(Xalapa, 1983). Su libro más reciente es La distorsión (Literatura Random House, 2019).
Hace demasiado tiempo que dudo con fundamento de mi propia percepción. Lo que al principio nació como una inquietud peregrina, fue transformándose de a poco en una duda metódica hasta devenir una certeza existencial que me ha llevado, en un ejercicio fenomenológico, a dudar no sólo de la duda misma, sino incluso de mi capacidad de aprehender, asimilar, comprender y representar el mundo, toda vez que, como sostuvo Descartes —y mejor que él aun Pablo Leminski en su maravillosa novela/galaxia Catatau, donde colocó al filósofo francés frente la voluptuosidad de la naturaleza brasileña, previa pipa de maconha—, los sentidos siempre nos pervierten, pero sobre todo nos engañan.
Fue partiendo de esa incertidumbre, aunada a una curiosidad sigilosa, que me fui acercando a formas nuevas de experimentación de la conciencia, poniendo en perspectiva (parecido a la manera en que se despeja una ecuación) la información provista por el mundo a través de los sentidos: hace tiempo que estoy cierto de que el llamado mundo humano es menos la proyección ficcional de un homínido superior aferrado al ancla del lenguaje y más el espectro de las tonalidades de la luz que registra la retina de la especie.
Todo esto más o menos lo ignoraba aquella noche en que me llevaron a una vieja casona en Coatepec, donde habría una suerte de ceremonia alrededor de un extracto trabajado a partir de la raíz de tepezcohuite (Mimosa tenuiflora, la planta que en Brasil conocen como jurema) y que se manipula y cocina para obtener dimetiltriptamina (dmt) en forma de cristal. Dicha ceremonia sería comandada por el hijo de Marcel Marceau, que en honor a la verdad era, más que parecido, idéntico a su padre sin los emplastos del maquillaje.
Tras unas palabras de bienvenida, y tras arrellanarme en unos cojines mohosos, fumé un par de caladas profundas de una hermosa pipa de cristal, tras las cuales mi primera sensación fue la certeza de morirme, sólo para dar paso a una calma extravagante en la que atisbé por primera vez (aunque sospecho que en realidad era la segunda) a esos extraños seres de colores inauditos, unos extraños y bidimensionales personajes conformados por imágenes caleidoscópicas sorprendentes, en tonos morados, cianes lúbricos, magentas intensísimos, negros brillantes y fucsias eléctricos combinados con una especie de tonalidades aquas de perfecta simetría, menos como un diseño prototípicamente piscodélico y más como seres informáticos de irreprochable elegancia: se trataba de una especie de robotitos peludos atentos y sonoros que obligaban a vivir mirándolos.
Nunca antes había visto semejantes colores en la naturaleza y sin embargo estaba seguro de que se trataba de tonalidades reconocibles porque de alguna manera eran parte de mi ecosistema psíquico: después de todo, la dmt es un constituyente natural del sistema nervioso central.
Fue caminando esa inquietud que me acerqué a los vastos arbustos perceptivos de las plantas mágicas, donde con el tiempo he visitado en algunas ocasiones al yagé, que me ha prodigado conspicuas visiones de la lagarta, es decir, variantes zoomórficas de boas gigantescas, extraños reptiles sexuantes, ofidios centellantes y emplumados, así como toda suerte de animales cósmicos que semejan deidades sobre fondos vagamente vegetales, pero esplendentes. Por ello he aprendido que, en realidad, no sabemos absolutamente nada de los colores, o, mejor dicho, nuestra paleta cotidiana es un abanico infinitamente reducido, puesto que los colores inauditos demuestran siempre la existencia de un multiverso vasto y complejo que el lenguaje verbal no alcanza siquiera a imaginar. A su manera discreta, esos colores suelen manifestarse en la realidad de todos los días, colándose e inmiscuyéndose en ciertas percepciones cotidianas, casi siempre en el orden de lo imaginario, por lo que, de una manera ínfima, pueden llegar a ser parecidos a los materiales diurnos con los que suele trabajar la literatura; o al menos algo en ese tenor expresaba el argentino José Bianco: «La literatura se ocupa de un acontecer imaginario que está integrado por elementos de la realidad, único material que dispone para sus creaciones. Por eso la imaginación, que descifra e interpreta el enigma de la realidad, deberá mostrarse muy atenta a ella. El novelista, el cuentista, es un destinado, un consagrado a la atención. Esta actitud paciente, receptiva, le permitirá moverse con soltura en el acontecer imaginario».
Y es que, en el fondo, el color, como todo aquello que nace del ojo y se transforma en el cerebro, construye una imagen que amuebla la conciencia, o para decirlo de nuevo con Bianco, «la realidad, a la que llamamos así porque algún nombre hay que darle, admite pasar a segundo plano para que conozcamos mejor a quien se dispone a trabajar con ella, a elaborarla estéticamente, y el escritor se permite no verla para verla con los ojos del alma y rehuir las imágenes convencionales que pudieran desorientarlo. En esos momentos, privilegiados momentos de éxtasis, quisiera superar el mundo de las apariencias, extraer la cosa en sí del océano hirviente de las cosas, alcanzar la verdad»… ¡Qué verdad ni qué ocho cuartos! Lo que yo necesitaba aquella noche era alcanzar el filón concreto del mundo para sostenerme ante el abismo cósmico de las percepciones, que me hacía revolcarme como una salamandra en el fuego primigenio, atravesando todos los círculos del infierno, porque
estas serpientes enormes están allá, tengo mis ojos cerrados y veo un mundo espectacular de luces brillantes, y en medio de pensamientos enredados las serpientes comienzan a hablarme sin palabras. Me explican que yo soy sólo ser humano. Siento mi espíritu quebrarse y en la grieta veo la arrogancia sin fondo de mis presupuestos. Es profundamente verdadero que yo soy sólo un ser humano y que la mayor parte del tiempo tengo la sensación de comprenderlo todo, mientras que aquí me encuentro en una realidad más poderosa que no comprendo de manera alguna y que incluso, en mi arrogancia, ni sospechaba que existiese.[1]
Fue sorpresivo percatarme de que en realidad era yo el ser mirado, puesto que fue durante el viaje del otro y sus especulaciones que pude darme cuenta del color exacto que se expresa en el fondo de la noche: un verde intenso, casi fluorescente —a la manera de un mar tornasolado en ardentía— que revela las nervaduras encendidas de una hoja, ese sostén del universo a través del cual contemplo el universo desde la palma de mi mano.
[1] Jeremy Narby, La serpiente cósmica. El adn y los orígenes del saber, Apus Graph Ediciones, Lima, 2012.