El sol que brilla,
el pan del día,
lo que me queda de vida.
Todo lo dejo,
todo lo entrego,
lo dejo con alegría
por un poco de Bolivia.
Dueño del mal,
dueño del bien,
el caporal.
Luis Rico
*
Los viejos de Isla del Sol creen que el Tiempo está cansado. Tanto siglo sin pausa, comentan resignados en los atardeceres andinos, ha hecho mella en sus fuerzas.
Lejos quedó la época en que los incas movían montañas con sus hondas, labraban terrazas en las colinas con el poder de su mente, o excavaban laberintos en los que se entraba niño y se salía anciano. Hoy el mundo, abandonado a su suerte por un Tiempo exhausto, se resquebraja como un muro enfermo, se tambalea como un árbol desarraigado, se viene abajo como un hombre sin creencias.
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En un arranque de fervor desesperado le juró a la Virgen de Guadalupe que, si su hija se curaba, pasaría el resto de sus días arrodillado. Para que quedara constancia, lo puso todo por escrito y clavó la nota en el tablón de las ofrendas.
La operación fue un éxito.
Hoy hace ya siete años que se arrastra por las calles de Sucre.
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Para Antonia cada noche es una tragedia en tres actos.
El primero se podría titular «La espera», y sus protagonistas son el insomnio y las vueltas en la cama. Su duración es variable. Acaba cuando Antonia oye las llaves hurgando en la cerradura, y la preocupación por cuándo llegará Guillermo da paso a la angustia de que ya ha llegado.
Lo que queda de oscuridad —el segundo acto— es un agónico huir de los golpes, del aliento de chicha, de las manos que la tocan después de tocar a cualquiera.
En cuanto al desenlace, ya en las primeras insinuaciones del alba, Antonia prefiere no hablar.
Prefiere cerrar los ojos y, un poco más marchita que ayer, dejar que caiga el telón sobre las huellas de su infortunio.
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A fuerza de lavar la ropa en el cementerio, las mujeres le habían perdido respeto al mensaje escrito junto al pilón:
¡Silencio!
Vosotros que posáis la planta altivos
Entrad aquí por el dolor cubiertos
Que nunca la algazara de los vivos
Ha de turbar la calma de los muertos.
Hasta que una mañana de canciones y chismes un muerto las reprendió.
—¡Se callen de una vez, viejas cotorras! —gritó con toda claridad.
Las mujeres huyeron en desbandada, dejando tras ellas la ropa, los jabones y un reguero de pavor.
Más tranquilo, Jonás el vagabundo chasqueó los dientes y, bien acomodado entre dos lápidas, siguió durmiendo.
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Al verlo erguirse sobre las ruinas de Tiahuanaco, con su traje de colores y su casco llameante, Luisito dio al traste con los rigores de la historia y creyó hallarse frente a Inkarrí, el guerrero que Viracocha envió a luchar contra las huestes de Pizarro.
De vuelta en el autobús, su maestra trató sin demasiado éxito de explicarle la verdad. Que Inkarrí no era más que una leyenda y, aquel hombre, un presuntuoso motorista extranjero.