El espejo de Palma

Jorge Valenzuela

(Lima, 1962). Ficciones continuas (Milojas, 2021) es su libro más reciente.

Mientras Rónner se revolvía en un caos de papeles antiguos, el timbre sonó una vez, con temor, como si no quisiera herir la paz de la casa museo al final de esa tarde. Las paredes de adobe apenas se conmovieron con el sonido, afectadas por la leve electricidad que circuló a través de ellas. Un segundo después, el reloj le dijo la verdad: las seis. Debo irme, pensó, con esa urgencia inútil que, a veces, lo hacía cometer errores. Observó una vez más la carpeta azul de papeles dentro del cajón derecho de su escritorio y lo cerró con cuidado.

Según el horario que figuraba en un letrero de metal incrustado a un costado del ingreso, ya no había atención al público. El silencio que siguió al llamado le reveló que los empleados asignados por la Municipalidad para la atención del público se habían retirado. Dudó un momento antes de abrir. Se acercó a una de las ventanas desde donde se podía observar el pequeño jardín que recibía a los visitantes y corrió, con cuidado, la polvorienta cortina blanca que descendía desde el techo con la dureza almidonada de una columna griega.

La reja le impedía observar a la mujer como hubiese querido: apenas podía verla entre los arabescos que dibujaba la verja de hierro forjado que cercaba el solar. Notó, sin embargo, que algunos detalles de la arquitectura de la casa habían captado su atención y que, con cierto detenimiento, los confrontaba con una imagen que tenía en un libro que usaba como referencia. Se movía con cautela dentro de los límites de la fachada, arrastrando los pies con cierta armonía, con cierto ritmo. Tenía el aspecto saludable de las mochileras que se ven caminar por las grandes ciudades del mundo con una botella de agua en la mano. Su rostro fatigado, pero inteligente, infundía confianza.

Rónner abrió la puerta y salió a recibirla con una sonrisa que se le arrinconó en el rostro. Ella suavizó la mirada, como si buscara no molestarlo y trató de ser cordial en un perfecto castellano.

—Buenas tardes. Me llamo Charlotte Bench, soy australiana y trabajo para las guías de viajes Lonely

Planet.

Rónner la observó por un instante como se observa algo bello, le dio su nombre completo y le dijo que era

director de la casa museo. Ella sonrió.

Vengo a poner al día la información sobre la casa museo Ricardo Palma —dijo Charlotte—. Ya sabe, horarios, actividades, ampliaciones, nuevos servicios. La casa es la atracción cultural más importante del distrito de Miraflores.

En ese momento, ella le entregó una bella tarjeta en la que resaltaba un romántico atardecer naranja con la estilizada silueta del Taj Mahal en el fondo. Por el reverso, debajo de su nombre, la palabra autor indicaba su condición de escritora. El libro-guía volvió a emerger de su bolso y la página en la que figuraba una pequeña foto de la fachada de la casa museo terminó de hacer su trabajo. Rónner la invitó a pasar, pero antes de cerrar la puerta, en un acto gratuito, alargó el cuello y se fijó si alguien los había visto.

Dentro, la oscuridad empezó a ganar los rincones de la casa con tanta rapidez que sólo pudo reparar en el hecho cuando ella llamó su atención con un comentario sobre la neblina, el frío y la humedad de Lima. Rónner encendió las luces de la casa y le dijo que el invierno era así, que anochecía muy temprano y que la humedad podía matar a cualquiera de una pulmonía.

Ambos rieron.

Charlotte, era fácil inferirlo, era una mujer muy despierta y, por ello, una gran observadora. Su trabajo la había entrenado en dos cosas: no perderse ningún detalle si lo que tenía delante revestía alguna clase de interés, y considerar siempre que algo podía ser importante al margen de que le gustara o no. Su trabajo consistía en incluir todo aquello que, por alguna clase de mérito, podía constituir una atracción para los turistas que la guía se había esmerado en incluir a lo largo de los años.

—¿Es posible aún hacer un recorrido por los interiores? —preguntó, envolviendo sus palabras en un

ruego.

—Puede hacerlo —dijo Palma.

Rónner miró su reloj de pulsera y, aunque dudó, se dijo que bien valía la pena hacerlo. ¿Cómo negarse a

aquella petición si de por medio estaban aquellas guías de turismo Lonely Planet tan famosas? Aceptó sin condiciones, aunque hacía algún tiempo que no le hacía el recorrido a ningún visitante.

—Yo estuve en la casa de Victor Hugo en la Place des Vosges, en París —dijo Charlotte, como si sus palabras buscaran respaldar su experiencia y afirmar su interés por la literatura—. También en la casa de Poe, en Baltimore, y en la torre Martello, en la bahía de Sandycove, en Dublín, en donde Joyce sitúa el primer capítulo del Ulises.

Rónner la interrumpió con un comentario sobre Joyce y su famosa novela y se refirió al enorme esfuerzo que habría supuesto la escritura de ese libro. En ese momento, recordó el entusiasmo y la admiración que siempre había profesado por Dublineses y le dijo que también había estado allí, en 1982, en un viaje extraño que realizó gracias a su hermana. Recordó haber estado justamente en el bloomsday y haber visto a algunos jóvenes punks por primera vez en su vida. Pero, sobre todo, recordó haber comprado una edición del Finnegans Wake de la editorial Faber and Faber, que de cuando en cuando hojeaba con amor.

—Yo también compré una de esas ediciones—dijo Charlotte como si eso la acercara de algún modo a Rónner—. ¿Vio el bastón y la guitarra de Joyce en las urnas de cristal? —preguntó con entusiasmo.

Rónner fijó la mirada en los ojos de ella durante unos segundos y respondió con un movimiento afirmativo de cabeza. Luego, por unos instantes, se vio a sí mismo en Dublín, recorriendo las tristes calles de la ciudad con el Dublineses en la mano, como si fuese una guía de calles. «Fue hermoso», pensó para sí mismo.

—¿Lo fue? —preguntó Palma.


Después de un breve diálogo en la banca situada debajo de un floripondio atiborrado de capullos suicidas, ella le dijo que los museos de autor la impresionaban porque le permitían sentirse cerca de los escritores.

—Siento que están vivos— dijo, y su voz se hizo firme.

—Lo están—dijo Palma.

—Cuando estoy en uno de ellos es como si los tuviera al frente y los pudiera ver escribir, leer, dormir. Me gusta oler las casas, tocar sus cosas, aunque sea a la distancia del tiempo.

Charlotte conocía a Ricardo Palma y las Tradiciones peruanas más de lo que Rónner podía imaginar. Las había leído cuando era estudiante de literatura hispanoamericana en la Universidad de Pittsburg.

—Palma siempre fue capaz de alegrarme el día si me sentía mal o si me sentía sola —dijo Charlotte, sosteniendo una voz agradecida—. Es un verdadero maestro del humor.

A Rónner le resultaba abrumadora la fuerza con que ella había logrado que él se sintiese a gusto. Era verdad, Palma también le había alegrado la vida y, aún hoy, era buena idea leer algunas tradiciones en medio de la soledad de la casa museo.

Rónner comenzó a explicarle cómo era Miraflores hacia 1913, año en que Palma se mudó a la casa. Le habló de las granjas, huertas y haciendas que separaban, por ocho kilómetros, al distrito de Miraflores del centro de Lima y de las características generales de la edificación. Le dijo que la casa era el típico rancho de clase media de la época y le explicó la forma en que estaban distribuidos los espacios de la casa, la importancia que revestía cada uno de ellos a comienzos del siglo xx. Logró vincular cada una de las doce habitaciones con los integrantes de la familia que llegaron a vivir al lugar y con el exiguo trabajo que Palma desarrolló cuando ya se había retirado de la actividad política, y respondía su correspondencia y escribía alguna que otra tradición.

Empezaron por el salón recibidor. En ese momento, Charlotte sacó una libreta de apuntes y le pidió que hablara con más lentitud, pues quería tomar notas. Allí Palma, dijo Rónner, solía recibir a visitantes provenientes de toda América Latina cuando su fama se había hecho internacional y sus tradiciones habían pasado a convertir- se en un modelo que se replicaba en todo el continente. Rónner le dijo que por allí habían pasado el nicaragüense Rubén Darío, el colombiano Tomás Carrasquilla, el venezolano Rufino Blanco Fombona, y algunos otros notables escritores cuando Palma ya estaba muy enfermo.

—Nunca vino Rubén Darío —dijo Palma—. Ése es un mito.

Le señaló el piano y le dijo que Angélica, la hija preferida de Palma, tocaba a Chopin cada vez que llegaba alguien importante.

Dieron unos pasos y llegaron al escritorio. El grueso cordón de terciopelo granate que limitaba el paso de los visitantes a las zonas en donde se encontraban los objetos de Palma, la detuvo en el intento de acercarse aun más, pero no tanto para impedir que sacara una cámara y empezara a tomar fotos. Allí Rónner le describió algunas de las cosas que aún se mantenían intactas. Charlotte se detuvo frente al escritorio de Palma con unción, fijando la mirada en el oscuro tintero y la estilizada pluma; en el sillón cuyo tapiz deslucido avejentaba aun más el mueble, y en cada uno de los volúmenes de lo que quedaba de aquella inmortal biblioteca. Rónner se detuvo frente al estante en el que se encontraba la famosa colección de las obras completas de Voltaire que aún lucía el viejo esplendor de su cuero y se recordó a sí mismo leyéndolas, muchos años atrás, cuando publicó su primer libro de cuentos sin ningún éxito. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas ese vacío, el silencio de la crítica? Fue entonces que volvió a sentir una prisa inexplicable, esa sensación de haber perdido algo amado o importante. Se miró las manos y recordó la carpeta azul de papeles dentro de uno de los cajones de su escritorio.

—¿Palma vivió aquí con su esposa? —preguntó Charlotte, mientras disparaba con la cámara fotográfica contra cada cosa como si estuviera a punto de moverse.

—No—dijo Palma—. La pobre murió muy pronto.

Rónner le dijo que cuando Palma vino a vivir a la casa ya se había quedado viudo, pero que tenía la compañía de dos de sus hijas y de muchos empleados que los ayudaban. Fueron ellas las que lo cuidaron hasta el final de su vida.

—¿Escribió aquí algunas tradiciones?

Rónner le dijo que muy pocas, quizás unas cuantas, y que cuando vino a vivir a la casa ya era un anciano venerable que había escrito gran parte de su obra. Rónner no sabía cómo decirlo, pero no pudo evitar mencionar que Palma había sufrido durante muchos años los ataques de sus enemigos y que eso había impedido que escri- biera como lo había hecho en años anteriores, con esa feliz disciplina que lo había convertido en un gran escritor.

—La política —dijo Palma—. Lo peor de todo. Me hizo mucho daño.

Charlotte lo observó durante unos segundos con respeto mientras Rónner, con sus palabras, se mostraba solidario con Palma y evidenciaba un gran conocimiento sobre él. Quiso, en ese momento, hacerle una pregunta, pero se detuvo. Tenía una gran curiosidad por saber si él también era escritor.

La había tenido desde que entró a la casa museo y empezó a escucharlo como se escucha a quien tiene algo importante que decir. Sin embargo, consideró que era un exceso de confianza tratar de inmiscuirse en la vida privada de una persona a la que recién conocía. Pensó que en algún momento lo mencionaría, pero no estaba segura de ello. Rónner, por lo que ella podía observar, era tímido y parco.

Cuando Rónner notó los ojos inquisidores y el gesto interrogativo en el rostro de Charlotte, hizo un movimiento fallido con las manos, como si quisiera negar algo, como si buscara rechazar algo que le molestaba. Era evidente que ella trataba de acercarse a él de alguna forma, llevada por esa clase de curiosidad que puede volverse implacable en algunos casos. Había en ella una fuerza que empezaba a intimidarlo, a sentirse de alguna manera acosado. Trató de alejarse por unos segundos, pero no lo consiguió. Se sintió, en ese momento, inerme frente a las palabras que, con seguridad, saldrían de los labios de ella y sólo buscó la manera de escapar de ese aprieto. Para ello empujó, con cierto nerviosismo y prisa, la puerta de la habitación contigua y desapareció por un instante.

—No tengas miedo —dijo Palma—. No hay de qué temer.


Antes de cruzar el umbral que permitía el ingreso a la habitación en donde dormía Palma, Charlotte mencionó a González Prada con cierto interés, a propósito de los ataques que había lanzado contra Palma al final de su vida.

—¿González Prada? —preguntó Palma.

Al escuchar ese apellido, a Rónner le pareció que cualquier comentario sobre el tema propiciaría un diá- logo irrespetuoso y fuera de lugar. No quería revivir los hechos que causaron la histórica e inútil polémica entre ambos, sobre todo si los comentarios habían de producirse en el lugar donde Palma durmió los últimos días de su vida.

—No, por favor —dijo Palma.

Rónner aprovechó ese momento para llamar la atención de Charlotte sobre el techo alto de la habitación e hizo como si no hubiese escuchado aquella mención. Señaló el estilo de arquitectura de la casa museo, pero no supo justificarlo. Más bien, describió la ventana teatina que, a esa hora, ya no permitía el ingreso de luz. Charlo- tte se movía por la habitación como en una iglesia, evitando que sus pasos pudieran ser advertidos por alguien, envuelta en el respeto que cada objeto del lugar le producía.

El cuarto era amplio y se conectaba con dos habitaciones. Rónner le dijo que los objetos que podía ver eran todos auténticos y por ello de propiedad del mismo Palma. Traspusieron, por iniciativa del propio Rónner, el cordón de seguridad que limitaba el paso a los visitantes y se acercaron a la jofaina y al espejo, situados sobre una bella cómoda de caoba. Pensó en ese momento en la forma que Palma procedía a asearse. Lo imaginó encorvado, delante del recipiente, llevándose el agua con torpeza a la cara y a algunas partes del torso y, luego, lavándose las manos antes de sentarse a escribir. Recordó haber leído eso en alguna carta de Palma. Eso de lavarse las manos antes de sentarse a escribir. Le pareció necesario, honesto. Lo imaginó también enojado con ese cuerpo que no le respondía y que pasaba gran parte del día confinado en esa silla de ruedas situada al frente de la cama. El asesinato de Leonidas Yerovi había acabado por devastarlo.

—Pobre Leonidas —dijo Palma—. Todo un talento.

Charlotte lo había estado observando y quiso, más que nunca, saber de Rónner, confirmar lo que su intuición le había revelado desde que la recibió en la casa museo con una timidez conmovedora. El amor con que Rónner contemplaba los objetos de Palma le había producido aun más respeto, un sentimiento que generaba en ella la necesidad de hablarle, de identificarse de algún modo con él.

Se recordó a sí misma en Dublín, observando con admiración y curiosidad la guitarra de Joyce dentro de una alargada vitrina, y las primeras ediciones del Ulises que se mostraban en los interiores de aquella torre de piedra. Como Rónner, recordó haber comprado una edición del Finnegans Wake de Faber and Faber y haber des- cubierto que después de 1939, año en que se editó por primera vez la novela, tuvieron que pasar casi quince hasta la primera reimpresión. ¿Acaso no era normal que los escritores fueran incomprendidos y atacados por sus libros?

¿Acaso no era normal que transcurriera mucho tiempo para que los lectores pudieran comprenderlos? Charlotte se sintió, por un momento, en Dublín. Cuando regresó de sus recuerdos, Rónner seguía frente a la cómoda, pero esta vez se observaba en el espejo ovalado. Tenía un marco dorado con un soporte de metal que le permitía fijarse a la cómoda. Rónner estaba ensimismado forzando su propia imagen, que ya no le era devuelta por el espejo debido al deterioro de la capa de mercurio. Frente a aquella opacidad, frente a los bordes carcomidos por el tiempo, abría y cerraba los ojos como si no pudiese comprender lo que sucedía.

—El tiempo pasa—dijo Palma—. Eso es todo.

Quiso decir algo, pero sintió, una vez más, que las palabras no podían ayudarlo. Sólo se limitó a salir de la habitación con rapidez, lanzando un murmullo y escurriéndose entre la silla de ruedas y el colgador de ropa que dejaba caer un par de pañolones de seda hasta el suelo.


Ya en el corredor principal, ella le dio alcance sin entender bien lo que había ocurrido. Entonces supo que no debía pedir explicaciones, ni inmiscuirse en algo que, si bien le producía curiosidad, podía molestar a Rónner. Sólo advirtió que la postura y sus movimientos la invitaban a despedirse. Él se frotaba las manos con nerviosismo y evitaba mirarla a los ojos, como si un gran remordimiento lo estuviera dominando en ese momento. En medio de ese silencio helado e incomprensible, y del olor a madera antigua que exhalaba el lugar, era evidente que Rónner no sabía cómo comportarse, cómo continuar, qué decir. Por un momento pensó que era imperdonable e inexplicable lo que estaba haciendo, pero no podía echarse atrás. Percibió el olor de los cartuchos del floripondio y sintió un breve confort, una especie de calma en medio de ese bochornoso momento. Pensó, y no era la primera vez, en lo desagradable que podía llegar a ser cuando le era imposible manejar una situación. ¿Debía pedir alguna clase de disculpa? ¿Debía dar explicaciones por algo que él mismo no llegaba a comprender? Charlotte se acercó a él con cautela y cortesía a la vez, con los dos brazos cruzados sobre el pecho, mirándose los pies. Levantó la cabeza y sonrió haciendo un gesto de resignación. Él también lo hizo.

—Abrázala —dijo Palma, pero él no pudo.


Rónner sostuvo la sonrisa y le dijo que era hora de partir porque Lima era peligrosa de noche.

—¿Como Dublín? —preguntó Charlotte.

Tanto como Dublín, le dijo, así de peligrosa. Le hablaba como un padre cuya experiencia podía evitarle complicaciones a una hija que ha decidido adentrarse en una ciudad desconocida.

—Muchas gracias por su tiempo —dijo Charlotte, algo avergonzada.

A Rónner le sorprendió ese inesperado agradecimiento. Había notado cierta urgencia en Charlotte por saber algo, por identificarse con alguien, por conocerlo un poco más. En ese momento pensó en esa imbatible honestidad que se necesita para ser escritor y se sintió, de pronto, en medio de un desierto, sin saber hacia dónde dirigirse, incapaz de tomar una dirección, de correr un riesgo. Los años habían pasado como un viento huraca- nado sobre una meseta llevándose hasta el último arbusto. Recordó su imposible reflejo en el espejo de Palma y creyó encontrar allí una respuesta, pero no tuvo el valor para ir más allá.

—Cobarde —dijo Palma.

Charlotte se detuvo frente a él y le tendió la mano con ese tipo de amabilidad que se intercambia entre dos desconocidos. Luego, se encaminó por el pasadizo que conducía a la salida. Rónner sólo tuvo un gesto cordial para ella cuando se detuvieron en el enrejado exterior de la casa.

Cuando regresó a su escritorio se sintió bastante cansado y triste. Pensó en la carpeta azul que contenía algunos de sus manuscritos, pero esta vez decidió no abrir el cajón.

No tenía sentido hacerlo.

la  habana, abril  de  2019.

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