Agua mansa

Tania Gómez

Lima, Perú, 1977. Ha sido guionista de reality shows y ahora es copywriter en California.

La quietud del agua es un enigma que siempre quise descifrar. Si Clarisa me oyera utilizar estas palabras, no dudaría en decir que otra vez ando de intensa, con la franqueza que sólo ofrecen las mejores amigas; esas que te dejan ser tú a tus anchas, que sacan lo mejor de ti, o lo peor. Hermanas.

—Oye, Clarisa, como que se antoja ir a nadar, ¿no?

Llevábamos meses postergando ese plan.

—Sí, chinita. Estaría increíble. Ya nos vi, acá, presumiendo bikini.

—¡Bikini, no! —protesto—. Yo quiero que vayamos al lago.

—¿Y? A poco por ser lago no podemos lucir cuerpatzo.

—Neh. Sería un día rélax. Botanitas, aire libre… flotar en el agua mientras vemos el cielo…

—¿Y que se te meta una ameba comecerebros o algún bicho de esos? —interrumpe Bosco, el novio de Clarisa.

¡En serio no sé qué le vio! Ella es como un rayo de luz, de luz saltarina, y él, una densa nube negra.

—¿A poco no han oído las noticias? —continúa, con ese tono condescendiente que tanto me caga—. Esas cosas viven en los lagos, ¡cualquiera sabe eso, por Dios!

 Clarisa me mira blanqueando los ojos y nos reímos con complicidad.

—Flotar en el agua mientras vemos el cielo, ¡suena bien! Vamos a ir, chinita. Ya verás —promete con un guiño y yo le creo.

No nos vemos durante varias semanas. En sus mensajes de texto la noto misteriosa, con muchas razones para no juntarnos y muy pocos temas de qué hablar. Aunque debo admitir que sus excusas me ahorran tener que dar las mías. Con mi nuevo trabajo, un tiempo alejadas es perfecto mientras me empiezo a adaptar a él. Cuando por fin nos reencontramos, intentamos actuar como siempre, pero siento que algo ha cambiado.

—¿Es por Bosco? —le pregunto en el baño del bar, mientras se retoca el rímel que se ha corrido con sus lágrimas.

—No, china. ¿Para qué vamos a hablar de cosas feas? Mejor hay que celebrar que otra vez estamos juntas, ¿sale?

Regresamos a la mesa con los demás. Ahí está su novio, susurrándole algo a una sonriente mesera. La música anima el ambiente y las rondas de shots que invita a sus amigos no dejan de llegar. Después de algunos intercambios incómodos de miradas y palabras entre ellos, Clarisa se levanta para ir a bailar, agitando los brazos para que me una. Luego grita emocionada porque han tocado su canción. Mejor dicho, se esfuerza por parecerlo. Corremos al centro del bar tomadas de la mano. Sus lágrimas en el baño son ahora risas en la pista. Los cambios de luces nos iluminan en tramos: coquetería, sensualidad, Bosco sin Clarisa, con la mesera; Clarisa sin Bosco, conmigo, bajo la mirada hambrienta de los güeyes que nos rodean. Uno se pega a bailar. Bosco sólo nos mira.

Del bar hemos ido a su departamento, a continuar con la reunión. La gente conversa, bebe, se ríe. Nosotras, desde una esquina, nos encargamos del ambiente.  

—Me encanta esa rola, ¿le subes?

—Por supuesto, señorita —dice Clarisa—. Lo bueno que los vecinos de aquí ni se quejan.

Luego se sirve un poco más de mezcal. Su novio la observa desde el sofá mientras atiende a sus invitados. Veo el reloj. Se está haciendo tarde. La gente empieza a despedirse. También yo debería irme. Un sonriente Bosco cierra la puerta cuando sale el último de sus amigos, ya sólo quedamos los tres, pero la sonrisa se le borra y en su lugar aparece una cara desencajada. Se abalanza hacia nosotras con una furia que seguramente contuvo desde el bar y que ahora estalla.

—¿Por qué no te largas, malnacida?

—¡A mi amiga no le hables así!

—¡Tú cállate, pendeja! —ruge y deja escapar su primer golpe.

La música se escucha más fuerte hasta superar mis gritos. Los únicos que protestan. Reverbera cada vez más hasta hacer caer unas copas vacías con su estruendo. Le sigue el impacto contra el suelo. «No deberías quedarte sola con él», pienso, y esa certeza se vuelve un zumbido. Las luces de la ciudad que se alcanzaban a ver por la ventana se van apagando con todo lo demás.

Ahora el vaivén, el interminable vaivén de la carretera. No escucho a Clarisa. Sólo a Bosco hablando por teléfono. Menciona el lago. «¿El lago?». El auto por fin se detiene. Se azota la puerta del conductor y se abre otra. Una salida improvisada después de esa noche tan larga. Algunos tumbos cuesta abajo y finalmente el chapoteo al entrar. Por fin hemos venido, pero Clarisa no está. La suave corriente de agua mansa me lleva gentil mientras floto. Quisiera poder ver el cielo como tanto lo planeamos, pero para eso tendría que flotar boca arriba.

Clarisa no está. No estuvo. Y yo estoy flotando boca abajo.

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