La muerte es una convención social. ¿Cómo morir si los demás se empecinan en afirmar que seguimos vivos? Así la carne se caiga a pedazos, así los sueños se desmoronen uno a uno, la línea que separa la vida y la muerte no es —ni será— sustentada por ningún agente biológico. Es, por el contrario, el inconsciente colectivo el que determina quién y cuándo habrá de fallecer. Gajes de la burocracia.
Una noche cualquiera. Supongamos que nuestro héroe viaja en un autobús. Supongamos, ya que estamos en esto, que está fatigado y su actitud depresiva entona con la de los otros usuarios del transporte. Hay cansancio y pesadez en el ambiente. Imaginemos, por un momento, que un punto aparece en el cielo (se entiende que contrastado con la Luna), y a medida que se acerca va tomando la forma de una jirafa 1 que cae, girando, a gran velocidad. Nuestro protagonista, que seguramente llevará un portafolio entre los brazos —asumiremos que es vendedor de seguros o contador, lo mismo da— es el único que ve cómo la jirafa (o elefante) se acerca hacia el camión.
Antes de que los cristales del autobús se agrieten veremos, quizá, el rostro del bicho —sí, jirafa o elefante— pegado como gelatina, contrayéndose espasmódicamente y presionando la barrera sólida y transparente contra la cual su trayectoria se opone. Luego, como se habrá adivinado ya, sobrevendrá el estallido 2, magnífico y grandilocuente.
Las llamas, con sus lenguas puntiagudas, permanecen tan sólo unos segundos en el camión. La parte superior del autobús ha desaparecido. Pensemos —de ser posible— que tras el humo residual aparece el transporte continuando su antigua trayectoria. Los pasajeros siguen en sus lugares, pero chamuscados y agachados. Más de alguno habrá perdido la cabeza, un brazo o una pierna que, si somos perspicaces, encontraremos bajo un asiento o adheridos al suelo. 3
¿Será posible que Delirio se pare de pronto, se sacuda los restos de cristal que se le clavan en la carne chamuscada y, evitando los retazos de cuerpos diseminados por el suelo, recupere su portafolios y solicite la parada al conductor del autobús? ¿Será posible que el chofer —a quien seguramente veremos en el reflejo de un retrovisor (curiosamente intacto)— se percate de que el pasajero quiere bajar y, sonriendo, detenga la unidad de transporte en una parada autorizada? ¿Notará alguien que el chofer es el único cuya carne no ha sucumbido a las caricias del fuego? 4
Delirio, con la cabeza gacha, camina hacia su hogar. Las luces son un derroche de brumas amarillentas y sutiles. Las ratas, fieles a su condición rastrera, se alimentan en cestos de basura derrumbados por algún infeliz. No hay mucho que decir porque no hay mucho qué ver en el camino. Hay, eso sí, un grupo de vándalos que se suministran sustancias desconocidas vía intravenosa. 5
La noche ha dejado de ser como tantas desde que el fuego se ensañó con el cuerpo de Delirio, quien a estas alturas exuda sangre y otros miasmas. Frente a la puerta de su hogar, Delirio busca las llaves y no las encuentra. Se ve, asumimos, obligado a timbrar. Su mujer —ni hermosa ni fea— abre la puerta sin mirar al hombre, que entra descuidado y, tras quitarse sus zapatos rotos y ajados, se coloca unas pantuflas coronadas por cabezas de conejos rosas e insípidos.
Lo que sigue es un diálogo entre Delirio y su mujer 6. Ella está en la cocina, secando algunos trastos. La cocina es una película de los cincuenta, aunque a todo color. Probablemente demasiados colores. Optemos por suprimir el verde. Hay flores, mazorcas y tornillos que adornan las paredes. Delirio, fatigado, se tira en una silla de color azul intenso:
—Hoy he muerto —le confía Delirio a Desgracia. Ella, sin embargo, no hace mayor caso a las palabras de su marido.
—No estás muerto, Delirio. ¿Si estuvieras muerto estaríamos hablando?
—Creo, Desgracia, que como tú sigues creyendo que estoy vivo sigo vivo. Así de sencillo 7.
—Escúchame bien, Delirio: no te mueres tú hasta que lo diga yo. ¡Ay, si caso a mi madre hubiera hecho! 8
—Desgracia, déjame morir. No puedo seguir así. Mira: se me cae la piel. La sangre no coagula bien y parece que tengo pus por todas partes. Los músculos se están deshebrando.
—¿Piensas tú que morir he de dejarte? ¿La música piensas que tocar es fácil? Señor, no. Aquí tú te quedas y a mí me ayudas a la cocina lavar. Está a punto la comida de cocerse. Ya lavarte las manos deberías.
Delirio se levanta y dirige sus pasos al baño. Se echa agua en el rostro —sabemos que los músculos y las vísceras están expuestos y no abundaremos más en ello— y una vez que se enjuaga las manos acude al comedor diciendo para sí:
—En la muerte no hay descanso.
Gracias a la magia de la elipsis vemos a Delirio, alternadamente, en su trabajo, en un camión, caminando y cenando en su hogar. Nada ha cambiado, salvo la podredumbre de su cuerpo, que se torna cada vez más horrendo. Entra la voz de alguien a quien no vemos, presumiblemente el narrador: 9 «Delirio no entiende bien a bien su situación. Piensa, y su error es mínimo, que sigue vivo gracias a las ideas de su mujer. Lo que no sabe es que, a medida que se relaciona con la gente, su calidad de no muerto 10 se acrecienta. Mientras los demás lo consideren vivo, él caminará por este mundo. Él es El Muerto».
A estas alturas, ¿alguien recordará a los facinerosos que, la noche del jirafazo,11 se inyectaban jarabe de sandía en las venas mientras Delirio caminaba por la ciudad? La situación no ha cambiado mucho. Están allí, otra vez, solazándose al calor de la sangre repleta de estupefacientes 12. Juguemos a suponer: Delirio camina intentando que las vísceras se mantengan en su sitio. Los viciosos lo ven. En su faceta de prevaricadores incitan al cadáver ambulante a que tome un poco de la sustancia que suministran directamente en las venas de sus brazos pálidos. «¡Ah, qué juventud!», exclamará nuestro héroe. Tomará su riñón —pestilente 13— y lo arrojará, con saña, a los pelafustanes. Pensemos que los adictos estallan en llamas y fenecen.
El poder ciega cada vez más a Delirio. Ahora, recordemos, se hace llamar El Muerto y combate el mal en cualquiera de sus formatos. Es un superhéroe sin capucha ni mallas de espándex 14. Imaginemos que los periódicos locales, imbuidos por sus afanes sensacionalistas, titulan sus ediciones, palabras más, palabras menos, con la siguiente frase: «El Muerto es vida».
El Muertovuelve a casa tras una noche de heroísmo. A su cuerpo maltrecho y sin vida le faltan riñones e hígado. El corazón, suponemos, lo habrá arrojado a un grupo de asaltantes para consumir sus ambiciones pecuniarias 15. ¿Cuánto tiempo —preguntémonos— durarán las vísceras de nuestro héroe?
Delirio está en su casa. Tiene hambre y su mujer, exaltada, le recrimina sus apetitos crecientes. «¿Cómo posible es que sin estómago comida, querido, quieras tú? ¿La limpieza cuando los alimentos que te doy harás deglutas?». En un acercamiento catastrófico vemos a El Muerto llevarse un emparedado a la boca desdentada. Lo traga y la imagen baja rápidamente hasta el hueco de su vientre, de donde sale disparado el manjar hogareño preparado por la infeliz Desgracia.
¿Qué pasaría si en el ayuntamiento las autoridades se preguntaran por la identidad del justiciero nocturno? 16 ¿Será posible que se sientan ofendidos porque alguien 17 está haciendo su trabajo? ¿Programarán una campaña para acabar con el vengador anónimo? Lo harán, cuando lo apruebe una mayoría relativa en la próxima reunión del Cabildo.18
Sólo por molestar, conjeturemos que El Muertoestá frente a una prostituta. 19 Delirio intenta, primero, alejarla de sus correrías nocturnas. Ante la negativa de la mujer —que de pronto se contorsiona hasta asumir posturas sicalípticas y abiertamente seductoras—, Delirio le arroja los genitales. Luego, sin llorar, 20 se dirige una vez más a sus aposentos.
Ante nuestros ojos vemos, en flashback precoz, una escena de la vida anterior de Delirio. Está con sus compañeros oficinistas. 21 Hacen bromas y hablan de borracheras pasadas. Alguno, inferimos que el gracioso del grupo, narra un chiste en el que el Jefe, con mayúscula, es avisado de la muerte de su perro, de la destrucción de su casa y del deceso de su progenitora. Todos ríen y al final, como queriendo colocar una cereza en el pastel ajeno, Delirio comenta:
—Siempre son los jefes los que mueren.
—Por eso no eres jefe —contesta alguna.22
—¿Y tú, Delirio, cuándo te vas a morir? —pregunta un tercero.23
—Nunca —responde el futuro cadáver—. Jamás me han gustado las responsabilidades. La rutina es lo mismo.
Vayamos por pasos. Ahora estamos en el presente que es el futuro del pasado delirante del impropio superhéroe. Ya no es más que una masa de carne mefítica. Cuando camina por la calle, la gente dice: «¡Guácala!». 24
Las autoridades se han puesto de acuerdo. Pensemos que Delirio, en lugar de ser obstruido en su lucha contra el mal, es reclutado por el ayuntamiento para combatir a los terroristas. Imaginemos que, en un golpe de suerte, El Muertoes enviado a un cuartel donde se planea algún acto sedicioso. 25
La lucha es tremenda. De El Muerto sólo quedan torso, cabeza y brazos. Se arrastra y escurre los pocos líquidos que le quedan. Observemos que, en su refugio, los subversivos cuelgan, con las tráqueas reventadas, de los intestinos del patriota Delirio.
Desgracia está en el hospital. Pretendamos que su carácter, antes agrio y hosco, se ha suavizado. Ahora, con amor, le acerca a Delirio una de las piernas que los gendarmes recuperaron de la escena del crimen.
—Tenla. Puede que encontremos la forma de pegártela. 26
—No creo que se pueda, amor.
—Entonces no importa. ¡Mira! Tienes una uña enterrada.
Desgracia arrebata la pierna a su legítimo dueño e intenta, bruscamente, aliviar el dolor del miembro escindido. Pero se lleva no sólo la uña, sino el dedo gordo completo.
—Desgracia, déjame morir —solicita El Muerto.
La escena es la misma. 27 El Muerto, con los ojos de un cachorro suplicante, espera una respuesta de su mujer. La imagen es enorme e hiperrealista. Podemos ver cómo palpitan algunos de los órganos expuestos de nuestro héroe. Es asqueroso. Desgracia, con calma y poca delicadeza, le dice a su marido:
—¿Cómo? ¿No lo sabías? ¡Pero si tú ya estás muerto hace mucho!
Gran final. Con sus últimas fuerzas, Delirio abofetea a su mujer. Luego, El Muerto muere. En el Más Allá, abrazado de Mictlantecuhtli, 28 Delirio bosteza una queja: «¡Pinche Desgracia! Mira que no dejarme morir». Nadie lo oye. Desde una catapulta, algún demonio lanza jirafas 29 a la urbe. Mictlantecuhtli saca un legajo de hojas de un escritorio y le pide a Delirio que organice sus reportes hacendarios (y le consiga un seguro de vida).
1 ¿Por qué una jirafa? Lo justo es (intentar) responder la pregunta. Este dislate narrativo no es sobre un héroe o personaje en particular, sino acerca de cómo las convenciones sociales, arbitrarias, pueden más que la naturaleza misma, así se tornen paradojas irresolubles. En un mundo donde todo lo que importa está marcado por el común acuerdo —los sobreentendidos, digamos—, lo que está lejos de la vista de los demás está, valga el ripio, de más. Es decir: lo que cae del cielo puede ser una piedra, un pez, un avión o una jirafa. Lo que cae del cielo es algo que escapa del entendimiento de los seres que habitan este mundo, porque no se han puesto de acuerdo sobre ello. Y si no lo han hecho es porque no lo consideran importante. Entonces: que caiga una jirafa del cielo (o un elefante).
2 Si jirafas o elefantes caen del cielo, a nadie sorprenda que estallen al entrar en contacto con vehículos urbanos de transporte colectivo.
3 A estas alturas será conveniente darle un nombre al personaje para eliminar, en la medida de lo posible, la vergonzante ocasión de llamarlo nuestro héroe o el protagonista. Por simple afán poético le pondremos Delirio, como la situación que inspira la historia.
4 Esto de la justicia es difícil. Sea. El chofer no ha sido afectado por el fuego gracias a su condición demoniaca. Es él quien ha procurado toda la situación y las desventuras del ingenuo Delirio. El conductor, señoras y señores, es el narrador, y lo más seguro es que lo volvamos a ver antes de que termine la historia.
5 Ya que nadie nos dice lo contrario, supongamos que se inyectan atole o, quizá, malteada de fresa con dulce de membrillo.
6 ¿La mujer debería tener nombre? No lo creemos. ¡Ah, pero ya tememos el ataque de las feministas! Sea. Entonces, para que todo mundo esté contento, la mujer se llamará Desgracia.
7 Que nadie se desconcierte. La afinidad entre las ideas del narrador (que ya hemos dicho que es el chofer del autobús en llamas), el protagonista y el anotador de pies de páginas es comprensible. A fin de cuentas, podría ser que, entre los tres, hicieran competencia a la trinidad cristiana. Valga la herejía. Todo por el bien de la historia.
8 Cuando Desgracia se altera habla con barbarismos.
9 El chofer, pues.
10 Aunque muerto, al fin y al cabo.
11 O elefantazo. Si el lector lo prefiere, y no teme caer en un vulgar lugar común, puede ser hasta un tortugazo.
12 Por si acaso, diremos que los pandilleros del callejón —sí: callejón, después de todo— son cuatro, cada uno pintado con un color primario. Se sobreentiende que sólo tres van de colores. El cuarto está cubierto con tintura blanca.
13 Recordemos que Delirio murió hace varios días.
14 No soportaría, cabe aclarar, el roce del material sintético con su cuerpo putrefacto.
15 Es necesario explicar que los órganos de Delirio tienen propiedades explosivas. Las llamas que surgen del estrellón son enormes y consumen cualquier objeto cercano.
16 Las andanzas del paladín tienen lugar en la noche. De día, sabemos, Delirio tiene otras obligaciones, como vender seguros o hacer la contabilidad de alguna empresa con poca ética.
17 Un no muerto, pero muerto.
18 Aproximadamente en tres o cuatro semanas.
19 Generalmente las prostitutas de la ciudad son buenas personas. Sin embargo, Delirio teme que, si no las trata como a los demás, su carrera se estanque pronto, poniendo fin al interés público.
20 A estas alturas, Delirio ha perdido las glándulas lacrimales en alguna de sus múltiples batallas.
21 Como él, contadores o vendedores de seguros, ¿acaso importa?
22 Digamos que una mujer gorda que se encarga de administrar, con puño de hierro, el salón de fotocopiado.
23 Como se afirma que le preguntaron a Francisca cuando la mujer escapó, por sí sola, de la Siriquisiaca.
24 Los habitantes de la urbe no saben de buenas costumbres. No podemos culparlos, nadie les dijo jamás que no se le debe hacer el feo a un cadáver.
25 Como el secuestro de algún alcalde o el desprestigio público de los emparedados de chicharrón, que durante años satisficieron el apetito del oficinista Delirio. Aquí, por supuesto, cabe otro flashback al respecto.
26 ¿Qué pegamento resistiría el honor de unir las partes de un superhéroe como El Muerto? ¿Qué cinta adhesiva se negaría a sostener los ideales torcidos del buen Delirio?
27 Para fines dramáticos, se entiende.
28 ¿El mismísimo y ubicuo chofer del autobús?
29 O elefantes.