Desde tu isla grande de Taipei
llegabas hasta este noroeste
de todos los olvidos
en busca de más luz,
sin saber que es aquí
donde muere la luz.
Y de tus manos blancas
iban brotando formas prodigiosas
que en silencio ofrendabas
al silencio.
Ahora, de repente, es muy negra la luz
y tu cabeza, como la de Orfeo,
viene rodando, entre las piedras de oro
de esta ciudad que amaste,
como un turbulento fuego negro.
Regresarás un día siendo luz
que ni duele ni muere.
Esa luz que nosotros no vemos,
esa luz que tú ves
y que ya eres.
Signos en la piedra
Sigue la senda de las piedras musgosas,
la que conduce a la gran roca,
a la raíz del ara, a la raíz del tiempo.
Mira la nieve humilde de la cima
tutelar.
Posa en ella tus ojos.
Luego, pósalos en el ara.
Posa también tus manos:
que se aquieten tus manos como palomas,
que echen raíces
en el silencio helado de la piedra.
Verás en ella señales muy leves,
signos dictados por el firmamento,
los símbolos de un tiempo infinito,
revelación del alma que no muere.
No podrás ir más allá.
No debes ir más allá.