Son los míos, me consuela
saber que en sus pechos
está el centro del mundo
Luis Fernández Roces, Viejos minerales
3
Quienes observan el movimiento de las estrellas
o la traición de la coralina
o la germinación del xilandro
o el nacimiento del agua
en las entrañas de la tierra,
no son otra cosa que teólogos
que diseñan dioses para permitir al hombre
unir a su muerte la sonrisa
dibujada en la geografía cobriza de su rostro.
El dios infinito de la lluvia
ve cómo germinan líquenes y musgos.
El agua es el principio de las cosas.
Está escrito también
en el rostro de mi madre
que contempla el discurso permanente del tiempo
dibujado en las aguas del Bernesga.
Ve pasar el agua y la vida
desde la ventana.
Y me ve, justo al lado del puente,
llenar los calderos en la fuente,
sujetarlos al marco de madera
y colgarlos al cuello de la niñez.
El agua era la fertilidad de la pobreza.
Cuando el dios Chak
permite la lluvia en Chichén-Itzá,
yo contemplo la jungla infinita.
El agua es el principio de la vida.
Lo veo escrito allá, muy lejos,
en el río de la infancia,
en los ojos de mi madre
por los que un día empecé a trepar
a estos mundos y a estos sueños,
a estas pirámides habitadas por los dioses
y los sueños que aún me tienen vivo.
6
Es amarilla la mirada
que yo detengo en Faya,
la patria ya lejana de una niñez de moras y de arándanos.
Es amarilla
esta tarde lluviosa y gris de principios de noviembre.
Y sueño con la ternura del corazón
puesta en la mano cálida de una hermosa niña
que me mira cuando digo Daniela,
cuando repito Daniela
y no sepa pronunciar su nombre
en fula, jola, wolof ni mandinga.
Me arrastra su mirada,
como la semilla poderosa del amor,
río Gambia adentro, en busca de una isla diminuta
en que la esclavitud
aún resuena a vergüenza y nombre propio.
Tiene nombre de santo la isla de esta negritud,
cerca de otras islas de Perros o Pelícanos,
camino de Juffure,
camino de un hombre que convirtió en símbolo la libertad:
Kunta Kinte resuena como un trueno
—katunga, salunga, barunga—
en los ojos de quienes tienen sólo tiempo
para morir sin aspavientos,
víctimas del óxido de la ceguera y el olvido.
Es lo mismo morir sobre caña de bambú
o sobre el mar hermoso del atardecer en Kanje
o en el silencio de los cocodrilos
que custodian la laguna sagrada de Kachi-Kali.
Veo también la muerte
en el retorno de esta tarde gris de noviembre.
Chapas de madera protegen las puertas
de la lluvia y del invierno.
El óxido empieza a adueñarse de otra casa.
El olvido
se adueña de los hombres y su historia.
El olvido huele a incienso.
Me lo recuerda el brujo
(samjara, batunga, kamjara)
que dibuja sobre las manos mi futuro
cuando retumban los tambores
en el silencio clamoroso de la selva.
Esparce sangre por los ríos de la palma
con las garras del águila
que un día sobrevoló la espesura tupida de estos bosques.
Y la asperje con el agua nutrida con las vísceras
de todos los animales que soñaron ascender a sus cimas vegetales.
La suerte —dijo— está en la corriente de las aguas.
Ya sabía yo de niño
que el agua es un camino lento y largo.
Sólo que el agua del Bernesga
se perdía pronto y para siempre entre unas rocas,
negándonos la anchura infinita de otros mundos.
En esta tarde roja
la jacaranda pone sordina a la memoria.
Y la luz africana surgida de un sonido misterioso
—bambalá, bambalú, bambalé—
pone sueños en la palabra y la esperanza.