(Ciudad de México, 1955). Uno de sus últimos libros es Ansina (Vaso Roto, 2015).
En mis recuerdos más antiguos ya había un piano negro, vertical. Frente al piano siempre estuvo una banca alargada. Dos personas podían sentarse al mismo tiempo sin molestarse. El asiento llevaba un cajón secreto donde guardábamos las partituras. No heredé las manos de mi madre, largas, proporcionadas, expresivas, con las uñas espaciosas. El placer estético de ver esas manos subir y bajar, abombarse, gesticular sobre el teclado para que el acento emocional tuviese un apoyo táctil, visual, era algo que me llenaba los ojos. Yo también quería tener esa facultad y esas manos. Producir esos estados de ánimo en mí, en los otros, tener acceso a ese placer a la hora que me diera la gana. Ver a mi mamá en el piano golpeaba con dulzura mi cerebro. De noche, en silencio, antes de dormir y con las luces apagadas, mi mente reproducía una canción tocada al piano. Un montón de puntitos en movimiento, en coreografía, brotaba de la oscuridad. Los puntitos luminosos ondulaban en el aire como si fueran estorninos desplegados en lo alto, en plena migración. A veces pensaba que estaba loca porque sólo yo lograba ver ese baile invisible al apagarse la luz. Aún hoy, medio siglo después, puedo abrir el telón nocturno y volverme espectadora de esos acordeones aéreos que a veces desaparecen por temporadas, pero que siempre han regresado. Hace un par de días, a oscuras, me puse a tararear con la mente el Ave María de Bach. Repetía las notas de memoria. «Do, mi, sol, do, mi, re, do, mi». Y, ¡zaz!, apareció el baile de los puntitos luminosos. De pronto me vi sentada yo sola en esa banca con el teclado que alucinaba como fichas de ajedrez. Y había que moverlas. Durante años fui tan reacia a leer las partituras que me hice de mañas y me aprendí ésa y otras obras de memoria. Odiaba la clave de fa y me las arreglaba para imitar al maestro o a mi madre hasta que un día, de tanto repetir una pieza, lograba memorizarla sin haber leído ni media nota de la odiosa clave para la mano izquierda. Hasta la fecha, sé tocar de corridito el Ave María. Sin que yo las dirija, las manos también se ponen en bóveda, también expresan, también se convierten, como las suyas, en estorninos.
Me acomodé frente al piano aquella tarde y me volqué. A pesar de mi mente fugaz, estaba metidísima con esa obra de Bach que adoraba. Mi mamá cruzó el pasillo y, sin decir palabra, se sentó en la orilla de la banca, sin el menor aspaviento. Se unió con su voz grave y abarcadora, cantando con suavidad Ave Maria / Mater Dei, / Ora pro nobis peccatoribus, / Ora pro nobis, y sin hablarnos, sin voltearnos a ver, hicimos un dueto que no era perfecto, pero la fusión de su voz con el piano o, más bien, de su refugio, de su emoción con la mía, a décadas de distancia, me sigue haciendo llorar.