A orillas de la alameda / Liliana Magallanes Bayardo

Preparatoria  10

Una noche, luego de una tarde calurosa, apareció una luna muy bella: blanca y resplandeciente. Fue entonces cuando conocí a alguien que jamás imaginé. Era un hombre que no estoy muy segura si ya había visto alguna vez, pero eso no importa, yo estaba sentada en una banca del parque de la alameda cuando de repente lo vi. Traía consigo una bolsa y afirmaba que en ella podía guardar la luna. Yo en ese momento sólo me dije: ¡Qué extraño! ¿Quién podría guardar la luna en una bolsa? Me entró gran curiosidad y le pregunté:  “¿Cómo piensas guardar la luna en una bolsa?”.  Me miró por un momento y respondió: “La luna es mi musa y no quiero que nadie más la mire, sólo yo la tendré”. En ese momento lo observé con detenimiento, luego me fui, estaba confundida.
     Al día siguiente, cuando estaba sentada en el mismo lugar, aquel sujeto volvió a aparecer, me miró y dijo: “Vine por la hermosa luna”.  Esa noche casi no se distinguía, pero el cielo estaba lleno de estrellas que brillaban en la sombría noche. Me quedé pensando cómo es que había venido otra vez por su hermosa luna.
Así pasó algún tiempo, hasta que llegó un día en el que no lo vi más. Pero ya cambiada la estación, cuando estábamos en pleno otoño, lo volví a ver; era un 19 de octubre, recuerdo la fecha exacta. Yo estaba sentada en aquella misma banca de la alameda cuando llegó y me dijo: “Vine por mi luna de nuevo”.  Otra vez me confundí. Esta vez la noche era clara, había una luna hermosa… Recordé que dicen quelas lunas de octubre son las más bellas. Él comenzó a contarme sobre su luna, recuerdo que dijo que la luna no era lo que yo creía, para él su luna era una persona, su musa. Mientras lo escuchaba, sentía como si ya lo conociera; él era mayor que yo, tenía unos 30 años o más, no estoy segura. También recuerdo que comencé a tomarle cariño y mucho aprecio, pronto se convirtió en mi mejor amigo.
     Un día fui a la alameda para verlo, como todas las noches, pero él no llegó. Me preocupé, me preguntaba qué le habría pasado. Así transcurrieron algunos días hasta que me decidí ir a su casa. Ahí me dieron la pésima noticia,  me quedé atónita, sin habla, me di la vuelta y me dirigí a casa, a esperar la hora en la que siempre nos veíamos. Aquella noche fui a la  alameda, me senté en la misma banca donde conocí al que con tanta desesperación quería guardar la luna en una bolsa. Me quedé perpleja observándola, estaba muy  bella, blanca y clara; vi que apareció una gran estrella resplandeciente a su lado. En ese momento me di cuenta de que él estaba con ella como siempre lo había querido y que sólo así había podido cumplir aquel sueño: tener a su luna, a su musa. Con eso me sentí feliz.

 

 

Comparte este texto: