Sara conducía y yo, sentada a su lado, parecía ese pasajero sin voluntad de los grandes exilios. Acababa de traducir un artículo sobre la huella húngara en Auschwitz-Birkenau y se me venían a la cabeza judíos como juncos, inapetentes rumanos, polacos enganchados a las alambradas cual trapos, rusos sin voz ni deseos. En plena autopista mi mente seguía atada a los vagones de ganado con los que arrancaba el texto.
—¿Qué te pasa, te ha comido la lengua el gato?
—No, estoy bien.
—Pues pareces alelada —lo dijo con cariño—. ¿Has tomado algo para dormir? ¿Los niños siguen torturándote? ¿Tu maridito no cumple como es debido?
Nuestro intercambio de papeles chirriaba: yo debía ser la que condujera, ella la acompañante. Yo la amiga competente, ella la víctima. Al fin y al cabo la intervención quirúrgica le pertenecía. Un perverso suma y sigue de cicatrices que dejaba en ridículo mi patética cesárea. Como en la charla nocturna del delgaducho Roy Scheider con el malencarado Robert Shaw y el biólogo Richard Dreyfuss en Tiburón. Sara sufría, iba a sufrir y sufriría, pero conducía resuelta, con el ánimo de quien maneja las conjugaciones como dados de juego.
Ni se inmutó con el primer atasco: los pilotos rojos de los coches empezaron a juntarse, a recordar a farolillos chinos codiciados por la brisa, y yo comencé a darme golpes de pecho.
—Debíamos haber salido antes, pero no había modo de que los niños desayunasen. Últimamente son como monjes. Monjes budistas dispuestos a ayunar para purificarse la tripita.
Sara no probaba bocado desde la cena, respetando el protocolo clínico, y me prohibió con gesto categórico que mencionara comida.
—Compréndelo, mataría por unos Voloirs. O por unos Chicanetts de fresa. No, mejor aún, mataría por unos Ghost Children comprados en Goza’s.
Sus preferidos. Pastelillos de hojaldre con rebabas de crema pastelera, tocados con un birrete de guinda. Sencillos, antiguos, una suerte de prehistoria de la confitería. En sus contados momentos de desidia se concedía a sí misma humillantes atracones. Pero desde el diagnóstico de su enamorado cáncer, equitativamente repartido entre las dos mamas parcialmente operadas, no había vuelto a probarlos. Los reservaba, decía, para las recaídas, una medicina alternativa infantil e inocente para mujeres calvas.
—¿De verdad puedes ganarte la vida con eso de los idiomas? —preguntó.
—Ayuda a pagar facturas. Pero no son grandes encargos. Las revistas para las que trabajo, digamos, no pueden permitirse otros traductores —era dura conmigo misma y mis aptitudes, como si la tensión examinadora de los tiempos colegiales perdurara.
—Ya.
Sara trabajaba en una asesoría fiscal y su lacónica respuesta me hizo pensar en repuntes bursátiles y codicia, en la fea ironía del dinero.
—Yo no podría trabajar encerrada en casa —objetó.
—Son sólo unas pocas horas. Cuando los niños están en el colegio.
—¿Y esas ojeras?
—¿Qué?
—¿No trabajas de noche a la luz de una vela?
—Alguna vez —reconocí.
Pero ése no había sido el caso con las toscas memorias resumidas de mi panadero húngaro.
—Yo por las noches procuro dormir. Y si tengo oportunidad, solazarme. So-la-zar-me —silabeó como si me enseñara gramática—. ¿Tengo que explicarte en qué consiste?
—Creo que no.
Miré al frente fingiéndome injustamente juzgada. A Sara podía perdonárselo, pero qué manía tenía la gente con airear flaquezas ajenas. Yo me adaptaba a los demás. Claro que también tenía mi propio ombligo, esa fuerza centrífuga que te obliga a mirar dentro de ti con benevolencia. Un ombligo, suponía, algo provinciano.
—¿Crees que no?
—Eso he dicho.
Descrucé las piernas. Las luces rojas eran una burla inquietante. Quedaba nieve en las cunetas, usada, fea, el recordatorio de algún cambio climático. Imaginé que a unos kilómetros, bajo las colosales nubes que custodiaban la ciudad, la ventisca arrojaba más copos, nuevas discusiones y poses científicas. Por eso los contaminadores coches cuchicheaban.
Sara me devolvió a la realidad con una palmadita en las rodillas.
—No te preocupes por el atasco, soy la estrella de la fiesta. Sin mí no hay jolgorio.
La de hoy era una intervención menor; retoques, lo llamaba ella. Su querido anestesista apenas tendría trabajo. Velaría su pequeño sueño con una sonrisa displicente y la mascarilla transparente en la mano. Seguido, el cirujano más competente del mundo le bordaría unos pezones perfectos en sus consumidos pechos, ahora no tan remolones ni acomodaticios. Ni traidores, claro. Haría punto de cruz, cuatrocientos puntos de sutura microscópica que su organismo absorbería con deleite. Los gurruños de carne se convertirían luego en algo encantador, gracias al talento de un cirujano tatuador, un artista que tintaría dos aureolas planetarias. A finales del verano podría desnudar el resultado en alguna playa para mutilados. Pero por primera vez me pareció impaciente por el tráfico.
—La gente no se toma en serio los problemas de los demás —se quejó.
—¿Por qué lo dices?
Alguna mala experiencia con las prótesis que había utilizado al principio, pensaba yo. Así borraba de mi mente los checos de cuarenta kilos en canal, los gitanos mordidos por los dóberman de la ss, la mugre humana del campo.
—Por las ventanillas.
—No sé a qué te refieres.
—A que todo el mundo lleva la ventanilla subida.
—Eso es porque hace un frío de mil demonios.
—Es para evitar charlar con los demás, enterarse de lo que sufren. Ése es el motivo.
—Pero tú llevas la ventanilla subida.
—Porque estoy convaleciente. Pero si el coche de al lado llevase las ventanillas bajadas haría lo mismo. Y no quiero discutir más.
—No estamos discutiendo. Estamos…
Lo que hizo a continuación fue darse un homenaje. Algo provocativo y absurdo al tiempo, muy de la Sara universitaria de antaño, con los principios recortados a tijeretazos y el malestar por lo que sucedía a su alrededor tornado en mohín. Levantó el pie del freno y dejó que su coche, el Volkswagen granate de siempre, rodara suavemente unos metros por su cuenta y acabase por golpear al coche de delante, un bmw negro del que inmediatamente se apeó un conductor irritado.
—Tú déjame hablar a mí —me dijo Sara entre dientes.
—¿Pero por qué has hecho eso?
—Se me resbaló el tacón. Bueno, no. Me apeteció hacerlo. Tiene que ver con las ventanillas, supongo. La teoría de las ventanillas bajadas. ¿Por qué no escribes un artículo?
—Yo no escribo artículos. Soy traductora. Y mala.
—Pues deberías empezar a escribirlos. A ser tú en vez de otros; no sé si me explico.
—Como un libro abierto —respondí resentida.
El sonido que oíamos era el de los nudillos del hombre golpeando la ventanilla.
—Qué pesado —dijo Sara.
—¿No sería mejor que hablases con ese tipo?
—Estoy hablando con mi mejor amiga. Que espere.
—No es el mejor momento para…
—Dios mío, qué formal eres.
Bajó la ventanilla a empellones, como si se peleara con la manivela.
—¿Qué sucede? —preguntó cortante, el flequillo despuntado enredándosele en las pestañas—. ¿Tiene idea de por qué estamos atascados?
—Ha chocado contra mi coche.
Era un hombre todavía joven, con un carísimo traje de Rainieri’s asomando por debajo de la gabardina Ventura. Un sórdido ejecutivo de algún bufete con la placa del portal rebosante de apellidos sonoros. Afortunadamente continuaba el colapso y todavía no había movimiento. Los coches en retaguardia no se impacientaban. Sara le dedicó una mirada que mandaba a paseo el incidente y prometía algo más.
—¿Nos conocemos de algo?
—¿Qué?
—No sé, me suena tu cara —era como si flirtease en el Manila con el primer simpático de la noche—. ¿No serás socio del Footbrass?
Ella acudía a aquel gimnasio tres o cuatro veces por semana. Yo también, pero para demostrar mi indulgencia con la celulitis.
—Tengo amigos que van —él quedó desarbolado momentáneamente.
—Pues debemos haber coincidido en otro sitio. Me suena horriblemente tu cara. ¿Sueles ir al Vesubio?
—No lo conozco.
—¿Y al Martita’s?
—Tampoco.
—Queda cerca del parque. Un poco cursi, la verdad.
—No es mi zona.
—Entiendo, «no» es tu zona.
—¿Por qué no te apeas del coche para comprobar los daños? —él hizo del tuteo otra estrategia.
—En realidad tengo un poco de prisa. ¿No podríamos dejar los análisis mecánicos para otro momento? Seguro que no es más que un rasguño. «Mea culpa», por supuesto.
—¿O sea que aceptas que empotraste tu coche contra el mío?
—Técnicamente sí, supongo.
—Da la casualidad que soy abogado.
—Vaya, menuda sorpresa.
—¿Lo sabías?
—Lo intuía. Estoy en el negocio y sé de qué va.
—¿Algún inconveniente más?
—Seguro que a tu madre no le gusta que seas abogado, ¿me equivoco?
—Te equivocas —echó mano de su cartera. Le tendió a Sara una tarjeta con fino desprecio—. Mi número.
—Ni lo sueñes.
—¿Cómo?
—No pienso quedar a cenar. Te amargaría la noche. Aquí donde me ves soy una moribunda.
La arrogancia masculina terminó de hacerse añicos cuando ella añadió:
—Te doy asco, lo sé. Asco y miedo. Tienes un sexto sentido para descubrir problemas. ¿No serás un vicioso, alguien a quien le gustan las taras?
Desde el inicio de los tratamientos, Sara había ido descubriendo las reticencias de la gente a tocarla, a rozarse con ella, como si la enfermedad pudiese transmitirse. Estar en cuarentena era algo desolador.
—No sé de qué me estás hablando —nuestro conductor agredido se turbó como un adolescente.
—De música celestial.
Las luces rojas oscilaron en la cabeza de la caravana, bajo los indicadores azules.
—La cola se mueve —advertí tensa.
—Coge la tarjeta, por favor —insistió el extraño—. No pienso demandarte.
Sara observaba la tarjeta sin entender su significado: un rectángulo de papel, un nombre en cursiva, unas señas, un teléfono. La miré de soslayo; de repente la enfermedad estaba en su cara, un semblante calcado del de mis prisioneros de los campos. Cinco mil cuatrocientas treinta palabras traducidas. El testimonio de un anciano panadero húngaro, lo que quedaba de sus recuerdos volcado al papel satinado.
—Sara… —murmuré, y hasta mi voz procedió de otro mundo.
Comenzó a reaccionar; su mano abandonó el regazo para coger aquella tarjeta, pero hizo algo más: apresó dulcemente la cuidada mano del hombre, la manicura perfecta, el anillo de casado trocado en aro pirata, y tiró de ella hacia el interior del coche. La tarjeta se desprendió y descendió revoloteando hasta los muslos protegidos por unos leotardos de colegiala. Como una mariposa curiosamente geométrica. Él apenas se resistía a aquella zozobra. Algunos bocinazos se encadenaron y Sara masculló:
—¿No pueden callarse?
Logró que aquella mano abarcara uno de sus pechos; él hizo ademán de retirarla.
—Tranquilo, no vas a quemarte. Me quema a mí, pero a ti no.
—Vaya, has ligado —dije como si fuese la amiga tonta de cualquier reunión.
—¿Qué sientes? —le preguntó Sara.
Él hombre la miraba estático, su rostro recién afeitado puro plástico. Un maniquí con todo su atrezo bien empaquetado, bmw incluido. Aunque la procesión podía ir por dentro, pensé. Pero no estaba segura. Tal vez fuera uno de esos insensibles perdonavidas de las estadísticas, incapaz de comprender.
—¿No vas a decir nada, cariño? —Sara apretó los labios—. Estás metiendo mano a un capricho genético.
—Estás loca —él se apartó bruscamente de la ventanilla transformada en madriguera y corrió hacia su coche.
Ella miró la tarjeta por ambos lados, ignorando aquella retirada.
—No puede decirse que fuera rematadamente guapo, ¿verdad?
—Interesante.
—Ésa es una respuesta de ama de casa cohibida.
—No se me ocurre otra cosa.
—A mí sí. Era un gallina con corbata y un incompetente en el amor, estoy segura. Le temblaba la mano como a un niño.
—No creo que la situación…
Sara soltó una risotada de bar. El bmw rodó y sentimos un leve tirón, como si los hilos de plata que nos unían acabaran de romperse. Aguzó la vista con su vis más cómica.
—¿Tú ves algo? ¿Un solo rasponazo? ¿Una abolladura?
—No me ha dado tiempo.
—Ni te molestes. Nada de nada. Menudo caradura. Daños, abogados, demandas. ¿Con quién se cree que está hablando? Van a fabricarme
unos pezones nuevos —bajó la ventanilla otra vez y sacó la cabeza—. ¡Unos
pezones nuevos, valiente idiota! ¡Unos pezones nuevos!
Pero el sonido del tráfico impidió cualquier comunicación.
Cuando estuvimos bajo las nubes no sucedió nada. La ventisca que yo había soñado nos era negada. Las vallas metálicas que cerraban la autopista me hicieron pensar en mi campo de concentración de papel, en grasa humana, en oro de anillos y dientes. En alambre de espino. Pero también olía a las hogazas de mi panadero.
Había obras en la carretera y un operario con una señal de stop en la mano controlaba el tráfico. Se quitó el pasamontañas y nos sonrió al pasar. Íbamos tan despacio que ese contacto visual era posible. Sara me dijo que le apetecía bajarse por el detalle de la sonrisa y abrazarle, pero que no tenía tiempo para eso.
—Mejor lo dejo para otra ocasión.
—Sí, será lo mejor.
Ya se distinguían a la derecha las altivas formas cúbicas del hospital, los cientos de ventanas y sus historias. Era el lugar sereno donde se producían los milagros.
—Dentro de cuatro semanas tendré que volver para que el tatuador haga su obra maestra conmigo —planeó animosa, mientras me cogía la mano—. Entonces abrazaré a alguien.