaña resbaladiza y complaciente de su carne y se pierde entre los pliegues generosos, el torso velludo, se deja estrujar por el peso y hunde los labios en el ombligo del gigante que respira agitadamente con la boca muy abierta. Y entonces los dos se miran y se reconocen y resbalan y se muerden y cabalgan la carne trepidante y húmeda y una vez dentro siente que se le revuelve la vida y le brota llena de raíces cuando se abre al torrente desbordado con que el hombre se vacía dentro de ella y se abandona a la marea y flota en ella y por un momento todo desaparece.
      Cuando abre los ojos, el hombre se ha incorporado y se dirige a la puerta contoneando dos mofletes traseros inmensos que no tardará en esconder en la toalla. Tumbada sobre el banco, Basiliana ve alejarse al dios Poseidón, que cierra la puerta de la sauna delicadamente tras de sí con un clic apenas perceptible.

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