José Homero (Minatitlán, Veracruz, 1965). Su poemario Sitio del verano se reeditó en 2013 (Instituto Literario Veracruz).
Truckin’ by the railway station, I’m on the road again
Steerin’ clear of all temptation unto the point of pain
When steamin’ through on cue I hear that wailin’ whistle blow
If this is tomorrow callin’, oh, what a way to go
Bryan Ferry
La contaminación de la covid-19, la zoonosis de su origen y propagación, son consecuencia de la globalización; e igualmente la inexorabilidad de su expansión. De modo que el brote y la difusión poseen una correspondencia inextricable, como si nos enfrentáramos a un uroboro, esa criatura mítica que se muerde la cola y que desde que era niño asocio con un pangolín, precisamente uno de los animales sospechosos de la trasmisión. Contagio que ocurrió —sea a través del pangolín o del murciélago— por la depredación: la producción industrial trastorna las condiciones naturales, destruye ecosistemas, invade el hábitat animal. Si ese proceso tardocapitalista parece atascarse en los caminos deslavados por el barro del sudeste asiático —¡cómo no evocar el cine de Bi Gan, donde en las aldeas agónicas a medio camino entre las montañas milenarias y la transformación industrial suceden periplos iniciáticos que recuerdan las antiguas vidas consagradas!—, en los que los riesgos de infestación aumentan por la confluencia de hábitos ancestrales con el poco arraigo de las prácticas higiénicas, no menos cierto es que sin la circunstancia de que el Estado capitalista chino haya alcanzado una dimensión imperial —el término es de Alan Badiou—, la trasmisión y propagación del nuevo virus no habría sido inmediata y planetaria. Como explica el filósofo francés, la rápida irradiación y por ello el cariz pernicioso de esta pandemia, que no es ni la primera ni la última surgida por los coronavirus, son inherentes a la eficiente red de comunicaciones de China con el mundo (1). En apoyo de este argumento y también como apostilla irónica, recordemos que uno de los primeros países contagiados fue Italia. Mientras en México se sospechaba e investigaba a ciudadanos chinos o viajeros de ese país —casualmente en Jalisco—, el virus llegaba trasmitido por estudiantes que habían visitado Italia. ¿Qué mejor metáfora de la integración que ésta? Recurramos a la obviedad: si el capital es un virus que infecta al planeta, enlazándolo en una suerte de anillo al que denominamos globalización, las consecuencias de dicha alianza son una virulencia. La globalización no sólo es económica sino viral. Pandemia es otro nombre para globalización.
Para completar la pandemia perfecta, faltaba añadir otra agravante causada por el capitalismo tardío: la destrucción de los sistemas de salud pública, el deterioro de la infraestructura hospitalaria y la ausencia de políticas reguladoras de la economía y protectoras de los ciudadanos. Zigmunt Bauman recuerda en La globalización la sentencia programática de Albert J. Dunlap: «La empresa pertenece a las personas que invierten en ella: no a sus empleados, sus proveedores ni la localidad donde está situada»(2).
Esta aseveración resume el credo de este despedazador de empresas —el modelo del financiero posmoderno y tipo preferido de las ficciones de los años ochenta y primeros noventa, de la cinta Wall Street, de Oliver Stone, a la novela Psicópata americano, de Bret Easton Ellis—, al indicar que el capitalismo tardío o global carece de vínculos con los territorios en que se asienta y por ende con los Estados, y entrañaría el germen de una medida o una serie de objetivos que el ideario monetarista impondría décadas después, justamente a través de los gobiernos nacionales: la disminución de la inversión pública, en particular para remediar carencias sociales. En la globalización, las naciones devienen poco menos que aduanas para la fluida circulación del capital itinerante, y de igual modo que los inversionistas se sienten emancipados y sin deberes u obligaciones con sus trabajadores o con los territorios donde invierten, el Estado se trastorna asumiéndose como una empresa cuyo objetivo principal no es propiciar el bienestar sino medrar calculando beneficios. La acumulación como sentido y no como un paso para satisfacer las demandas de la sociedad. A ello se debe que el mandato antaño representativo de los gobiernos, como garantizar la seguridad, la salud, la educación y la prosperidad de sus habitantes, comienza a relajarse hasta que llega un momento en que dichas responsabilidades inclusive se cuestionan. Consecuencia de este abandono y aligeramiento, la decisión de disminuir la inversión en el sistema sanitario como medida de austeridad y adelgazamiento burocrático ha sido común durante las últimas dos décadas, tanto en sociedades avanzadas como en países corifeos —por ejemplo, México—, y por ello ante el surgimiento de una pandemia —de cualquiera, no únicamente la que sufrimos ahora—, las naciones se ven amenazadas ya que carecen de la infraestructura —hospitales— y de los recursos humanos y tecnológicos para enfrentarla. Como los estudios publicados subrayan, la actual pandemia de covid-19 (3) pudo evitarse si países como Estados Unidos, España, Francia, Gran Bretaña, México o Brasil, para sólo mencionar los casos más notables y cercanos, hubieran velado más por la sanidad pública, la buena salud de los cuerpos, y menos por la ligereza y vigor del mercado y del orden financiero global. Aunque corroa la razón capitalista, la pandemia es consecuencia de ésta y de la relajación del Estado con la comunidad. Para David Harvey, cuyo ensayo «Política anticapitalista en tiempos de covid-19» es particularmente incisivo en el diagnóstico de la enfermedad y su relación con el capitalismo:
En muchas partes del supuesto mundo «civilizado», los gobiernos locales y regionales, que invariablemente forman la primera línea de defensa de la salud pública y las emergencias sanitarias de este género, se habían visto privados de financiación gracias a una política de austeridad destinada a financiar recortes de impuestos y subsidios a las grandes empresas y a los ricos (4).
Sería falaz culpar únicamente a ese capital anónimo y a la doctrina empresarial del abandono de la economía por parte de los gobiernos. Si la globalización permitió a los empresarios escapar a los deberes constreñidos por la Ilustración y con ello emanciparse de los riesgos de las asociaciones de trabajadores tanto como de la gravación fiscal por la expoliación de los territorios, los individuos, convertidos principalmente en consumidores y en espectadores, sujetos de espera y observación (5), por su parte, se sintieron emancipados de los yugos, no por invisibles menos férreos, con respecto a sus deberes ciudadanos. Así, antes que preocuparnos por el destino de la comunidad, nos ocupamos de demostrar, frente a los otros espectadores, la felicidad y armonía de nuestras existencias. El proceso imperante en el capitalismo tardío es una incesante exposición de mercancías, de nuestras vidas como productos, del consumo como única ideología y metáfora del funcionamiento de la sociedad. En la peste actual, descubrimos que si los gobiernos son culpables por su alejamiento de la esfera pública, nosotros también lo somos por abandonar el debate cívico y encandilarnos con el fulgor rutilante de las mercancías. Para sentirnos etéreos buscamos despojarnos del cuerpo y de las ataduras o leyes físicas, convencidos de que el único espacio utópico digno de habitar era el ciberespacio. Hoy sufrimos las consecuencias y la atracción de la gravedad se recuerda por el peso muerto que de súbito nos sitúa con los pies en la tierra.
Finalmente, la mayor longevidad humana, pero también el auge de enfermedades asociadas a la degeneración y a dietas y hábitos dañinos —como la diabetes, la hipertensión, la obesidad—, se convierten en agravantes mortales. Como se vea, la pandemia existe porque el tiempo, la sociedad e incluso los cuerpos se conforman siguiendo un modelo globalizante; nos encontramos a tal punto conectados que la red de las comunicaciones físicas —los viajes rápidos y baratos; las mercancías accesibles desde cualquier ubicación—, la disminución de obligaciones e inversión social, junto con un incremento en la longevidad y la degeneración física inherente, conformaron el caldo de cultivo perfecto para que la covid-19 se convirtiera, por una parte, en vástago, y por otra en azote del capitalismo.
Nuestro futuro hoy presente nos situará frente a un orden económico que necesariamente disminuirá su dinámica; frente a una población que deberá evaluar su ansiedad de consumo como único satisfactor —disociar el deseo utópico del placer— y cuidar el dinero —se recupera la conciencia del haber frente al capital por venir, del ahorro y no de la capacidad de deuda—, y en la cual los viejos anhelos o últimos rescoldos del pensamiento utópico, la seguridad social, un esquema que convierta la salud en un derecho universal, sin menoscabo ni discriminación, y por qué no, nuevas formas de asociación trasnacionales, vuelven a aparecer en la agenda, aunque en lo personal me cuidaría mucho de por ello entregarnos al alborozo y a ese entusiasmo que delata al vendedor de utopías depreciadas impostado de pensador. Sin importar la perspectiva desde la que observemos u oteemos el porvenir inmediato, sólo puede avizorarse un desarrollo con fricciones, lejos ya de la euforia progresista; sujetos que de nuevo se enfrentarán a la amenaza de la muerte inmediata y que paradójicamente en su aislamiento necesitarán ejercer y exigir acciones comunitarias, mientras que los ensueños de longevidad y placer parecen retornar al reino de las ficciones esperanzadoras pero inútiles. Éste es el mañana
(1) Alain Badiou, «Sobre la situación epidémica», disponible en https://lavoragine.net/sobre-la-situacion-epidemica/
(2) Zygmunt Bauman, La globalización. Consecuencias humanas, Fondo de Cultura Económica, México, 1999.
(3) Véanse al respecto los ensayos ya citados de Alan Badiou y David Harley, quienes advierten, con diversos matices y grados de penetración, el vínculo entre el surgimiento del contagio, la propagación de la pandemia y la incapacidad material de los países para enfrentarla.
(4) David Harvey, “Política anticapitalista en tiempos de covid-19”, en Giorgio Agamben et al., Sopa de Wuhan. Pensamiento contemporáneo en tiempos de pandemias, aspo (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio), 2020, p. 84. Disponible en http://iips.usac.edu.gt/wp-content/uploads/2020/03/Sopa-de-Wuhan-ASPO.pdf
(5) Para Gilles Lipovetsky, el teórico por antonomasia de la hipermodernidad, la felicidad orienta la dimensión social. Por ello encausa la existencia a la vez que convierte la espera en una actitud positiva. Como señalan en su análisis Luis Enrique Alonso y Carlos J. Fernández Rodríguez, «La felicidad verdadera es lo que permite confiar en la vida, la cual exige esperanza y la sabiduría de esperar». Los discursos del presente. Un análisis de los imaginarios sociales contemporáneos, Siglo XXI, Madrid, 2013.