Era una noche helada. Una y otra vez, el viento gélido nos punzaba las orejas. A pesar de que usábamos suéter, estábamos temblando. Nos sentamos en la sala, después de cerrar ajustadamente las puertas y ventanas.
Hay muy pocos programas de tele que nos gusten a los dos. En un canal, había un concurso de cantantes aficionados. Todos los chicos eran buenísimos. Nos había absorbido tanto que olvidamos incluso cenar.
De pronto, el timbre de la puerta nos sobresaltó. ¿Quién podía ser, tan avanzada la noche? Nos miramos uno al otro, sorprendidos y también, preguntándonos tácitamente quién se levantaría para abrir la puerta. A esa hora, la reja de la calle debía estar cerrada con llave, no había forma de que un extraño hubiera entrado, así que seguramente era un vecino de los pisos de arriba. Asumiendo esto, abrí la puerta… la reja estaba abierta.
Un hombre de mediana edad, un niño (que parecía ser su hijo) y un anciano estaban al otro lado del umbral.
—¿Me recuerdas, Raoji? Fuiste a nuestra casa una vez —dijo el primer hombre.
Cuando dijo que había ido a su casa, ¿cómo iba a responderle «no lo recuerdo»? Después de ver mi cara inexpresiva, empezó a dar detalles, esperando que ayudaran en algo:
—Tu amigo Sridharji, que vive en nuestra calle, te llevó a mi casa. El lugar te gustó mucho. Ahora que veo tu hogar, me doy cuenta de por qué querías que tu esposa viera el nuestro. También yo debería traer a mi esposa a que viera tu casa. Las dos parecen interesadas en el diseño de interiores, un gran pasatiempo. Con ustedes dos iba alguien más, no recuerdo su nombre. Escribía poemas en francés y los llevó con él, porque supo que mi esposa es experta en ese idioma.
Mientras él buscaba qué más decir, lo recordé:
—¡Ah, eres Suriji! ¡Disculpa que no te haya reconocido de inmediato! Hace tanto que visité tu casa. Como fue esa vez solamente, lo había olvidado. Por favor, no vayas a tomarlo a mal. ¿Qué les trae aquí, a esta hora de la noche?
La cara de mi esposa se había iluminado cuando lo escuchó mencionar el diseño de interiores.
—Déjalos entrar. Los detuviste en la puerta —dijo ella—. Vengan, pasen… afuera hace frío y hay mosquitos.— Los llevó hacia dentro y cerró la puerta.
Cuando ya todos estábamos sentados, Suriji dijo:
—Traje a mi hijo para que nos acompañara… necesitaba venir a tu casa para hablar de este hombre.
—Continúa… ¿quién es él? —pregunté, mirando al viejo.
—Para allá voy… según recuerdo, me dijiste que trabajabas en una empresa de software.
—Seguro, pero hace casi cuatro años que me retiré… Dime, ¿cuál es el problema?
—Nada grave. Tampoco sé quién sea este anciano. Llegó a nuestra casa hace una hora y tocó a la puerta. Cuando le preguntamos a quién buscaba, sólo repetía: «Nuestra casa, ésta es nuestra casa». Le dijimos que no lo era y me puse a indagar dónde vivía y demás… Todo lo que encontré fue que salió de su casa para comprar medicinas y no pudo encontrar el camino de vuelta. Iba de casa en casa. ¡Cuántas puertas debe de haber tocado, cuánto tiempo llevaba haciéndolo! Qué triste. Su hijo trabaja en la Satyam Company, donde tiene un puesto de alto nivel y se llama Ramabrahmam. Es todo lo que ha sido capaz de recordar. Lo traje aquí, pensando que tal vez podrías conocer a Ramabrahmam. O, aunque no lo conozcas, puede que conozcas a alguien que trabaje en Satyam y viva cerca de aquí.
Lo entendimos. Durante unos momentos, mi esposa y yo fuimos incapaces de decir algo. Nos asombró que Suriji se hubiera tomado tantas molestias para ayudar al anciano que había perdido el rumbo.
—Estuvimos deambulando en mi coche por todas las calles que él iba mencionando, sin ningún resultado. No sabíamos qué más hacer. Como último recurso, llegamos aquí. Si podemos, de alguna forma, lograr que regrese a su casa, habrá valido la pena.
Escuchaba a Suriji mientras, de tanto en tanto, miraba de reojo la tele. Eso le molestó a mi esposa y fue a apagarla.
—Los empleados de Satyam que conozco no viven cerca de aquí —apenas había terminado de decirlo y empezaba a pensar en otra forma de solucionarlo, cuando mi esposa me recordó que el hijo mayor de su hermano, Raju, había trabajado ahí mucho tiempo.
Cuando encontramos el número de Raju y le hablamos, una grabación nos avisó que su teléfono estaba apagado.
Día con día, la ciudad ha cambiado hasta volverse irreconocible, incluso para alguien tan familiarizado con ella, como yo. Si ese anciano había pasado un tiempo fuera y acababa de regresar, no era extraño que ahora se hubiera perdido.
—Hagamos esto, Suriji: tratemos de averiguar más información sobre su hijo —luego, me volví hacia el hombre y le pregunté—: ¿Dónde vivía antes?
Nos dijo el nombre de una calle en Visakhapatnam, junto el número del domicilio. Respiramos, aliviados. Ante mi pregunta de quién vivía ahí actualmente, la respuesta fue que nadie. Me sentí desanimado.
Después de unos minutos, le pedí que me dijera todos los sitios en los que había trabajado, a lo que me dio una larga y detallada respuesta, con fluidez y sin pausas: unos años en el ejército, unos cuantos más en el ferrocarril y después un tiempo en organizaciones no gubernamentales.
Sin saber por dónde seguir, se nos ocurrió que tal vez pudiera darnos el nombre de amigos suyos o parientes, cercanos o lejanos. Nos mencionó a varios, pero no podía recordar sus teléfonos. Entre los nombres, había incluido el de un hombre, ya mayor, al que resultó que conocíamos.
Después de unas cuantas llamadas, logré por fin conseguir su número. Cuando me respondió la llamada, lo puse al corriente de la situación. Irritado, me dijo:
—¡No tengo idea de quién sea el anciano que está en tu casa! ¡Me arruinaste el sueño! —y colgó con fuerza el auricular.
Mientras seguíamos con nuestros esfuerzos desesperados, mi esposa empezó a preguntarnos, uno por uno:
—Puede que no todos ustedes hayan cenado aún. Tomen un té, al menos. Y para ti, ¿té o café?
Padre e hijo respondieron que nada, de momento. El anciano no contestó. Mi esposa le dijo:
—Debería cenar. ¡Quién sabe cuánto tiempo lleve sin comer algo! Ha estado dando vueltas por ahí en este frío, sin un suéter.
—¡Ah, no! Para nada, voy a mi casa y ahí voy a cenar. Me estarán esperando con la cena. Sólo le voy a pedir algo: un vaso de leche tibia, con poca azúcar —dijo el hombre.
A mi esposa le encantó escucharlo y trajo la leche en menos de cinco minutos. El viejo la bebió, saboreándola. Empezaban a llegar las llamadas de casa de Suriji:
—No te preocupes, aquí está mi hijo. Vamos a encontrar a la familia de este hombre y nos regresamos a la casa. Si tienes sueño, vete a dormir. No te quedes esperando y preocupándote —dijo, con una voz suave.
Pensamos en llevarlo a la estación de policía, pero al final desistimos, porque no creímos que fueran a tomar el asunto con la seriedad necesaria. El tiempo seguía pasando y empezábamos a perder la calma.
En medio de la agitación, nos sorprendió notar que el viejo no parecía alterado, ni mucho menos. Nos estábamos desviviendo por identificarlo, pero él permanecía sentado, con una sonrisa imborrable, como si todo aquello no tuviera nada que ver con él.
De pronto, Suriji recordó que, poco antes, había conocido a un policía y propuso llamarlo.
—Veamos qué pasa. Si es un buen hombre, al menos podrá aconsejarnos qué más hacer.
Respondió. Estaba de vacaciones. Nos pidió que dejáramos pasar unos minutos y luego habláramos a un número que nos dio. En ese rato, él hablaría con alguien que nos ayudaría. Nos aseguró que no había problema y recuperamos la tranquilidad.
Tal como nos lo había pedido, esperamos un cuarto de hora e hicimos la llamada. Lo que nos anunciaron nos llenó de júbilo: el hijo del viejo ya había contactado a la policía. Nos indicaron que nos quedáramos ahí y en poco tiempo llegarían a donde estábamos.
Decidimos que el hijo recibiría un buen reclamo nuestro, tan pronto lo viéramos.
Una camioneta de la policía, y detrás suyo un coche particular, se detuvieron en nuestra puerta, después de seguir las indicaciones que les habíamos dado.
Un hombre joven salió del coche y le ofreció ayuda a una mujer mayor para bajar.
Apenas vio al viejo, la mujer rompió a sollozar, pero no hubo reacción por parte de él. Parecía un niñito extraviado que era incapaz de hablar.
Después de que terminaron el papeleo y se aseguraron de que el viejo era familiar de los querellantes, los policías se retiraron.
La angustia que habían sufrido la mujer y su hijo estaba dibujada con toda claridad en sus rostros.
—No sabemos cómo expresar nuestra gratitud a todos ustedes. No podríamos agradecerles lo suficiente los esfuerzos que hicieron para que llegara a casa a salvo, a esta hora de la noche, con este frío. Él ha sido muy afortunado de haber llegado a las manos de personas como ustedes —dijo su hijo, con los ojos húmedos, mientras sostenía mis manos.
—Tu agradecimiento debería ser para Suriji. Él es quien se puso a buscar tu casa diligentemente, sin perder la paciencia. Como sea, no podemos entender cómo es que dejaron a una persona de su edad salir sola. Lo menos que podrían haber hecho era asegurarse de que llevara en su bolsillo un papel con su domicilio y su teléfono —dije, un poco malhumorado.
—Pero, querido, ¿por qué íbamos a dejarlo solo así? —gimió la mujer—. Incluso mientras lo estamos cuidando, como los párpados protegen al ojo, nos asombra la forma en que se esfuma. Tengo fuertes dolores en las rodillas y no puedo caminar mucho. Este chico se va a la oficina por la mañana y nunca sabe a qué hora de la noche podrá volver. Y la oficina no está cerca de nuestra casa, por cierto. Todos los días, llega a casa fatigado. Y aun cuando está en la oficina, su mente está completamente enfocada en nosotros. Siempre que puede, nos llama para averiguar, directamente de nuestra voz, si tenemos algún problema. Y sus preguntas sólo logran irritar a este hombre. ¿Qué podemos hacer? Lo que es peor, hace todo esto y luego no lo recuerda. A pesar de tantas medicinas, no hay mejora. Por más que tomemos precauciones, nos mete en un problema o en otro. Como lo dices, todos los días ponemos en su bolsillo papeles con nuestros datos. Él los desgarra y los echa al bote de la basura. Si trato de llamar a mi hijo, pocas veces lo encuentro: juntas, seminarios, clientes… siempre una cosa o la otra, como él dice. Cuando le pedimos que deje de tomarse tantas molestias por nuestra culpa, que se busque una esposa y nos lleve a un asilo, nos para en seco: «No hables de eso», y frunce el ceño. ¿Qué nos sugieren hacer? No hay descanso, ni siquiera a nuestra edad —su voz empezó a quebrarse por el llanto y se detuvo. No podía hablar más.
—Mamá, para ya, te lo pido. ¡Mira a mi papá, qué sereno está! Si no lo encontramos, todo mal; si lo encontramos, todo mal. Señores, de nuevo, nuestro sincero agradecimiento a todos. He tratado de encontrar a alguien confiable que pueda cuidar a mi padre. También he consultado a especialistas para saber si es viable colocar un transmisor en su cuerpo, para que podamos rastrearlo —siguió diciendo, y al mismo tiempo, trataba de consolar a su madre.
¡Quién habría podido decir algo, luego de conocer el otro lado de la historia! Sentimos orgullo de ver a un hijo que, en esta época, se preocupa tanto por sus padres y les dedica tantos cuidados.
Al notar los ojos adormilados de su hijo, Suriji nos avisó:
—Bien, creo que ya nos vamos.
Todos nos despedimos de él llenos de agradecimiento. Más que alegría, la cara de Suriji irradiaba una tranquilidad absoluta. Cuando iba de salida, le dijo al anciano:
—Por favor, cuida tu salud.
Hablamos unos minutos, de cualquier cosa, con la familia, nos despedimos del viejo y volvimos a la sala.
Nos sentíamos satisfechos de saber que nuestra casa había sido el escenario de una buena acción. Ni siquiera habíamos notado el frío o los mosquitos durante el tiempo que duró.
Mi esposa dijo, vacilante:
—Si no te molesta, quisiera hablarte de algo.
—¿De qué se trata? —le respondí.
—Sólo si no te molesta —repitió ella.
—Puedes decirme lo que quieras —me había irritado un poco—. ¿A qué viene todo esto?
—No es nada. Tu mamá también acostumbraba salir a pasear por la calle. Arrancaba flores de casas, para robarlas, desde el otro lado de las rejas que protegían los jardines. Todos ustedes salían a buscarla, hasta que daban con ella, y la traían de regreso… ¿te acuerdas?
—Sí, sí… a veces, la encontrábamos con rasguños en los hombros, por las espinas. Por eso le decíamos: «Mamá, ¿para qué quieres todas esas flores? Hay flores en la casa. Y si no hubiera, podríamos ir a comprarlas». Pero ella soltaba una risa extraña, como diciendo: «Vete de aquí, zoquete». Hasta hoy, cuando veo a cualquier persona anciana recogiendo flores, recuerdo a mamá —dije, ensimismado.
No contestó nada, como si no quisiera seguir con el tema. Pero pude ver en sus ojos el miedo a que, con los años, yo también llegara a ser como el viejo que nos visitó .
Traducción de Atahualpa Espinosa, a partir
de la traducción del telugu al inglés de D.S. Rao.