(Lima 1987). Con Hijos de la guerra (Hipocampo Editores, 2020) obtuvo el Premio Luces de El Comercio en la categoría «Mejor libro de cuentos 2020».
Lo encontramos como todas las mañanas en su mesa del Don Lucho, a unas cuadras de la Plaza San Martín, tomando café y mordisqueando un pan con queso, sin apartar los ojos de un libro que sostenía con una habilidad estupenda.
—Qué es la poesía, Juan —le dijo Julio de golpe.
El poeta levantó la cara de la taza y sin apartar los ojos del libro se puso a temblar.
—Sí, Juanrra, la maldita poesía.
Habíamos leído mil veces todos sus libros y además de admirarlo sentíamos lástima por él.
—Caramba, es un gran poeta.
—Es el mejor de todos, y está jodido.
En eso estábamos de acuerdo. Durante esa época no era fácil estar de acuerdo en algo con nadie, ni siquiera con Julio, pero Juanrra era nuestro consenso excepcional. Habíamos huido de la universidad, escupido en el muro de la burocracia académica y sus figuras ilustres, en el que todos nos parecían corrompidos; una comunidad infame que crecía viviendo del prestigio de otros. Y este prestigio, justamente, nadie lo merecía como Juanrra.
—El mejor poeta latinoamericano, hermano —me decía Julio.
Juanrra era la calle misma respirándose, hablándote al oído, vibrando.
—Un hombre con la sensibilidad a flor de piel —le decía yo—, un poeta de otro vuelo.
Esto, está claro, valía para nosotros. En la mezquina realidad, Juanrra era apenas un planeta enano y sin luz, respecto a otros poetas con suerte que orbitaban como estrellas —aunque muchos de ellos no brillaran, ni siquiera destellaran— en el vasto universo de la poesía.
En estas apreciaciones que podrían parecer sutiles se nos iban las noches y los días, incluso semanas. Hubo un tiempo, recuerdo, en el que no hablábamos de nada más y toda nuestra energía, todo nuestro entusiasmo, estaban puestos en Juanrra, en su poesía de cuadernos espiralados que un viejo editor nos prestó a cambio de nada. Estábamos, como lo hubiera podido reconocer un ciego a kilómetros de distancia, absortos en la poesía, y Juanrra era nuestro sol. En las mañanas, muy temprano, nos encontrábamos en el puente Trujillo y emprendíamos la marcha. Eran caminatas estupendas hablando sólo de poesía. A veces nos deteníamos a comer o beber algo bajo las sombrillas delirantes de los ambulantes, vociferando acaso por algún quiebre literario. Recuerdo una vez que Julio dijo:
—La poesía peruana es la mejor del continente, compadre —y sus ojos se llenaron de luces o esquirlas y hasta derramó la chicha que traía en un vaso plástico, de pura emoción.
—¿Por qué? —le dije yo.
—Pues por Vallejo, Calvo, Heraud, Hinostroza, Verástegui. En ese orden. ¿Quieres que siga?
—No hace falta —le dije—, estoy de acuerdo.
Aunque reconocía a todos los mencionados como grandes poetas, estaba claro que su inventario era chauvinista, puro delirio patriótico, hermano. Porque, qué me dices de la poesía chilena, por ejemplo, no había duda que estaban más adelantados, que volaban más alto. Le canté sólo tres nombres:
—Es la trinidad del sur.
Nunca estaríamos en sintonía. En lo que estábamos de acuerdo siempre era en Juanrra.
Yo trabajaba entonces repartiendo encargos a lo largo y ancho de la ciudad. Era un trabajo estupendo porque me contrataban por días, sobre todo los fines de semana. Repartidor de cargo era mi puesto. Recuerdo que una buena vez, mientras leía una antología de poetas afroperuanos, despatarrado en la tolva del camión, oí que el encargado preguntaba si conocíamos de alguien dispuesto a fajarse con el trabajo.
—Cada vez hay más mercadería por repartir —se quejaba el encargado, y hacían falta manos. Me incorporé en el acto y sin haber hecho ninguna coordinación, le ofrecí la solución.
Julio aceptó complacido y así estuvimos juntos en la tolva del camión repartidor, rodando por la ciudad, descargando la mercadería (la cual variaba según los encargos que recibía nuestro jefe), de modo que, a veces, lo que repartíamos eran mayólicas, cajas de ceramios que pesaban horrores; otras, cartas, utensilios o muebles de melanina para armar siguiendo unas instrucciones inverosímiles. En las paradas que hacíamos en la ruta comprábamos cigarrillos y nos poníamos a hablar y hablar de poesía. Era lo único que nos interesaba entonces y sobre ese pico, sobre ese acantilado de palabras, sobre ese fuego, siempre Juanrra. El chofer del camión se burlaba de nuestro desmedido entusiasmo, aunque alguna vez comentó que de chico había leído en el colegio a Chocano, que le pareció malísimo.
Bueno, le decíamos nosotros, siguiendo nuestros principios de crítica literaria; todas las opiniones cuentan, Jerónimo.
La poesía ardía en nuestras manos de la mañana a la noche, mientras mirábamos por el vidrio del camión las luces de la ciudad, las pocas nubes que vagaban en el horizonte. Entonces tuvimos una revelación, una de esas ideas que sólo puede inspirar la poesía. Fuera como fuera y a como diera lugar lo encontraríamos.
¡Juanrra hablaría con nosotros!
¡Nos daría una entrevista!
¡Nos reconocerá como sus hijos!
No será fácil, conjeturamos durante muchos días, después de apaciguar nuestra candidez.
—Puede que haya decidido estar al margen de la movida literaria —decíamos—, o simplemente está acabado o asqueado y, por qué no, tal vez le importa un pito la poesía.
Esta última apreciación juvenil nos espantaba, aunque por la fuerza de su determinación no dejaba de fascinarnos.
Juanrra había dejado de publicar, sus apariciones en recitales se hicieron nulas, todas sus referencias se suscribían al Don Lucho, aunque incluso allí había faltado.
De todos modos, había que dar con él. Sabíamos que la obra de un poeta no era sólo su poesía, sino también su vida. De esto existían —como es lógico— un sinnúmero de casos, ninguno como Juanrra.
Había nacido en Chiclayo, en el norte del Perú, durante la época de esplendor del algodón. Desde niño, luego de las clases en la escuela primaria del distrito, donde escuchó por primera vez un poema de Chocano que tendría siempre en la punta de la lengua (tal vez por las imágenes vivaces que aludían a caballos desbocados), ayudó a su padre en el oficio que éste había heredado del suyo: la zapatería. De modo que a los nueve años el pequeño Juan podía armar, sin más manuales que los ojos de su padre, que observaban cada uno de sus movimientos, asintiendo o negando, un par de zapatos de vestir de suela doble, incluso —con cierta ayuda— maniobrar materiales menos dúctiles como el charol.
A los quince ya era un lector empedernido de poesía clásica castellana. En el instituto técnico donde cursó la secundaria destacó entre sus compañeros por sus conocimientos de álgebra y física, materias que nunca tuvo por enemigas de las letras sino más bien, por una razón que entonces sólo adjudicaba a su intuición, cercanas. Fue durante la primavera de 1964 que las cosas tomarían para Juan un rumbo que después no podría torcer. Uno de sus maestros le encargó la organización de un evento en homenaje a César Vallejo. Así, después del trabajo, en una punta de noches que no terminaban nunca, en un rincón del taller de zapatería alumbrado por lamparines, Juan devoró los poemas fulgurantes del poeta universal. Su entusiasmo se desbordó y fue por más. Consiguió biografías, todas contradictorias, papeles sueltos, hasta dar con un material que calificó como tesoro: la correspondencia del vate trujillano, llegando a sentir en plena piel las vicisitudes que éste pasó en París, en la candente sociedad europea de los años treinta. Absorto, con los ojos enrojecidos y la cabeza llena de ideas respecto a la vida y la poesía, Juan había atisbado un destino. Luego vino la universidad. Lima le pareció una ciudad estupenda, vibrante. Hizo amigos rápido a pesar de su carácter introspectivo y la inquisitoria de la dictadura militar. Luego de estudiar la poesía peruana a nivel macro, determinó que sólo Vallejo valía la pena ser recatado. Lo demás, según comentó con otros poetas, era frívolo, una copia repudiable de la poesía española romántica. Así nació una nueva estética a la que se adherirían otros poetas de la ciudad, pero sobre todo de provincias. Lo demás es historia: libros, recitales, manifiestos y en el centro la figura de Juanrra in crescendo como un torbellino en la pacata sociedad peruana de las letras y extendiéndose todavía más, tocando incluso otros continentes, despertando otros corazones. A los veintiocho años había publicado dos libros y preparaba otro, donde, como dando cauce a intuiciones juveniles, servirían de hilo conductor entre vida y poesía, los algoritmos y las matemáticas.
—Ése es Juanrra, hermano.
—Eso es ser poeta y vivir y escribir en el Perú.
Una de esas mañanas primaverales en que rodábamos con Jerónimo por distritos fichos y éste iba cantando como un loco una cumbia descorazonada, llegamos sin saberlo a la casa de un profesor de la universidad. El viejo Maynor nos reconoció enseguida de una clase de primer año, y luego de que colocáramos los ceramios en su jardín, nos hizo pasar a su biblioteca. Era una habitación mediana decorada con fotografías en las paredes, recitales donde él mismo aparecía con otros poetas brindando en una taberna del centro, o departiendo en una mesa durante la presentación de un libro.
—Muchachos —nos dijo—, este encuentro no es casualidad.
El viejo abrió los ojos como si tuviera enfrente una visión de juventud, una visión distorsionada de esa imagen de juventud —en todo caso—, pero real o palpable, y dijo en tono fulminante:
—Es obra de la poesía.
Afuera, Jerónimo hacía explotar el claxon.
Hacía algún tiempo el viejo había tenido la urgencia (era la palabra de moda) de publicar una antología de poesía juvenil.
—Las nuevas voces —nos dijo, paladeando un refresco, ya más calmado—; las voces del futuro. Maynor hablaba con un entusiasmo que no se correspondía con su edad.
Julio y yo nos miramos y estoy seguro de haber sentido una punzada en el estómago: estaba claro, en él, a pesar de los años, el llamado de la poesía seguía resonando.
—Claro —le dijimos—, claro, Maynor, estupendo, cuenta con nosotros.
—Lo primero que hay que hacer —dijo el viejo ya en la puerta (con una ruma de libros que nos regaló, pues lo juzgó indispensable para nuestro propósito; aunque más bien debió de pensar en lo pobre de nuestro horizonte cultural)— es buscar a los poetas, encontrarlos, juntarlos.
Luego preguntó si teníamos alguna idea.
—Por supuesto —le dijimos—, claro que tenemos una idea, Maynor.
Esto no era del todo cierto. Aunque entonces habíamos logrado tener una valoración bastante exacta de la poesía de Juanrra y logrado colocar algunos textos al respecto en revistas de baja circulación, no teníamos un rumbo exacto por dónde iniciar la búsqueda, mucho menos cómo reclutar poetas. Estaba, aunque no le diéramos mucho crédito, la universidad. Pero los días pasaban y a fin de mes, además de nuestras conversaciones febriles, nos vimos otra vez con las manos vacías.
—Si tuvieras que buscar un futbolista en potencia ¿a dónde irías? —le dije a Julio.
—Pues no sé.
—¿A un barrio donde haya canchas bien acondicionadas, o a uno pobre, donde los muchachos se claven en la tierra?
—Te sigo —me dijo Julio—, continúa, hermano.
—Pues a un barrio donde los arcos sean dos piedras, ¿verdad? Allí habrá por lo menos hambre, hambre de gloria.
Julio cerró los ojos y luego se rio:
—Pasa lo mismo con los poetas —dijo.
Empezamos, sólo por sentido de contradicción, por las universidades privadas, en los círculos de estudio de la lengua, en las academias de investigación referidas a las letras, pero una tras otras se nos fueron cerrando las puertas en las narices. Tuvimos que volver a la universidad. Nos confundimos con los estudiantes, preguntamos a los profesores que nos parecieron respetables, hasta que dimos con una clave. Un recital de poesía en la Facultad en honor a un profesor que había escrito sonetos.
—Quién escribe sonetos—nos preguntamos, verdaderamente alarmados.
Pero no estábamos para conjeturas y decidimos participar. Además del profesor agasajado, leían esa tarde algunos estudiantes de otras facultades. Nos aburrimos a mares en las butacas del fondo, aplaudiendo sólo por joder.
A veces quien leía era una muchacha guapa o por lo menos pasable y entonces aplaudíamos a rabiar, hasta tener las manos rojas. El viejo Maynor apareció y nos preguntó:
—¿Cómo va el trabajo, muchachos?
—Muy bien —le dijimos—, de maravilla.
La tertulia se hundía en el sopor, cuando en la mesa de lectura hizo su aparición un muchacho más o menos de nuestra edad. Rechazó el micrófono que le ofrecieron y no tomó asiento en la silla que le estaba asignada, sino que procedió a acuclillarse en el suelo. Entonces Julio y yo escuchamos el poema más increíble que habíamos oído a un chico como nosotros. Éste hablaba, en un tono sublime, de algunos espacios de la ciudad jamás pensados como poéticos, como, por ejemplo, los suburbios del Rímac, rutas de travestis golpeados en la noche cerrada que eran rechazados de los hospitales por no tender documentos de identidad, o sobre los cachacos de Palacio de Gobierno, muertos de hambre mirando estúpidamente la Plaza Mayor de Lima, deseando incendiarla. Se llamaba Pepe y desde esa noche o desde esa madrugada en que nos emborrachamos hablando de poesía, formamos un tridente inseparable. A diferencia nuestra, Pepe era un poeta de la noche; es decir, conocía de sobra los lugares donde se leía y comentaba poesía.
—La verdadera poesía, hermanos —nos dijo—, la que no está en los salones o bajo los sobacos de los académicos.
Embelesados, como quien holla en tierra virgen, Julio y yo asentíamos. Cuando lo pusimos al tanto de la antología que debíamos concretar para el viejo Maynor, dijo que sabía por dónde debíamos empezar a buscar.
El trabajo fue intenso durante la última semana del mes de julio, debido a la proximidad de las fiestas patrias. Una punta de distritos y cajas que subir y bajar, Jerónimo doblando el timón de un lado a otro, la radio encendida por inercia. En las noches casi no había tiempo o fuerzas para emprender la búsqueda y cada uno regresaba a casa sin ganas siquiera de ojear un libro. Una mañana, mientras Julio y yo ayudábamos a Jerónimo a lavar el camión, Pepe nos esperaba en la cochera. Tenía una idea que podría funcionar. Nos fuimos a desayunar a un restaurante del centro.
—Cuál es esa idea —quisimos saber.
—Una revista —dijo Pepe y los ojos le brillaron—. Una revista de creación literaria.
Convocaríamos a todos los poetas renegados del país, escribiríamos reseñas de libros conocidos, discutiríamos las opiniones de otras revistas y claro que habría una sección exclusiva de poesía.
—Es magnífico como proyecto, hombre, pero no tenemos fondos, no conocemos a ningún editor ni diagramador, ni mucho menos una imprenta.
—Todo se autogestionará —dijo Pepe— con recitales en bares o restaurantes, incluso en la universidad. Cobraríamos un sol, dos soles, algo simbólico a los espectadores y a cambio les daríamos nuestros pro-
pios poemas. Entonces podríamos sacar la revista.
A pesar del trabajo, las reuniones se llevaron a cabo todas las noches y se prolongaron hasta el amanecer. En la mañana, Jerónimo nos escuchaba hablar sin parar y se ofreció a colaborar con el pago de su semana.
—Formidable, hombre —le decíamos—, formidable. La poesía movía los corazones.
Empezamos por los bares del centro. El León Durmiente, La Fogata, El Averno, donde organizamos los primeros recitales. Los dueños de los locales recibirían todas las ganancias a cambio de un micro y luces en el escenario. Nosotros repartiríamos las plaquetas con nuestros poemas entre los asistentes, dejando nuestros datos para el contacto. Las jornadas estuvieron llenas de sorpresas. En las noches frías del invierno limeño, la poesía ardía en esas voces juveniles y anónimas que parecían chisporrotear por los altoparlantes de esos bares de mala muerte. Una vez, quien leyó no fue un joven sino un hombre mayor, aunque vestido como un vampiro urbano. Su nombre, según dijo, era Plinio. De su voz empalagosa y erótica —pues se relamía en los detalles más naturalistas— salían disparados versos muy originales y sórdidos, aunque no exentos de una dosis de ternura o melancolía. Cuando terminó de leer, lo invitamos a la mesa y nos hicimos amigos. En ese sentido, Plinio, el viejo —quedó bautizado enseguida—, fue de gran ayuda, pues tenía un conocimiento panorámico de los lugares más inverosímiles de la ciudad, huecos que asombraron al mismo Pepe y en los que pudimos recaudar una cantidad considerable de ingresos. Mientras las noches estaban cubiertas por recitales, las tardes las dedicábamos exclusivamente a la búsqueda de Juanrra. Averiguamos, por ejemplo —a través de un contacto de Plinio o de Pepe—, por un pintor de retratos, que los poetas de su generación vivían todos juntos en un viejo edificio del jirón Ancash y que compartían no solamente la comida, sino también los utensilios de aseo, la ropa, en fin, todo lo que define a una comunidad en ciernes.
—No son sólo poetas —nos decíamos—, sino una horda.
—Y en las noches, sin excepción alguna —dijo el pintor de retratos a Plinio o a Pepe—, hay jornadas artísticas donde se lee poesía, se canta trova y rock and roll, se exhiben cuadros y hasta se escenifican obras de teatro sobre las que nadie reclama su autoría.
Fuimos entonces, pero fue imposible entrar. Redoblamos la vigilancia alternándonos, pero en un par de semanas no pudimos encontrar a los poetas y mucho menos a Juanrra. En la puerta del edificio se vendían artesanías y sólo merodeaban por el lugar algunos turistas arruinados. Entonces el pintor de retratos le dijo a Plinio o a Pepe que tal vez la horda había migrado a la sierra central a fin de concertar una serie de recitales, pues, y en esto el pintor había puesto énfasis, su objetivo era llevar la poesía a todas partes, democratizarla.
Nos vimos otra vez con las manos vacías. Sin embargo, esto lo sabíamos, lo peor era permanecer estáticos. Era momento de forjar la línea de la revista. En dos semanas, después de una purga dificilísima, logramos establecer los parámetros que guiarían su publicación.
Lo más difícil fue llegar a un consenso respecto a los poetas que le darían voz. Decidimos además que el primer número, como era lógico, estaría dedicado a Juanrra.
—Sí —dijo Julio, en un arranque de euforia—, a la poesía fulgurante del mejor poeta latinoamericano no académico ni erudito, aunque erudito a su manera.
—Sí —dijo Pepe—, al poeta más insólito y vital.
—Sí —dije yo—, al hombre que había potencializado el mensaje de Vallejo. Plinio dijo que suscribía todas nuestras consideraciones.
Esa madrugada, muy emocionados, brindamos y nos abrazamos a media calle bajo la sucia luz del alumbrado, entonando todo tipo de canciones, que los vecinos recriminaron desde sus ventanas.
Anunciamos nuestro debut en la mórbida sociedad literaria con bombos y platillos. Pegamos afiches en las universidades Villarreal y San Marcos, también en algunas particulares como la de Lima o la Católica, ajustamos el precio de la imprenta para lograr un tiraje mayor y a colores. Cuando le mostramos al viejo Maynor el borrador, estaba sorprendido.
—Ah, carambas, muchachos —nos dijo—, pensé que una revista en estos tiempos era imposible.
Y aunque no parecía complacido, por lo menos sí estaba intrigado. Cuando la revista llegó al tercer número, ya era comentada en algunos círculos del medio y hasta se reseñó en un periódico de izquierda.
Habíamos logrado incorporar en un radio mayor a poetas de casi todas las regiones del país, incluso recibir poemas de autores que residían en el extranjero. El tono siempre fue polémico. Nadie era mayor de veinticinco años.
—La poesía es un fuego inaprensible —decía Julio.
—Un río sucio —le decía yo—. Un río sucio donde flotan peces enormes.
Pepe decía que había que llegar al maestro. Nadie lo había visto en meses. Su tierra era el norte, seguramente había vuelto allá buscando inspiración. Era imposible, nos refutábamos, Lima era su centro, su punto de irradiación, su fuente.
—Los poetas no tienen una fuente —decía Plinio—, aunque sí agua. Agua que se puede beber de distintos lugares.
Por esos días vimos al viejo Maynor en la universidad.
—Pronto tendremos lista la antología, viejo —le dijimos. Los poetas estaban allí, sólo había que echarse a buscar.
Maynor tenía los ojos encendidos y desbordaba entusiasmo.
—Perfecto, muchachos —nos dijo, sonriendo—, tómenlo con calma.
—Qué hay, viejo, cuenta, por qué tan radiante.
Entonces, Maynor nos hizo un regalo que difícilmente podríamos pagarle. Había logrado organizar, junto a otros poetas de su generación, un recital para celebrar «la poesía ardiente de los años setenta».
(Así se denominaba el evento que exhibía con grandes letras rojas el afiche que lo anunciaba en la puerta del Gremio de Escritores del Perú, como si en vez de poetas se convocara allí a un grupo de locos o desquiciados obsesionados con la tauromaquia o el más allá).
—Allí estará Juanrra —sonrió el viejo, relamiéndose—. Así que prepárense, será el evento del año, muchachos —nos dijo. Y no se equivocó.
Llegamos temprano y pudimos colarnos con las justas, forcejeando en la entrada, pues —como comprobamos entonces— hasta en la cola del tren cultural existen ventajas o padrinazgos. Nosotros, desde luego, no teníamos ni lo uno ni lo otro. Allí estábamos al fin y también allí estaba Juanrra.
No sé cuántos cigarros nos fumamos en la puerta, y aunque nuestras voces se esforzaban por ser naturales, despreocupadas y groseras, estábamos cayéndonos de los nervios.
Pronto, el viejo auditorio estuvo repleto de personas que hablaban a media voz como en un velorio o reían destempladamente, sugestionadas acaso por las luces bajas que imprimían un tono exótico a las paredes pasteles.
Una voz grácil dio inicio al evento. Juanrra permaneció inerme en el escenario, escuchando distraídamente a sus compañeros de generación que leían sus poemas o contaban anécdotas o chistes, hasta que le tocó hablar a él. Alguien puso sobre sus manos el micrófono y en la sala del Gremio de Escritores hubo un silencio prolongado y denso o elocuente. Juanrra golpeó con los dedos el aparato, carraspeó una, dos veces y dijo que la poesía era algo que él no podía explicarse sin los amigos aquí presentes y también otros que no habían podido llegar por falta de recursos o ganas, o incluso debido a la desgracia. Entonces, como obedeciendo a un impulso o un mandato, Juanrra leyó el más hermoso de sus poemas. Éste hablaba sobre un poeta y su ciudad. Un poeta que ha perdido su ciudad y sus libros (mencionaba la cantidad de libros) producto de un terremoto. En un momento, el poeta —o algo que simbolizaba al poeta: una fuerza, posiblemente— salía a las calles a buscar algo por salvar, en ese ciclón de lodo y espanto donde las calles se mezclaban con trajes de novias, el alumbrado con los ojos de un amigo arrastrado por la corriente, hasta que al fin el poeta abandonaba la ciudad en ruinas o incendiada mirando por la ventanilla del tren que lo llevaba a otro punto. El poema terminaba diciendo que la lluvia nueva limpiaba todo aquello o por lo menos lo intentaba.
Eso fue todo. Julio, Pepe y yo nos miramos. Maynor estaba de pie con los ojos cerrados. Una muchacha que oficiaba de presentadora miró al público; uno de los poetas de su generación que estaba en la mesa dijo:
—Ah, Juanrra, estupendo Juanrra —y luego leyeron otros y en el intermedio uno de los poetas entonó una canción en un francés difícil, con una dulzura conmovedora.
Cuando el evento terminó, los organizadores les pidieron a los poetas que se abrazaran para la foto de rigor. Juanrra sonrió desmedidamente, como si se la hubiera pasado de lo lindo esas dos horas y no como en realidad estuvo, absorto y melancólico, tal vez sólo aburrido. Cuando todo terminó y las luces del viejo local del Gremio de Escritores se apagaron, lo vimos alejarse con otros poetas rumbo a la avenida Alfonso Ugarte. Al cabo de unas cuadras éstos se despidieron de Juanrra. Era el momento que esperábamos. Juanrra caminaba despacio, mirando alternativamente los dos lados de la vía, aunque por momentos se detenía a observar de forma extraña los semáforos atroces o a la gente que cruzaba burlando los carros. Se detuvo en el cruce que separa las calles Loayza y Colmena y se escabulló en un café sin luz, donde una mesera desalineada lo atendió de mala gana. Juanrra sacó del bolsillo una libretita y un lápiz y, después de espiar con sigilo el local vacío, clavó los ojos en la mesa y se puso a escribir con furia. Decidimos no acercarnos y nos alejamos sólo cuando la lluvia menuda de agosto volvía plomas y resbaladizas las veredas.
Unas semanas después, luego de encontrar un pequeño espacio en un salón de la Facultad, pudimos presentar al fin nuestra antología Voces desesperadas. No había sido fácil, pero allí estaba, impresa en papel bulki y engrapada por sus dos lados.
El viejo Maynor, sin embargo, no estaba para festejos, muchachos.
—Qué pasó, Maynor —le dijimos—, por qué tan cabizbajo, viejo —con ese tono despreocupado de entonces—, la antología es un éxito, hombre.
—Es Juanrra, nos dijo. Ha desaparecido.
Nos enteramos de los detalles por las mezquinas noticias que preparaban los periódicos. Juanrra había salido de Lima con dirección al norte y después de siete días nadie daba razón de él. Nos reunimos esa misma noche, imprimimos imágenes de su rostro y las pegamos en las paredes en los alrededores de la universidad y en los postes de alumbrado público. Era todo lo que podíamos hacer y en efecto así lo hicimos, hasta que el invierno terminó y tuvimos que seguir con nuestras obligaciones, el trabajo del camión repartidor, la radio de Jerónimo que aullaba cumbias, las calles interminables de la ciudad.
Desde entonces, exacerbados por nuestro deseo de recuperarlo, lo vimos cada mañana cerca de la Plaza San Martín, sentado en su mesa de siempre, absorto en un libro y en su café, como una imagen entrañable, desgarrada y profunda.
—¿Qué es la poesía, Juanrra, la maldita poesía? Entonces lo oíamos decir, mientras nos marchábamos del Don Lucho, algo referente a la amistad o los amigos o tal vez era algo distinto; algo sobre las carreteras del norte, donde murió atropellado lleno de luz, una madrugada anónima, mientras nosotros, seguramente, hablamos de él con el candor con el que sólo puede hablarse de un padre o de un amigo perdido que ha vuelto de tierras lejanas después de mucho, mucho tiempo.