(Lima, 1990). El amor es un perro que ruge desde los abismos es su primera novela (Planeta, 2021).
Una de las primeras cosas que hizo el escritor peruano Abraham Valdelomar tras su regreso de Europa en 1914 fue visitar un manicomio o —como él prefería llamarlo— un «templo de la razón burguesa». Allí, el autor de La ciudad muerta se acercó a los internos y pasó toda la tarde departiendo y entremezclándose con ellos. Según su propio testimonio, recibió de los locos «llantos y sonrisas, gritos y silencios» y su «corazón les dio un beso fraternal».
Para quien entonces ya conociera a Valdelomar, estos gestos paternales que tenía hacia los enfermos no eran un comportamiento inaudito, ya que siempre le gustó jactarse de su atracción por aquellas «almas anormales». Algunos estudios académicos han señalado que su pasión por la locura «pasaba por el filtro de la psiquiatría» gracias a la influencia que tuvo de su amigo Hermilio Valdizán. De ahí que la locura para Valdelomar no fuera un sinónimo de enfermedad, sino más bien un antónimo de ésta, un estado totalmente diferente al padecimiento de la mente.
En 1920, luego de su repentina muerte en Ayacucho, apareció en el diario La Prensa un artículo suyo titulado «Locos y cuerdos», en donde esboza una crítica feroz a la sociedad moderna, pues señala que para ella «el tipo ideal es el burgués tranquilo y manejable» y no el «individuo agitado y nervioso» que mira al mundo desde otra perspectiva y «se rebela contra sus leyes». Para ese modelo de sociedad, advierte Valdelomar, los tipos «intranquilos» o «anormales» como Nietzsche, Baudelaire, Rimbaud o Maupassant quedan excluidos y son tildados de «locos».
¿Pero qué era exactamente un loco para Abraham Valdelomar? Al parecer, un loco era simplemente un individuo que tenía una lógica distinta a la nuestra, es decir, a los posibles cuerdos. «Entre un loco y un cuerdo», decía, «no existe inferioridad de pensamiento. Cada loco puede tener su propia lógica, además, siempre es más subjetivo que un cuerdo. Posee una gran facultad de introspección, todo lo reduce a su “yo” y vive más que nosotros en leyes naturales; para él no hay convencionalismo social, político ni religioso. Hace lo que desea, es un hombre supremamente libre».
En estas líneas póstumas, Valdelomar se camufla entre su definición como un loco «libre» y como un genio con «gran facultad de introspección» ajeno a los convencionalismos de su época. Un loco, sí. Y también un genio. Pues para el autor de El caballero Carmelo la locura era un equivalente a la genialidad, una hipótesis sostenida en antecedentes que despertaron en él la envidia y la admiración. Pensaba, quizá, en la bipolaridad de Van Gogh y Schumann; en la esquizofrenia de Hölderlin y Mark Twain; en los signos maniacos de sus amados Edgar Allan Poe, Nietzsche y Goya; en la psicopatía de Villon, Caravaggio o De Quincey.
La idea romántica de que el genio es un loco por antonomasia acompañó a Valdelomar durante toda su existencia. Tal vez por eso aquellos happenings en los cementerios o aquellas provocaciones escandalosas en plazas públicas, o esas licencias paternalistas que se daba con los internos de los manicomios, significaron para él un grito desesperado para formar parte del mundo de los locos egregios, mundo al que, por lo demás, ya pertenecía desde hacía tiempo aunque nadie pareciese darse cuenta. Ni siquiera él mismo.
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Si existe algún narrador peruano que se acerque a las características de un genio, ése es precisamente Abraham Valdelomar. A diferencia de la poesía, la narrativa peruana carece de eso que Harold Bloom conoce como «genio literario»; o sea, «alguien que no necesita ser leído en el contexto de su época, pues el genio es quien contextualiza y traspasa su época». Amparados bajo esta definición, podríamos decir que en el plano poético peruano sobran los genios. Pensemos rápidamente sólo en tres de ellos: César Vallejo, Martín Adán o José María Eguren, poetas que quebraron las barreras del tiempo y trascendieron no sólo su época, sino también las fronteras geo- gráficas, lingüísticas y culturales de cualquier periodo histórico. Por otro lado, si pensamos en narradores peruanos, la lista de «genios» se minimiza y anula. Pues, en efecto, estamos desprovistos de aquel «genio literario» del que habla Bloom. Y sin embargo, existen grandes autores, como Mario Vargas Llosa, José María Arguedas, Miguel Gutiérrez, Ciro Alegría y Julio Ramón Ribeyro, los cuales resplandecen junto a un largo catálogo de escritores que han pautado y fortalecido la tradición narrativa del Perú.
Pero por más grandes que sean estos autores, ni uno alcanza aquella precocidad, versatilidad o genio visionario que tuvo Abraham Valdelomar como narrador. Pese a la imperfección de muchos de sus textos, Valdelomar incorpora en la narrativa peruana una frescura y un modo diferente de vislumbrar y hacer literatura en los albores del siglo xx. El ensayista Ricardo Silva-Santisteban ha dicho que el autor de «El beso de Evans» es «el verdadero creador del cuento peruano», y, por supuesto, no se equivoca. Pero también podría agregarse que Valdelomar es el pionero en imponer una preocupación formal en lo concerniente a la estructura narrativa de la novela peruana, además de ser uno de los primeros —si no el primero— en sondear una ficción distópica en América Latina. Pero lo curioso y paradójico de todo esto es que precisamente sus textos más innovadores y vanguardistas son sus textos menos logrados. Basta leer las dos novelas y el puñado de relatos experimentales de Valdelomar para darnos cuenta de su inocencia narrativa, de su estilo que se mueve entre el efectismo esteticista o de su urdimbre inconclusa en la diégesis y el constructo estructural. En este contexto, vale la pena preguntarse si los desaciertos narrativos pertenecen también al universo del «genio literario». ¿Acaso esa condición de promesa incumplida en las ficciones será propiedad de lo que se conoce como genio? ¿Acaso los dislates creativos pueden ser también genialidades que canonicen a su autor? Al menos en casos como el de Valdelomar o de Scott Fitzgerald, las respuestas parecen ser positivas. En ambos encontramos al genio en sus fracasos y errores. Curioso, la virtud que los acerca más a la genialidad no son sus aciertos literarios, sino más bien sus yerros y su universo inacabado en las ficciones.
Ahora bien, si la obra narrativa de Valdelomar es inconclusa, sufre de esfericidad y de limitación, ¿qué la hace tan importante para acercar a su creador al nivel de «genio literario»? ¿Cuál es elemento añadido de esta obra que, con sus deslices, alcanza ribetes geniales? ¿Dónde se encuentra el valor de esas formidables fallas para hacer de Valdelomar el narrador más interesante de la tradición literaria peruana? Las respuestas, al igual que las preguntas, pueden ser puras paradojas.
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Valdelomar incursiona en la narrativa, al menos de manera pública, con dos novelas cortas aparecidas en 1911. La primera, La ciudad muerta, y la segunda, La ciudad de los tísicos. Libros fallidos por la vaguedad de su trama, por su simulacro verbal y por sus intempestivos alardes poéticos que resienten la ficción en lugar de enrique- cerla. Sin embargo, lo que entorpece aun más estas dos primeras novelas que afirmaron el éxito de Valdelomar como prosista (recordemos que hasta entonces sólo era conocido como dibujante y periodista) es su estructura narrativa. Sin minimizar su valor artístico, cabe señalar que ambos libros sufren de un mobiliario efectista en su forma literaria. Aunque aparentemente mejor estructurada, La ciudad muerta juega con un armazón epistolar que se va intercalando de manera arbitraria con un tríptico de poemas modernistas y elegíacos que describen a una «ciudad muerta» y a ciertas emociones personales. Es lamentable decirlo, pero la inocencia narrativa, la falta de desarrollo en los personajes, la prosa cargada de lujos y el débil compacto en la forma, ensombrecen la narración hasta casi arruinar el libro.
Del mismo modo, La ciudad de los tísicos oscila en una estructura narrativa difusa y disfuncional que frustra la ficción. De hecho, esta novela está mucho mejor escrita que La ciudad muerta, pero formalmente es menos lograda. Esta ficción se compone de tres partes: 1) «El perfume», 2) «La Quinta del Virrey Amat», y 3) «La correspondencia de Abel Rosell». La extensión de cada una es bastante desigual, así que la parte 1 puede tener, por ejemplo, dos páginas y, la parte 3, más de cuarenta. La novela hace balance entre el uso de la primera persona gramatical, la epístola y el diario, la interpolación de poemas y la estampa o viñetas escritas en simulada tercera persona. Todo este moblaje arquitectónico, al igual que en La ciudad muerta, padece de ingenuidad y de artificios evidentes.
Según palabras de Luis Alberto Sánchez, lo más importante de Valdelomar en estas ficciones es su «sensibilidad, fantasía y adjetivación», pero hay en ellas «algo que me atrevería a calificar de adorable ingenuidad estética. Por lo pronto, parecer ser empujado por una pueril cursilería». Agrega Luis Loayza en su ensayo El joven Valdelomar: «[La ciudad de los tísicos] es un relato imaginado a través de lecturas, no de experiencias; el escritor está aprendiendo su oficio. Los personajes fallecen antes de que el lector los conozca; tampoco parecen haber existido para el autor». Nada más cierto. Y, sin embargo, es precisamente aquella ingenuidad o desacierto estructural en su obra lo que hace de Valdelomar un autor de impronta muy original.
¿Qué sucede entonces con los relatos más experimentales e infrecuentes de Abraham Valdelomar? Pues, al igual que sus dos novelas, fallan, aunque fallan bien. Pensemos en algunas de sus ficciones menos conocidas o citadas, como «El beso de Evans», «El suicidio de Richard Tennyson», «Tres senas, dos ases», o la minúscula saga de sus Cuentos chinos. Todos estos relatos (que representan casi un cuarto de las ficciones breves de Valdelomar) flaquean por «falta de unidad de estilo» e «inconsistencia estructural», reproches que en su momento José Carlos Mariátegui le reclamó en un apartado de sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Hay, pues, en estos cuentos (a diferencia de sus relatos menos experimentales y más bien clásicos e impresionistas como El caballero Carmelo, Los ojos de Judas o El hipocampo de oro) una suerte de vacío final, algo que no llegó a cuajar del todo y que se quedó a medio camino entre el acierto y el error. En este punto, no necesariamente hablamos de ficciones inconclusas o de finales abiertos, sino todo lo contrario, nos referimos a relatos con finales «definidos» o, mejor dicho, forzados al remate o al sospechoso desenlace. Pero ¿qué vemos en estos cuentos? En primer lugar, irregularidad e imprecisión. Y en segundo lugar, una propensión a resaltar la forma literaria por sobre todo lo demás.
Podríamos descartar a Valdelomar de esa estirpe de escritores de la línea de Felisberto Hernández, quien, por ejemplo, tenía la manía de dejar sus cuentos «inacabados» por una funcionalidad estética y por el carácter propio de sus ficciones inclasificables. Como ya se sabe, la narrativa de Hernández no encuadra con la hegemónica tradición del cuento norteamericano, la cual, contaminada por Edgar Allan Poe, es casi siempre cerebral, estructurada, con final definido y una trama transparente. De ahí que en ficciones como las de Hernández —brutalmente opuestas a la tradición gringa— se privilegien otros aspectos, como el estilo y la exploración de lo absurdo. Pero en consecuencia, ese exceso de concentración en el estilo puede restar peso o debilitar la estructura literaria de un cuento y, mucho peor, de una novela.
En el caso de Valdelomar sucede todo lo contrario. Él se concentra en la estructura y, en detrimento de sus relatos más experimentales, le quita peso al estilo. Así, la forma no llega a ser el sustrato, sino el sustituto de la trama o la historia. De hecho, muchas de sus audacias narrativas estropean sus primeros cuentos y sus dos únicas novelas. La anécdota o las situaciones que se relatan sirven más bien de pretexto para que el autor ensaye nuevas formulaciones estructurales y se regodee en la forma, una forma, dicho sea de paso, totalmente novedosa para la época.
Conociendo todo esto, podríamos decir que las ficciones experimentales de Valdelomar son muy literarias, es decir, muy pensadas, muy escritas en dominio de la forma narrativa. Quizá por eso, sus dos novelas y algunos de sus textos cortos son sumamente morosos, poco dinámicos y sufren de circularidad. Sin embargo, estos yerros pueden verse hoy en día como una virtud y traducirse en tentativas artísticas que allanaron el camino de la narrativa peruana hacia lo mejor de la modernidad.
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Pero ¿por qué estas ficciones fallidas hacen de Valdelomar un autor de genio? En primera instancia porque agrega a la tradición peruana una nueva tónica expresiva nunca antes vista: la estructura literaria. Aunque fracasa en su intento, deja una semilla y se anticipa a todo lo que vendría después no sólo en el plano nacional, sino también latinoamericano.
Para el teórico ruso Mijaíl Bajtín, una de las características del genio radica en la incorporación de nuevas formas, imágenes o palabras a un «discurso artístico oficial» que entonces desconocía o marginaba esos inventos. Por su parte, Harold Bloom agrega que la grandeza del genio descansa en su grado de invención y originalidad. De modo que los elementos fallidos de Valdelomar forman parte de esa «incorporación» de la que habla Bajtín y, también, de esa «originalidad» que anota Bloom, pues toda la tradición narrativa peruana no sólo utilizó estos elementos en sus ficciones posteriores, sino también los potenció y, en algunos casos, bastardeó. Ahora bien, más que el logro estético en las ficciones experimentales de Valdelomar, valen en su esfuerzo las exploraciones, los riesgos, las búsquedas constantes de nuevas formas artísticas, como las viñetas, las interpolaciones textuales, el uso del diseño epistolar o diarista, las estampas y las mudas temporales. Hoy, casi un siglo después de sus primeros usos, todas estas técnicas literarias nos resultan familiares y hasta anticuadas, pero cuando Valdelomar las empleó eran recursos arriesgados, audaces y por completo desconocidos en el ámbito peruano. Sólo pensemos en su relato titulado «El beso de Evans», publicado en agosto de 1910. Ahí Valdelomar utiliza una estructura cinematográfica que es dividida por viñetas y por diminutos saltos en el tiempo que, hasta ese momento, casi nadie había aprovechado (al menos en Perú). Este recurso lo utilizaría once años después James Joyce en Ulysses, precisamente en el capítulo titulado «Las rocas errantes», donde hace un des- pliegue demencial de la técnica cinematográfica. Sin embargo, Valdelomar ya se había anticipado a las pasiones estructurales de Joyce y John Dos Passos, aunque, por supuesto, fracasando, errando, naufragando siempre en su intento.
Casi del mismo modo, Valdelomar abordó temáticas escasamente exploradas por aquel entonces en América Latina. Nos referimos a las ficciones distópicas y a las ficciones postapocalípticas. El auge de estos gé- neros, como se sabe, surgió a partir de la experiencia traumática de las dos guerras mundiales que sacudieron a Occidente. Al respecto, el filósofo italiano Giorgio Agamben señala que «los campos de concentración son la expresión más definitiva de la modernidad, pues los tiempos posteriores abren la era de los supervivientes, los que tienen conciencia de vivir después de la catástrofe, o sea, el after the end o tiempos postapocalípticos». Sin embargo, estos temas no son nada nuevos en la literatura. Su nacimiento remonta a tiempos bíblicos y presocráticos. Por ejemplo, el diluvio que destruye el mundo en el Génesis (dejando sólo ocho sobrevivientes) y, por otro lado, el mito del diluvio que aparece en la epopeya de Gilgamesh, que es una obra épica mucho más antigua que los relatos de la Biblia.
Pero más allá de estos antecedentes, fueron muy pocos los autores que explotaron el género postapocalíptico de manera autoconsciente hasta inicios del siglo xx. Es más, podría decirse que éste era un género espurio que casi había desaparecido de la literatura. En ese contexto, se conoce muy poco y, a veces, nada sobre novelas o cuentos decimonónicos peruanos que tocaron estos temas. Bajo aquella perspectiva, Valdelomar se adelanta otra vez a su tiempo y se introduce entre los meandros de la ciencia ficción y la literatura fantástica. Con La ciudad muerta, «Finix desolatrix veritae» y la saga Cuentos incaicos, anticipa todo lo que vendría después en los relatos ambientados en el fin del mundo y en la distopía histórica.
La ciudad muerta es una novela que marcha a caballo entre la distopía y el ambiente postapocalíptico. El relato está contextualizado en las ruinas de una ciudad colonial del Perú en la que una catástrofe dejó, hacía mucho tiempo, una «ciudad muerta». Según el argumento del libro, existen numerosas historias de visitantes que ingresaron a los túneles de esa metrópoli, los cuales no volvieron a salir jamás. Sobre el cuento «Finis desolatrix veritae», dice Ricardo Silva-Santisteban: «Considerado como un poema de la desilusión religiosa, es también el destiempo inmemorial en el que ha de vivir el último de los hombres en el fin de la vida sobre la Tierra». Esta ficción, publicada el 1 de enero de 1916 en el diario El Comercio, puede ser considerada como la primera historia postapocalíptica «pura» y autoconsciente de sí misma en nuestra América Latina.
Finalmente, la saga Cuentos incaicos es el artefacto que inició el género distópico y el cual, años después, sería explotado por Clemente Palma y José B. Adolph en algunos de sus libros. Los textos de este conjunto de cuentos son una creación imaginaria e idealista del Imperio Incaico. Vemos en estas ficciones una realidad alterada y totalmente reconfigurada de la historia prehispánica en América. Leer estos relatos es observar un viaje en el tiempo, un continuo éxodo infernal del pueblo incaico hacia los confines de la Tierra.
De este modo, el autor de La ciudad de los tísicos no sólo abre vanguardias y nuevos puntos de vista a través de su irregularidad formal, sino también se adelanta a casi todo lo que vendría después en la literatura peruana. Así, y por paradójico que parezca, todas sus imperfecciones han forjado con el tiempo lo mejor de las cualidades de la narrativa peruana moderna. El solo pensar que estos geniales experimentos fracasados fueron escritos por un muchacho de veinte años, eriza el cuerpo de envidia y de asombro a cualquiera.
Sí, porque una de las características más atractivas de Valdelomar es su precocidad. Y, también, su temprana muerte, a los treinta y un años, lo cual lo convirtió en una suerte de eterno príncipe de las letras peruanas, en una inquietante parábola del sueño incumplido de toda una nación. Porque hay que decirlo sin ambages, Abraham Valdelomar fue la promesa de una futura obra maestra que, por desgracia, jamás se concluyó. Bohemio, decadente, antioligárquico, enemigo del racionalismo y amante de los locos, el casi adolescente Conde de Lemos, como también le gustaba llamarse, deambuló por diversos géneros literarios: la novela, la poesía, el cuento, el teatro, la biografía, el ensayo, las crónicas y reportajes, las narraciones históricas, la prosa poética y hasta la epístola. Fue un escritor total, un artista cuya versatilidad enriqueció nuestra tradición literaria a niveles sólo equiparables a lo que hicieron genios como César Vallejo y José María Eguren.
Entonces, sus fallos fueron siempre sus aciertos, puesto que en ellos dejó todo un molde, un embrión, un Aleph borgiano en el que los narradores que lo precedieron aprendieron nuevas formas de hacer ficción y de ver el universo literario desde otra perspectiva. Estoy totalmente seguro que si sólo nos quedáramos con los logros literarios de Valdelomar (presentes en sus cuentos escasos de experimentación y de riesgo formal), la literatura peruana sería mucho menos rica. Por eso mismo, pese a esa genial irregularidad y fracaso, los años y los lectores han conferido a su obra lo más gratificante que le puede suceder a un escritor: la legitimidad literaria.
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Quizás «El beso de Evans» sea el cuento que mejor represente la fórmula fracaso-acierto de la poética de Abra- ham Valdelomar. Publicado en agosto de 1910, este relato es uno de los primeros experimentos narrativos de su autor, en el cual predominan la forma, el montaje y la búsqueda de un nuevo lenguaje ajeno a los convencionalismos de la época. Subtitulado como «cuento cinematográfico», esta ficción ofrece una estructura de violentas mutaciones que saltan en el tiempo y el espacio, efectivamente fiel a la técnica cinematográfica.
«El beso de Evans» marca el tránsito del modernismo a la vanguardia peruana, siendo así un relato que renueva y salva a toda una tradición que hasta entonces vacilaba entre algunos ismos agotados en Occidente. Así, la osadía estructural y el rastreo en nuevos territorios del estilo hacen de «El beso de Evans» un cuento genial, mas no logrado. Como lo dijimos líneas arriba, su montaje narrativo se anticipa incluso al capítulo siete de Ulysses, de James Joyce, quien hace alarde del influjo cinematográfico y del collage dentro de su novela más famosa.
La historia de Evans Villard y Lady Alice es simple y cursilona. Está ambientada en un contexto de tintes europeos (donde hay jockeys elegantes, milords arrastrados por caballos, gentlemans, grooms, etcétera) y teológicos como el Cielo y el Infierno. Trata sobre una aventura idílica de dos jóvenes quienes se conocen por primera vez en el mar a bordo del barco Principessa Elena. Para Alice, su nuevo amante se presentará como un «apasionado sugestivo, un enamorado que no suplicaba, un solicitante que no admitía plazos: un transatlántico». Para Evans, ella se descifrará en el «exotismo y la gracia». Desde un primer momento, la atmósfera que rodea a los personajes está contaminada de «amores fugaces, coquetería, flirt». No es por nada, pero su patetismo romántico por ratos nos llega a recordar a la peor Corín Tellado. Ahora bien, el aparente núcleo de la historia es el asesinato de Evans Villard por un «rival» que no lo deja consumar su amor a través del «beso deseado». Este rival toma el lugar de Evans (luego de haberlo envenenado) en la cita que pactó con Lady Alice en las Acacias, a las cuatro de la tarde. Cuando por fin se encuentra con la heroína, el homicida le cuenta lo que hizo y la besa a la fuerza. Por improbable que pueda parecer, en medio de aquel beso forzado, ella siente otro beso, «El beso de Evans».
La suma de estos sucesos sólo arroja el siguiente resultado: un relato de entraña melodramática y fata- lista. No obstante, la ficción de Valdelomar no queda sólo en aquel festín folletinesco de amores tremebundos y finales trágicos, sino que se distingue y engrandece por su novedosa técnica literaria. En vista de ello, es su montaje estructural lo que salva y hunde al texto a expensas de la importancia anecdótica. Desde luego, «El beso de Evans» no es un cuento logrado, pero precisamente aquel yerro es su máxima virtud.
En principio, el relato está organizado por una secuencia de doce fotogramas o viñetas que abordan diversos contextos. A diferencia de muchos de los cuentos de Valdelomar, éste empieza con el final: la muerte del protagonista. Después, se realiza la primera muda temporal en la que se retrocede ochos días antes de aquel fallecimiento. Luego, en la tercera viñeta vuelve a saltar a otra fecha para hacer nuevamente lo mismo más adelante. De este modo, la configuración del relato es una constante fracturación del tiempo, técnica literaria que hasta entonces jamás se había utilizado en el Perú. Años más tarde y bajo el influjo de William Faulkner, escritores como Vargas Llosa y Carlos Eduardo Zavaleta tomarían conciencia de estos sistemas que descolocan y suprimen la cronología en las ficciones. Valdelomar, por su parte, no necesitó de Faulkner ni de James Joyce.
A juzgar por las insistentes enumeraciones en sus cuentos, creemos que a Valdelomar le gustaban mucho los listados literarios. En sus cuentos y novelas podemos encontrar una desmesura en la superposición de elementos durante la narración. En «El beso de Evans», por ejemplo, hay una larga lista de objetos que avanza de manera trepidante y delinea los contextos de la historia en las viñetas con mayor número de párrafos. No está de más decir que la tradición del listado viene de autores como Homero, Rabelais, Shakespeare y algunos escritores bíblicos amantes de las genealogías, como el caso de Mateo. Al parecer, Valdelomar hizo algo que poco o nada se había practicado en la narrativa peruana de su tiempo: la enumeración caótica. Si pensamos por un momento en la estructura de La ciudad muerta caeremos en cuenta de que su volumen se debe cabalmente a esta técnica narrativa.
Pero no sólo hallamos mudas temporales o listados en «El beso de Evans», ya que también nos encontra- mos con modelos provenientes del diario y la epístola: viñetas fechadas, apartados de tono confesional, subtítulos. Además, hay una interpolación interesante en los espacios. Por un momento se puede estar en la Tierra y, por otro, en el Paraíso o en el Infierno. Valdelomar organiza a su antojo contextos que oscilan entre el mundo de Dios y el de Satanás. De modo que el lector puede encontrar por un rato a dos arcángeles hablando y, por otro rato, a dos demonios planeando sabotear el pase de las almas al Paraíso. De esta manera, la narración viaja a través de tres escenarios que se intercalan y superponen según exigencia del autor.
Finalmente, en cuestiones de lenguaje el relato está signado por la limpidez y la economía lingüística, aunque por instantes cae en el artificio y las frases sensibleras: «Amor habrá hasta que terminen los siglos». «Lleva el traje del tercer acto de Mefistófeles». «Ella niega con los labios, promete con el corazón». «Maquiavelo y Mefistófeles conciertan en su cerebro un plan». Etcétera. Estas cursilerías románticas afean el conjunto del texto y, como diría Luis Loayza, nos hacen recordar «las huachafadas narrativas de Ricardo Palma». Aquí valdría la pena agregar que hay también en este cuento un vicio por las oraciones coordinadas o independientes. No obstante, éstas logran matizar el discurso de la narración gracias al acompañamiento de algunas oraciones subordinadas que salvan el estilo con bastante eficacia. En suma, la prosa llega a tener fluencia y no se estanca o tropieza pese a su cortedad.
Todas estas características en la forma y el lenguaje deberían sostener tranquilamente el éxito de un relato. Sin embargo, en «El beso de Evans» sucede todo lo contrario, estas cualidades deshacen la ficción, la destrozan casi por completo. El final del cuento es uno de los peores finales que se haya podido escribir hasta el día de hoy en la narrativa peruana. Esto a causa de la exigencia de Valdelomar por buscar un cierre interesante que, por su apuro y falta de interés en la anécdota, se transforma en mero efectismo. Así, «El beso de Evans» es un relato pésimo y genial al mismo tiempo. Pésimo por su vaguedad mediocre en la estructura y la diégesis, y genial por el descubrimiento de nuevas formas de narrar y por el riesgo exploratorio en la técnica literaria. Debido a eso, y tal vez por otras cosas más, todos los fracasos del príncipe loco de las letras peruanas se pueden traducir en absolutos logros literarios. Y eso ya es bastante para nuestra tradición <