(Guadalajara, 1982). Es profesora de la Preparatoria Regional de Tonalá Norte. Su cuento fue uno de los dos premiados en la categoría Luvinaria.
«Papá ha muerto», me dijo una voz desolada al otro lado de la línea telefónica. Me quedé perpleja, sin saber qué decir; el pesado costal que toda mi vida había ido llenando con piedras de odio se esfumó de repente, como si lo hubiera soltado; no supe a dónde se fue. Inesperadamente, lo que sumé día tras día —a lo largo de muchos años— dejó de tener sentido y no supe qué hacer con el resultado. Quizá toda esa podredumbre corrió a alojarse en alguno de mis órganos, en el hígado, por ejemplo, y en unos cuantos años más mi cuerpo me lo hará saber.
Era obvio que no me dolía. Nunca lo quise, jamás lo vi como a un padre, pero lo sorpresivo del hecho dejaba atónito a cualquiera, incluso a mí, que no suelo pensar en cuestiones de muerte. Más allá del dolor que pudo causar su deceso en otros miembros de mi familia, estaba mi asombro, pues días atrás había tenido un encuentro con él y no fui ni siquiera atenta; lo rehuí a cada instante, como si estuviera infestado de un mal terrible que transfería hasta en su sombra. Pese a que él se esmeraba en resultar agradable y procuraba nuestra proximidad, siempre creí que no merecía mi afecto, ni siquiera un poco. Al irse, se convirtió en mi enemigo, me dio por ser juez y verdugo, sin soltar en ningún momento ese arbitrario papel.
Mi madre fue una mujer fuerte, astuta, de carácter orgulloso y con una férrea convicción por sacar adelante a sus siete hijos, aunque fuera sola. Desde que tengo memoria, él ya no estaba y a ella siempre la vi trabajando, yendo de un lado a otro, trayendo el sustento diario, buscando oportunidades hasta en los sitios más imprevistos. Frecuentemente hacía milagros, ahora lo sé.
Ella y mi padre se conocieron en el trabajo y hasta ahora no me explico qué le vio. Él no era atractivo ni poseía el encanto que caracteriza a los hombres interesantes, educados, mucho menos plata. Su locuacidad fue el primer anzuelo, aunque la lujuria fue la que los unió; no encuentro alguna otra razón. Después de analizar la cuantiosa cantidad de hijos, bastardos, esposas y concubinas que tuvo a lo largo de su vida, concluyo que la principal gracia de mi padre siempre fue lo lascivo: su carencia de atractivo la suplía con desmedidas jornadas amatorias y jubilosos encuentros. Al menos eso arrojaban las evidencias.
Su muerte fue inmediata, según me enteré después. Lo más irónico es que pereció solo, sin nadie que lo auxiliara, sin despedirse de alguien ni poder externar su última voluntad. Cayó fulminado en un instante por un ataque al corazón mientras caminaba por la calle. Yo siempre creí que fallecería por una enfermedad venérea, o asesinado por algún lío de faldas.
Después de borrada la perplejidad en la que me hundió la noticia y de sólo atinar a decir «Gracias por avisar», colgué el teléfono y con las manos temblorosas me dirigí a la cocina intentando erradicar esa sensación extraña que no entendía por qué me abrazaba, oprimiéndome hasta lo más profundo. Recordé el día anterior en que estuvimos juntos y me porté tan mal; comencé a increparme por que nada me hubiera costado ser amable, al igual que con cualquier otra persona, por educación. Por suerte, la desazón no duró mucho y los temblores se disiparon; a fin de cuentas, nunca lo quise, fue mi argumento decisivo.
Al caer la noche, fui a la cama y me dispuse a dormir. Pasadas unas cuantas horas, mi padre se me apareció en sueños, irrumpió sin permiso y comenzó a hablarme. Esta vez no opuse resistencia, había bajado la guardia, me deshice del costal de hostilidades desde temprano, al recibir la noticia de su fallecimiento, así que me mostré atenta. Lo miré absorta, increíblemente la muerte le había sentado muy bien: matizó sus facciones, aderezó su voz y se conducía con gracia.
Después de un extraño saludo, me platicó que se encontraba fantástico, que no sufría más y ya era feliz —al fin sin remordimientos—. Como si a mí me importara o no hubiera podido conciliar el sueño por eso; pero lo dejé hablar. Dijo también que los placeres fueron su yugo y la lascivia su perdición, pero que en su actuar llevó la condena: siempre se arrepintió de habernos abandonado, lo dejó claro reiteradas veces, pero a mitad del camino, cuando quiso volver atrás, ya era muy tarde; por vergüenza, no pudo y la vida ya no se lo permitió. Así continuó, confesándose varias horas conmigo, sin dejar de fumar.
Admitió que en vida fue un esclavo del deseo, era inevitable dejarse envolver por la pasión, le encantaba la voluptuosidad y sus apetitos no encontraban dique, fundirse en otros seres era su manera de comprender el cosmos. Mientras más cuerpos fueran, más lejos llegaba su conocimiento en torno a los misterios del universo, era magia y él necesitaba del embeleso constante que le prodigaban esos enlaces vitales. Más allá de las caricias, de las socorridas detonaciones sensuales, no había nada que anhelar.
—La piel es increíble —agregó—, después de que la mimas, te gobierna. Por más que intentes soterrarla, se rebela, hasta hacerte caer nuevamente en la vorágine de la sensualidad, de la sedición hedonista.
Extrañamente, estuve de acuerdo con él y pude comprender un poco su manera de actuar, por fin nos ligaba la concordia. Un rato después, no supe en qué momento, me pasa el brazo por los hombros y me ofrece uno de sus cigarrillos, nos sentamos a fumar en silencio, mirando ambos hacia la distancia, en direcciones distintas.[1]
Desperté de improviso, aún tenía el sabor a tabaco y una sensación amarga en mi boca; podía sentir el calor y el peso de su brazo en mi hombro, además de un lúgubre mensaje que retumbaba y daba vueltas en mi cabeza: «No quise abandonarte, no pude regresar, ya no me fue posible. Fui un cautivo de la lujuria; lo sabrás cuando mi herencia comience a revelarse en ti». Azorada, di un salto de la cama, miré a mi nuevo amante, que aún yacía desnudo, seductor. Sin esbozar palabras, tomé mis ropas, me vestí apresuradamente y salí corriendo a buscar a mi esposo, a quien de nueva cuenta había dejado al cuidado de los niños.
[1] Fragmento del cuento «El manuscrito de Sabas», de Juan Fernando Merino, publicado en Luvina 98 (primavera de 2020).