Josu Landa (Caracas, 1953). Uno de sus últimos libros es La balada de Cioran y otras exhalaciones (Paso de Barca Ediciones, 2019).
a Jorge Esquinca
Carecemos de los poderes propios de augures, vates, adivinos y sibilas.
El deplorable estado de nuestra relación con la Naturaleza y sus potencias, con los dioses paganos y con el omnipotente dios semítico nos impide una compenetración orgánica con el dinamismo del mundo, lo que hace imposible la videncia de lo que ha de venir con el tiempo. Una pseudoadivinación excéntrica, pícara, desvergonzada y pesetera, acotada a la satisfacción de crédulos desesperados —el submundo de los astrólogos, lectores de cartas, quirománticos y afines— ha llevado al plano de la caricatura lo que para nuestros antepasados más remotos se apreciaba como una ciencia, sin cuyo oportuno auxilio nadie daba un paso en la política, en la guerra, en la producción de riqueza y hasta en la poesía.
En nuestros tiempos, el ansia demasiado humana de prever el futuro sigue viva y fluye por los cauces que le ofrecen disciplinas con cierto halo de condición científica, como la futurología, la prospectiva, la simulación de escenarios virtuales… La cibernética, con su enorme capacidad en el campo de la matemática, la estadística, la sistematización de algoritmos, la descripción de sistemas complejos, la acumulación de datos y la identificación de tendencias, en las dinámicas de una variada gama de procesos, parece responder a las expectativas del tipo de ciencia dominador-explotador, baconiano-fáustico, que tiene en el llamado «modelo estándar» su máxima expresión. Con todo, la continuidad entre explicación científica y predicción de fenómenos sólo se registra en muy contadas áreas de conocimiento y de manera por demás limitada.
Conclusión acaso un tanto penosa: quienes habitamos hoy este mundo estamos tan faltos de poderes para predecir el futuro como, a decir verdad, también lo estaban los antiguos.
Lo que sí está a nuestro alcance es reconocer ciertas tendencias que vengan registrándose y proyectarlas en el horizonte —por lo general, nublado y turbio— donde acontecen las cosas por venir, siempre sin definiciones claras, para quien se asome a contemplarlas desde las exiguas atalayas del presente. A lo sumo, podemos formular algunas hipótesis, algunas aproximaciones probables, sobre lo que pueda suceder, a partir de los datos que el pasado y el presente nos deparen.
De entrada, preguntar por el futuro de un orden cultural o de alguno de sus componentes equivale a interrogar por la tradición que la vertebra y sostiene. Es dable creer en la alta probabilidad de que —pase lo que pase, sea lo que sea lo que la pandemia de SARS-COV-2 nos tenga reservado en su deletéreo despliegue por el mundo—, en general, habrá de continuar la tradición artística y literaria a la que hemos estado adscritos.
Se diría que hay dos tendencias en curso, de cara a la tradición cultural y sus derivaciones literarias. Por una parte, está (1) la que viene abriendo paso a novedosos cánones formales y de medios de emisión-recepción, así como de nuevos autores y obras, al tiempo que, por la otra, (2) tenemos a la abigarrada red de redes sociales y antisociales, con una lógica específica. Ambas corrientes se entreveran, apoyan y nutren mutuamente. La distinción de vertientes que se acaba de hacer es de carácter analítico; en los hechos, lo que opera es una indisoluble concatenación entre ambas.
La tradición artístico-literaria tiene sus momentos homeostáticos —de equilibrio relativo, siempre amenazado por tendencias disolventes y centrífugas— junto con momentos entrópicos —en los que prima la proclividad a la fragmentación, la tensión con incertidumbre, la colisión de voluntades y efectos de poder. Esa singular dialéctica puede estar en la raíz de las modernizaciones, postmodernidades y remodernizaciones, pero nada indica que éstos sean los procesos que deriven de la actual contestación a los cánones fosilizados como «tradición». No es un nuevo curso de la «tradición de la ruptura» que había columbrado Octavio Paz, en tiempos que ya se sienten remotos.
Hay indicios visibles de que la dinámica misma de la tradición pasa, ahora, por un trance muy difícil: una situación en la que prevalece el elemento entrópico, sin que su acción demoledora anuncie algo distinto a un declive o, cuando más, una renovación limitada y focal del último gran canon. La visión vanguardista de Paz comportaba la generación de expresiones alternativas, ante una idea de la tradición definida por la lealtad al dogma, a la doctrina, al canon formal del caso, a ciertos valores estéticos…
No basta con la pura negación para romper con los referentes tradicionales en juego; es necesario proponer en positivo opciones alternas, que a la postre redimensionan y remozan la tradición.
Hoy apreciamos indicios de una decadencia: una fractura en la herencia cultural y literaria por disolución, debilitamiento, degradación…
Está bastante claro: ya huele a naftalina la mayor parte de la nómina literaria modélica del siglo XX mexicano —sin necesidad de ir más lejos—: José Vasconcelos, Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Jorge Cuesta, Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer, Manuel Maples Arce, Carlos Fuentes, Agustín Yáñez y la casi totalidad de poetas y narradores que coparon el escenario canónico, en la centuria pasada, lucen hoy en día vencidos por el tiempo; en general, lejos del aprecio estético del receptor contemporáneo. Acaso José Gorostiza y Octavio Paz mantienen su residencia en el canon, por obra de los pocos jóvenes lectores que rebasan la media en educación artística.
Es probable que el nuevo envión decadente derivado de los hueros vanguardismos posmodernistas continúe, sin conciencia ni plan histórico, un proceso que ya habían puesto en evidencia maestros de la impugnación del orden artístico tardomoderno como Franz Mehring y Walter Benjamin, cuando, en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, pusieron en evidencia la erosión de la historiografía literaria y el declive de la crítica, en un entorno visiblemente enrarecido por una degradación de la experiencia estética (1).
Si las oleadas remodernizadoras de aquellas centurias terminaron de dar al traste, por ejemplo, con la épica y la mímesis artística, es probable que el mundo de la acción poética, que parece clausurar el estado de peste que nos agobia en el límite de las segunda y tercera décadas de la centuria en curso, facilite la instauración firme y hegemónica de los modos de producción y recepción artísticos que se vienen imponiendo a la vera de una hiperautomatización alienante de la expresión estética. De ese modo, son el arte y sus fundamentos humanos más vitales lo que parece que desaparecerá, a la vuelta de unos pocos lustros, para dar cauce libre e ilimitado a simples manifestaciones de egos sumidos en el onanismo mental y en simbólicas de pacotilla. A fin de cuentas: la educación en línea es a la educación lo que el arte por medio de dispositivos electrónicos es al arte. Desde luego, esta conclusión sólo tiene sentido si se asume a la educación como un complejo proceso de formación o moldeado ético-espiritual y práctico de seres humanos, a la vez que se conviene en llamar «arte» a la expresión humana genuina, que adquiere forma con apego a valores estéticos eminentes, por obra de una poíesis —una acción creadora— asimismo humana, es decir: que prescinde al máximo posible de mediaciones en sus nexos con la vida y el resto de la realidad. Por lo demás, el hecho de ignorar esos dos criterios es ya un signo claro de decadencia.
En los años veinte del siglo pasado, José Ortega y Gasset advertía —en un tono rayano en la denuncia— una supuesta «deshumanización del arte», porque las obras producidas por las vanguardias de su tiempo apostaban por un «arte puro», deslastrado de toda determinación vital y existencial. Es discutible que un programa estético así sea tan ajeno al humus animado que nos constituye, como consideraba el pensador español. A fin de cuentas, los audaces vanguardismos impugnados por Ortega se dedicaron a liberar al significante de sus vínculos con lo significado: una operación humana donde las haya: una verdadera prueba de la existencia del hombre, como diría el gran Luis Cardoza y Aragón.
Lo que parece menos dudoso es el frío, eficaz y profundo desplazamiento de lo humano por parte de dispositivos hiperautomáticos —«inteligentes», han dado en denominarlos, de manera oportunista, sus productores, promotores y vendedores—, tanto en el plano de la producción de bienes para la sobrevivencia como en el de los destinados a la satisfacción estética. La robotización del arte (?) es un fenómeno mucho más no-humano (2) y se diría que se revigoriza con intensidad paroxística, a consecuencia de las grandes alteraciones que viene imponiendo la covid-19 en el mundo-de-la-vida.
Pese a los daños directos y colaterales que la hipertecnificación, la corrección estético-política y la incultura ocasionen al despliegue de la voluntad creadora de la mayoría de quienes integran las nuevas generaciones poéticas (artísticas), ellos, los nuevos nombres, las nuevas obras, están ahí y tratan de franquear todo límite y obstáculo en su ruta rumbo al canon. ¿Obtendrán su pase a la tradición y la memoria, por medio de las instancias y los procesos de canonización habituales?
En los tiempos que corren, no parece que la efebía transgeneracional cuente para granjearse el pasaporte al Olimpo canónico, como suponía el Harold Bloom de La angustia (anxiety) de las influencias. Tampoco los dictámenes de la crítica profesional y académica ni el veredicto de una élite culta y exigente. Se diría, entonces, que estamos ante un fenómeno doble: (1) el desgaste de la tradición productora de tradición y (2) la paulatina surgencia de dispositivos y procesos novedosos de canonización.
La dinámica de la canonización artístico-literaria no sólo obedece a la acción de instancias colaterales al ámbito de la creación estética. También juega, en ese proceso, lo que hacen los propios artistas, en su afán de ser parte de la tradición, incluso cuando se enfrentan a ella, desde la raigal paradoja de que, para nadar contra la corriente, primero hay que estar en la corriente.
Miguel de Unamuno abre una ventana hacia luces potencialmente fecundas, cuando coloca esa pulsión autocanónica en el coto del ansia demasiado humana de inmortalidad. En palabras del conturbador filósofo, «nuestra lucha a brazo partido por la sobrevivencia del nombre [propio] se retrae al pasado, así como aspira a conquistar el porvenir: peleamos con los muertos, que son los que nos hacen sombra a los vivos» (3).
Esas palabras que Unamuno dio a la imprenta en 1913 parecen una anticipación, sin regusto amargo, de una de las aversiones que bullen en la corrección estético-política —sañudamente designada por Bloom como «escuela del resentimiento»— en boga durante los últimos lustros: la persistente posteridad de los muertos que llamamos «clásicos». El pensador se percata de que está ante un fenómeno dotado de la intensidad y profundidad de los sentimientos de base. De ahí que a continuación agregue: «Sentimos celos de los genios que fueron y cuyos nombres, como hitos de la historia, salvan las edades. El cielo de la fama no es muy grande y cuantos más en él entren menos toca a cada uno de ellos. Los grandes hombres del pasado nos roban lugar en él: lo que ellos ocupan en la memoria de las gentes nos lo quitarán a los que aspiramos a ocuparla. Y así nos revolvemos contra ellos y de aquí la agrura con que cuantos buscan en las letras nombradía juzgan a los que ya la alcanzaron y de ella gozan».
La ciudad alegórica sede del canon es paradojal: alberga a una nomenclatura de individuos cuya aspiración de fondo es la soledad, la ausencia de compañía, una no-sociedad. Las listas canónicas son mera yuxtaposición de nombres: huellas de individuos de nula sociabilidad y, por ende, ocupantes de un espacio compartido a desgano con otros que aspiran a los privilegios de la memoria. «Cuanto más solo», advierte, de nuevo, Unamuno, «más cerca de la inmortalidad aparencial, la del nombre, pues los nombres se menguan unos a otros». Pero también debe tenerse presente que sin la acción de instancias sociales de canonización nadie puede acceder a tan eminente coto.
En general, ahora, las élites no están para literaturas, no se interesan en las honduras del gran arte. Visto como estamento social, su verdadero reino está en el mundo del dinero y los negocios.
Ese sector carece de un proyecto cultural histórico como el forjado por la burguesía moderna, durante siglos de lucha política, audacia económica y elaboración ideológica. Los nuevos patricios de nuestro tiempo se dejan subyugar por la hipertecnificación de todo —incluida la industria cultural— y celebran la eficacia de los algoritmos en el reimpulso de la lógica del capital, que, en los tiempos del Mercado absoluto, también alcanza a obras con alguna dosis de espíritu.
Eso no obsta para que empiecen a registrarse reacciones de ciertos sectores de esa nueva oligarquía en contra de esas desmesuras. Para muestra, un botón: las investigaciones de la periodista norteamericana Nellie Bowles sobre los cambios de actitud, en el más elevado estrato social de su país, hacia la tecnología y su uso en la educación de sus hijos, así como sobre la estricta cautela con que los genios de Silicon Valley evitan el contacto de sus más tiernos vástagos con los artilugios que ellos inventan, al tiempo que el poderoso sistema de producción, mercadotecnia, distribución global y venta de los mismos extiende sus tentáculos hacia todas las esferas de nuestras existencias. Resulta, en verdad, asombroso que algo tan decadente como el jet-set contemporáneo haya descubierto que, al menos para su reproducción por medio de su descendencia, es preferible un mentor como Gorgias de Leontinos que las fulgurantes rutinas de intención pedagógica de los dispositivos 5g. Tal vez se trate de un fenómeno que derive en una nueva transvaloración estética, con efectos favorables en la producción artística por venir; pero, incluso en ese caso, puede tratarse también de la oportunidad de una rehabilitación del modelo de canon categórico defendido por Bloom y sus adeptos.
Como sea, es claro que estamos muy lejos de situaciones como las que padeció, por ejemplo, el joven Goethe, cuando las nuevas generaciones de poetas —es decir, artistas de toda índole— se topaban con la férrea resistencia del segmento más cultivado de la élite prusiana del siglo XVIII, a la hora de hacer méritos para obtener el pase al canon. Con todo, era el indicio de los poderes de una especie de aristocracia de la cultura —sólo en parte coincidente con la social— que encarnaba unos exigentes valores estéticos y los hacía valer, con miras a la continuidad y al mejor despliegue de una tradición. Un agente cultural de esas características decidía la suerte del canon artístico desde «arriba».
Todo eso podía resultar intimidante, coactivo, para las nuevas generaciones de poetas de lo que serían el Sturm und Drang y el romanticismo alemán. Pero —de cara a los fines axiológicos y estéticos generales de la cultura alemana— podría ser más temible la presión canonizadora negativa de los grandes estratos sociales sumidos en la ignorancia y la incultura. Se le debe al propio Goethe un símil otrora descorazonador —hoy, quién sabe— a este respecto: lo que pasa con las nuevas grandes obras que aparecen en contextos de precariedad cultural es parecido a lo que sucede cuando un barco en movimiento va desplazando masas de agua: éstas inmediatamente vuelven a su lugar y todo queda como estaba en la superficie surcada. El punto es que, en estos tiempos, las aguas del arte están estancadas e infectadas de mediocridad y estupidez y, con las abultadas flotas de botecitos que navegan en ellas —en desmedro de las escasas embarcaciones movidas por un potente estro artístico—, toda esa masa líquida ni siquiera parece afectarse: no hay diferencia entre lo que parecen surcar en la proa y las tenues estelas que dejan tras la popa.
La tarea de forjar un canon reticular —ajeno al canon autoritario a lo Bloom—, desde la autonomía estética, y un compromiso insobornable con los más exigentes valores artísticos, requiere un esfuerzo casi ascético, que a lo sumo fructificará en luminarias sumidas en la soledad y en la marginalidad; es decir: en algo que tendrá una exigua significación social, al menos mientras el péndulo de la cultura permanezca en este lado-momento de decadencia.
Un escrutinio justo —y, por fuerza, severo— del actual estado general de nuestras sociedades y culturas resultaría en un informe, a un tiempo, monumental y trágico. Por el momento, no existe una obra de esas características, lo que justifica que nos conformemos con concentrar la atención en algunos indicios.
Por ejemplo, el hecho de que el país más poderoso del planeta esté presidido por un barbaján absoluto como Donald Trump es un signo inequívoco del declive estructural de la política estadounidense. Pero hay datos que refuerzan ese indicio patente: definitivamente, no hemos visto nada: una frivolidad de pantalla y relumbrón, como Paris Hilton, anuncia su candidatura a la presidencia de la nación de Lincoln y Emerson, con el honorable lema Make America Hot Again. La misma ambición ha externado el rapero afroamericano Kanye West, con el plan de instaurar en Estados Unidos el «modelo político» Wakanda, nombre del reino en el que reside el superhéroe afro Pantera Negra; todo ello, una invención ficcional de Marvel Studios —empresa vinculada a Walt Disney Studios Motion Pictures— en la versión elaborada para la película Avengers: Endgame, estrenada en 2019 (4). No es difícil estimar el efecto «culturicida» —con perdón por tan fea palabra— y antieducativo de largas décadas de atentados impunes y libres de todo límite, contra el buen gusto, la formación humanista, la razón, el sentido artístico y otros valores esenciales, perpetrados por los medios de comunicación masiva, la mercadotecnia, la industria pseudocultural, las redes y demás instancias afines, bajo la égida de una atmósfera ideológica que —para colmo— un político crepuscular, mediocre y declinante como Joe Biden ni siquiera se plantearía revertir, en caso de que sorteara con éxito todos los obstáculos que se le interponen en su ruta a la Casa Blanca.
Hasta ahora, en general, las comunidades y las sensibilidades afectadas por el estado de cosas que aflora tras síntomas como los que se acaban de considerar han cometido estos dos errores: (1) pensar que se trata de fenómenos ajenos a las dimensiones esenciales del mundo-de-la-vida y (2) privarse de actuar en sentido contrario, pese a estar conscientes de la gravedad de tanta decadencia.
Se equivoca quien piense que las escasas muestras extraídas de la política-farándula estadounidense nada tienen que ver con la suerte actual del arte en nuestro orden de vida globalizado.
La compleja decadencia en curso no será óbice para las ambiciones de reconocimiento canónico de quienes la encarnan y más fomentan su dinámica degradante. Por su parte, las instancias y dispositivos de canonización seguirán cumpliendo sus funciones, sometidos a la envilecida axiología estética dominante. El Mercado absoluto (operado en los hechos por las grandes editoriales, las galerías y museos más poderosos, las cadenas y franquicias de librerías, los sistemas de comercialización cultural en línea, las operadoras transnacionales de cine y teatro…), junto con los medios de comunicación masiva y las redes, garantizan la circulación de bazofia con doble efecto: pingües negocios y marginación de toda obra antañona o contemporánea con verdadero valor poético.
Hoy en día, la palabra éxito sólo se maneja e interpreta en clave prostibularia: mucha venta, mucho negocio, mucho dinero y mucha masa humana implicada en ese chalaneo: el simulacro de un triunfo en el despliegue de una crítica alcahueta y en el plano de una acogida sin rigor ni exigencia. Parece el «eterno» esquema de la gloria, sólo que en realidad se trata de victorias postizas y efímeras. Así es como el éxito puede operar como máximo valor cultural del momento.
Y, sin embargo, el canon se mueve, por lo que conviene fijarse al menos en algunos de los procederes que efectúan esa dinámica.
En la fachada del Casón del Buen Retiro, en Madrid, aparece grabado en piedra un célebre apotegma de Eugenio d’Ors: «Todo lo que no es tradición es plagio». No es fácil dialogar con un «intelectual» orgánico del franquismo como D’Ors, pero, aunque sea con la mano en la nariz, es justo reconocer la categoría de su obra literaria y, con ello, las potencialidades del pensamiento que se acaba de transcribir. Cabe entenderlo como el registro de una disyunción: (1) en el plano de las expresiones culturales, todo lo digno es tradición y (2) quien no asuma esa opción está condenado a malcopiar —mal, tanto en el orden moral como en el estético— lo que aquélla atesora.
Parece ser que el aforismo dorsiano venía de haber estado expuesto en superficies menos sólidas, pues cuenta una leyenda bastante difundida que, en su emplazamiento anterior, con el paso de los años, había perdido algunas de sus letras, hasta decir «lo que es adición es agio». Como si el tiempo hubiese intervenido en un diálogo figurable y para poner las cosas «en su lugar». En mi opinión, esta deriva de la frase original, tras forzar bastante a la imaginación, refiere un tema más bien moral, aunque puede vérsele su «vuelta» estética: todo aquello que se suma a la historia canónica del arte se debe a actos deshonestos, retorcidos, tramposos, de enriquecimiento a costa del desmedro artístico de alguien.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, agio y agiotaje significan: «Especulación abusiva hecha sobre seguro, con perjuicio de tercero». A su vez, en su sentido no-filosófico ni espiritual, por especular se entiende «Comerciar, traficar» (acepción 4) y «Procurar provecho o ganancia fuera del tráfico mercantil» (acepción 5).
Agio y adición / adición y agio: ésa es la cuestión. Acaso la frase de D’Ors intervenida por el tiempo induce a una poco grata pero realista conclusión: en tiempos de declive cultural, como el presente, tradición es adición —suma, integración, incorporación, cuando menos, yuxtaposición de autores y títulos— resultante de la generación de obras con supuesta intención estética, a base de relaciones non sanctæ con un legado artístico intrahistórico y con una cabal axiología. En eso estriban, justamente, los reiterados descubrimientos de hilos negros, las poses de quienes se han convencido de que parten de cero, de que carecen de antepasados —eso sí: sin renunciar a maniobras miméticas, casi siempre, burdas—, los saqueos en las expresiones más prestigiosas de lo poco de pasado que logran asimilar, los trueques de gato por liebre, la obtención de réditos «especulativos» a costa de creatividades ajenas en el cielo glamuroso del éxito, en definitiva, la canibalidad desplegada en el campo general y variopinto de la poíesis, la creación.
Básicamente, eso es lo que hay, eso es lo que se mueve en la dinámica de los procesos de canonización en curso y ahí es donde parece que está la semilla del futuro de la tradición artística. Por el momento, se antoja difícil en grado sumo una reversión en esa tendencia. Máxime si, últimamente, asistimos a la rendición de los/las ilustrados/as (intelectuales y espirituales) ante el Mercado y el Algoritmo, así como a su consiguiente retirada de los teatros de operaciones virtuales en los medios y las redes, al tiempo que no oteamos en el horizonte social y cultural un nuevo avatar del Espíritu, que anuncie un orden civilizatorio distinto al que nos cobija ahora. Se echan de menos las inteligencias libres, decididamente «intempestivas» (unzeitgemässe) y esperar la llegada de alguien como el Zaratustra de Nietzsche suena a expectativa de locos, cuando quienes imperan son los semiilustrados, los pseudoilustrados y los infrailustrados.
A fin de cuentas y bien visto, nada para echarse a llorar. Después de todo, nuestro verdadero futuro es el olvido y —algo es algo— el canon apenas viene a ser un purgatorio de primera, en la derrota hacia ese estado de perfección
Ciudad de México, julio de 2020
(1) Cf., a este respecto, Michael Opitz y Erdmut Wizisla (eds.), Conceptos de Walter Benjamin, ed. al cuidado de María Belforte y Miguel Vedda, Las Cuarenta, Buenos Aires, 2014, pp. 528 y ss.
(2) Sería impropio tildarlo de plenamente in-humano, porque ha sido programado y ejecutado por seres humanos, con la intención de satisfacer necesidades y expectativas humanas.
(3) Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, Espasa-Calpe, Madrid, 1976, p. 66. Las demás citas unamunianas proceden del mismo lugar.
(4) Poco después de la composición de estas líneas, West decidió retirarse de la contienda presidencial. Esa decisión no contraviene el sentido esencial de lo que aquí se expone: los signos de la decadencia del orden de la vida en Estados Unidos.