Abuelas maragatas. Árboles.
Círculos para guardar lo que la abuela maragata y el árbol han contado a los niños.
Como el agua.
Ríos con nombres capaces de adormecer la marcha del tiempo; ríos que ofrecen cantos para que el viento beba en las tardes de Maragatería.
Crecer es cerrar los ojos.
Nada explica la tierra sembrada de imaginación. Nada. Ni la que fecundó la memoria: nada lleva este pájaro en su pico.
¿Cuánto falta?
Falta la distancia hasta la fuente en el invierno; la fuente cubierta de nieve y deseos.
Falta medir la edad colgándole al cielo una estrella cada año: es la oración pagana que se reza de pie ante la línea frágil que divide el día y la noche.
Me refiero
al instante en el que somos bruma y las manos dormidas podrían inventarle corazones o labios a la existencia.
Me refiero
al sol danzando sobre la densidad de las nubes; a la rueca que hilaba amaneceres esperando ser convocada de nuevo.
Me refiero
a cómo nos escondimos tras las cortinas de la nostalgia con la boca llena de chocolate para sobrevivir.
Me refiero
a ese levísimo dolor ante el que las palabras y los colores se quedan tan cortos.
Me refiero
al minuto de la despedida; a las mujeres irremediablemente solas y a los hijos irremediablemente aferrados a sus piernas.
Me refiero
a la lágrima que llena el alma de arena y desierto.
Y a la torpeza de los relojes.
Alabo, sin embargo, esta vejez exacta de cerezas en flor, trigo y un perro que le ladra a la luna.
Me refiero
a la simetría entre las raíces del árbol y mis antepasados, y a la sombra perfecta que encierra la danza donde late el sagrado Teleno.
Me refiero, Dama Hermosa,
a la dificultad de hilar sentimientos, y al rigor de la Música que tu cuerpo derrama, Dama Hermosa.