(Ciudad de México, 1956). El año pasado apareció su libro más reciente, Frida en París (Turner).
a Sergio Hernández
Al cruzar por el bosque, Pinocho llegó a una cabaña que tenía el letrero de «Refugio del Ajolote». Parecía abandonada. Un vientecillo le abrió la puerta y Pinocho entró. Era un cuchitril. En el centro había una pecera iluminada que recibía la luz de quién sabe dónde. Creyendo que ahí viviría un pez, Pinocho se acercó a curiosear. El ajolote se arrimó al vidrio para dejarse ver. El rojo cucurucho del sombrero y la gran nariz del muñeco lo sobresaltaron. A su vez, el animalito preso impresionó a Pinocho por su raro aspecto. Lo que fue sorpresa para ambos, pronto se transformó en mutuo agrado. El ajolote tenía la carita risueña, y Pinocho un aire de inocencia.
Cuando un vidrio se interpone entre dos amigos, alguno debe atravesarlo, y fue Pinocho quien, de un paso, entró al reino del ajolote. Éste lo recibió con un cumplido sincero:
—¡Pero qué nariz tan picuda tienes!
—Y tú, qué estupendas barbas te has dejado crecer en el pescuezo.
—¡No son barbas! Son mis branquias, y por ellas respiro —repuso el ajolote.
—Ah, sí, ah, sí, ah, sí… —contestó Pinocho, como lo hacía siempre que no entendía algo. «¿Branquias? Sepa la bola», pensó.
A Pinocho le gustaba zambullirse en el agua porque sabía nadar, aunque no con gran estilo. Meneado dulcemente por las ondulaciones de la cola del ajolote, se sintió como Juan por su casa. Aunque todo en torno era lóbrego y los reflejos de la luz en el agua parecían contornear fantasmas, Pinocho sabía que estaba dentro de una fábula, que aquel acuario podía ser un palacio mágico y que podría salir de allí cuando quisiera, tal como entró, con un leve salto fuera de la realidad.
Pinocho ya había alcanzado cierta fama. De aquí para allá, por el mundo, había dado tumbos un día sí y otro también, y comenzaba a sentirse cansado de tanto traqueteo. «Ya estoy mayorcito, y no quiero volverme un fósil». Tenía ilusión de convertirse en un héroe de verdad. Atrás quedaba la aventura de haber salido ileso del vientre de una ballena. Había resurgido de ahí como lo que era, un luchador obstinado. Sólo un héroe verdadero podría presumir hazaña semejante, y él estaba en la senda correcta, aunque tenía todavía alma de niño. Con esa candidez había entrado al refugio en el bosque. De inmediato, su corazón percibió al ajolote como un compañero de travesuras, como un potrillo al que podía montar, o como una blanda almohada flotante sobre la que podría echarse una buena dormidita. ¡Ah, gran encuentro! El muñeco y el anfibio eran un par de vivarachos. Pinocho había salido de la carpintería a recorrer el mundo convertido en niño, mientras que, al estancarse en su rara condición de anfibio, el ajolote titubeaba entre volverse o no adulto. ¡Pero viva la infancia perpetua, y a disfrutar de lo lindo! ¡Somos amigos!
Pero, un momento. Escalofrío. Aquel vientecillo que abrió la puerta ahora sopló agitando las aguas. Los amigos se estremecieron. Supieron que el refugio era vulnerable, que la infancia no era feliz para siempre, que la gran aventura incluía tramas inciertas. No todo era impecable. A cada rato, Pinocho se veía obligado a mentir para salirse con la suya, lo que le valió desarrollar una nariz tan grande que lo hacía sentirse un tanto desdichado. Por su parte, el ajolote resistía la aterradora contaminación de los lagos y estanques de su querido terruño. Tanta inmundicia lo había obligado a acorralarse en el estrecho refugio de la pecera.
—¿Por qué mientes tanto, Pinocho?, ¿no ves que llegará el día en que nadie te crea ni una pizca? —preguntó el anfibio, intrigado por el gran apéndice facial de su camarada.
—¡No me importa! Yo puedo mentir a mi conveniencia, como los grandes mentirosos que en el mundo han sido.
Pues sí, algunos chapuceros siguen muy campantes sembrando y cosechando desconfianza entre los que alguna vez creyeron en sus palabras de esperanza. ¡Pero cómo podía Pinocho justificar tanta patraña que le afeaba el rostro!
—¿Qué es la verdad —discurrió en plan de sabelotodo— si no una palabra oscura que depende de quien la dice y quien la oye? La verdad, como la mentira, puedes creerla o no. Mira los reflejos en la pecera, ¿son reales? Tú ves un refugio, yo veo un palacio. Mírame a mí: no soy niño ni soy muñeco, soy oscilante como la verdad. Y mírate a ti mismo: no eres ni una cosa ni la otra, eres incierto, ¡tan incierto que pareces una verdad de mentiritas!
—¡Ja, ja, ja, qué buena puntada!
Al ajolote no le incomodaron las palabras de su amigo, antes bien las celebró dando giros en el agua y montando el lomo de Pinocho, como si el caballo cabalgara al jinete. ¡Arre, mi portillo! Pero… con tan mala suerte que le pisó una mano al muñeco y se la desprendió. ¡Oh, no! Pinocho se quedó manco de repente. Como era de buena madera tallada, casi no lo sintió. En cambio, pareció festejarlo.
—¡Ja, ja! ¡Mira! ¡Tengo manita, no tengo manita! —chirriaba agitando su cucurucho.
Pasaron algunos segundos antes de que comprendiera la gravedad del asunto, pues las manos son de lo más útil para la labor de un mentiroso. ¿De qué sirve proferir mentiras si no puedes manipularlas? El gesto hueco de una mano bien firme es el aliado natural de la mentira.
Aquella luz del lugar, venida de quién sabe dónde, alumbró su carita acontecida. Pinocho sintió que sus fantasías y embustes se desvanecían en las aguas del palacio de cristal. ¡Adiós a la ilusión! ¿Cómo el mejor charlatán podría hacerse valer ante los demás sin oportunos ademanes?, y el defraudador más respetable ¿podría persuadir a los incautos sin listarles las diez maravillas del mundo con los dedos?, ¿y cómo el político marrullero dejaría de empuñar el pañuelito blanco a la hora de ofender para, acto seguido, esconder la mano? Sumido en su desconsuelo, Pinocho fue a sentarse a un rincón en el fondo de la pecera.
—¡No te aflijas! —se acercó el ajolote a consolarlo—, son cosas que pasan. La otra vez se me prensó entre los guijarros una patita trasera y tuve que arrancármela. Mírala ahora: qué fuerte está, completita, ¡me creció de nuevo! Ah, Pinocho, amigo, perdóname por haberte aplastado la mano, ¡pero se regeneran solas, despreocúpate! En un dos por tres la tendrás restaurada.
—Ah, sí, ah, sí, ah, sí… —gimió el muñeco, como siempre sin comprender, frotando su muñón mientras rumiaba para sus adentros: «¿Regenerada, restaurada por milagro? Sepa la bola». Le parecía que el ajolote le mentía sólo para animarlo y se sintió descorazonado. «Eso sí que no se hace —pensó—, a un amigo hay que hablarle con la verdad», sin reparar en que él mismo, apenitas, había justificado la mentira y a los mentirosos. Pero el ajolote creía en verdad que pronto Pinocho recuperaría su mano. Ignoraba que la regeneración espontánea de las patas y la cola, propia de su especie, no está en la naturaleza de los niños ni de los muñecos de madera. Inquieto por el grande pesar de Pinocho, optó por darle coba:
—Amigo, así como tu nariz es capaz de crecer y crecer, sigue diciendo mentiras con dedicación, y quizá vuelva a espigar una linda manita en tu brazo.
—No quieras darme esperanzas —respondió enfadado el muñeco—. Me he quedado sin mano de a de veras, ésta es la triste realidad.
El ajolote volvió a la carga:
—¡Pero con esa gran destreza tuya tan meritoria, no te dejes abatir, usa tu talento! ¡Saca del pecho, Pinocho, una y mil mentiras, ofrece al por mayor promesas que jamás habrás de cumplir, haz de tus desatinos esplendores, de tu necedad entereza, de tu ignorancia sabiduría, de tus derrotas victorias, de tus mezquindades magnanimidad! Si alguien llegara a desenmascararte, tú disimula haciéndote el gracioso. ¡Échale la culpa a los sapos viejos! Total, querido amigo, si al cabo de tus correrías no entregas buenas cuentas, ¡que te recuerden por lo menos como ejemplo de honestidad!
«Caramba, eso sí que me gusta: la honestidad», pensó Pinocho, reanimado, «ésa es mi cualidad principal». En un segundo, le cambió el semblante. Hinchado de autoestima maquinó que, para mantener ese supremo atributo, le estaría permitido hacer uso de cuanta mentira fuera necesaria. Arrebatado, lo expresó sonoramente en una máxima:
«Puesto que en el fondo soy honesto, cualquier mentira me está permitida».
En el momento en que pronunció estas palabras, el vientecillo convertido en ráfagas se coló entre las aguas, desatando un remolino que arrastró a los dos amigos. Daban vueltas a todo correr. Feliz de la vida, el ajolote se sentía hélice de un barco que navegara los siete mares, mientras que Pinocho profería cualquier cantidad de mentiras, a cuál más disparatada, recitando de memoria su inacabable letanía. Y vaya que mentir era lo suyo. ¡Mentía como respiraba! Cuando el vendaval amainó, salieron de aquel torbellino los dos muy vigorizados.
—Vaya —dijo el ajolote—, este revolcón me confirma qué contento estoy de no haber terminado mi evolución de especie, pues adoro el agua y no deseo marcharme de aquí. Soy feliz en mi prisión, y lo tengo por definitivo: ¡nunca habré de llegar a mi etapa adulta!
Y se quedó en estado larvario. En contraste, Pinocho sí que se había transformado durante el jaleo. De tantas mentiras que soltó, la nariz le creció hasta caérsele, tal como se le vienen abajo las mentiras al que no se acuerda ya de sus promesas. Había engordado un poco, se le veía extenuado, con los ojos enrojecidos. En su nueva cabecita blanca se dibujó una pequeña nariz fisgona, y por atrás le salió, como cuerda, una cola muy larga. Aquel simpático cucurucho había desaparecido, dando paso a la sombra circular de dos orejillas.
—¡Maravilla lo que veo! —exclamó el ajolote boquiabierto—. Dicen que el renacuajo se convierte en rana, que la mariposa brota de un capullo…, y no lo dudo, pues me ha tocado atestiguar, querido amigo, ¡que te has convertido en rata!
—Ah, sí, ah, sí, ah, sí… —balbuceó Pinocho, que no entendía nada de nada.
De nuevo el vientecillo abrió la puerta de la cabaña en el bosque. Parecía que invitara al decaído héroe a salir a la conquista del mundo. En ese instante los dos amigos vieron cómo entraba a este cuento, irreprimible, la bola.