Desde siempre la música ha sido lo suyo. Un micrófono-lapicero y los acetatos de Cepillín fueron, cuando pequeño, su vida entera. De mayor, una guitarra eléctrica y los compactos de Radiohead, todos en edición especial, son su tesoro. No necesita de más. Ni los frijoles ni el agua purificada son parte de su canasta básica; mejor, hervir la de la llave y unas cucharadas de arroz. Cuando consigue un dinerito es por dar clases elementales de guitarra. «Les enseño Las mañanitas y listo. O se aburren y dejan el asunto, o le siguen ya por su lado con la música que les gusta». Esa filosofía me convencía. Bastante práctica y hasta lógica: si es esto, luego es lo otro…
También sustentaba con argumentos puntuales el robo de libros en la fil. En el fondo me parecía un delito, pero a él nadie lo tacharía de ladrón. No era un dandi con ropa de marca, pero siempre se bañaba, llevaba el pelo corto, camisa y pantalón limpios… Y sí que podría ser considerado todo un profesional, luego de hurtar 23 volúmenes en tres días distintos, durante la feria de 2001, pero con esa pinta tan común y corriente de verdad que nadie lo diría. No recuerdo los nombres con exactitud, pero entre otros se voló un ejemplar con las letras inglés/español de Leonard Cohen (1974-1992), cuatro fascículos con las correspondientes de Bob Dylan, un volumen con poesía de Patti Smith, el libro que Xavier Velasco escribió sobre los Caifanes y uno con las partituras del OK Computer. «Estoy seguro de que yo los aprovecho como nadie», su justificación. Pocas semanas después del baje, ya tocaba con precisión el cover de «Hallelujah» y sabía al pie de la letra «Paranoid Android», con todo y los efectos en la lira.
Sus mañas, adornadas con el buen propósito final, encontraron otro punto clave, y él dice que sucedió por accidente. Un buen día, al visitar la conocida tienda de nombre prehispánico —Mitxiup—, se topó con el Greatest Hits de Björk. Diez copias que hacían fila en el estante estaban marcadas con el precio de 219 pesos, el costo habitual de una novedad, pero por azares de su destino el compacto que tomó tenía una etiqueta que indicaba el increíble importe de 42 pesos. Daba por hecho que, al llevarlo a la caja para pagarlo, el encargado le diría que había un error, que el dato estaba equivocado. Sin embargo lo intentó y resultó. «Te van a respetar el precio, y a quien cometió la falla le van a cobrar la diferencia». Sin tentarse el corazón por el pobre trabajador que se llevaría una mala sorpresa, sacó el único billete que llevaba, uno de 50. Salió orgulloso del local, y además pensando en lo que seguía: cambiar precios, quitar y poner las etiquetas de cantidades módicas, «con tal de pagar lo justo».
Antes que nada, practicó y practicó. A otros camaradas y a mí nos pedía los discos que comprábamos para ensayarse con los papelitos pegados. Uña crecida del índice y mucha frialdad; los nervios nunca favorecen, en este caso provocan sudor que lo estropea todo. Pasaron cuatro o cinco días, más treinta y tantos intentos, hasta que logró una técnica confiable. En menos de un minuto conseguía el perfecto chanchullo. Cuando llegó la hora de la práctica in situ logró su cometido sin problemas, aunque con altos índices de adrenalina. Se ahorró casi 200 pesos al modificar los pegostes de
dos discos. Recorrió las cinco tiendas
de la cadena y tres de la que muestra un hipopótamo en su logo. Las espaciaba entre sí, cada dos o tres días. Por lo regular ejecutaba una única maniobra y además compraba un compacto, de los baratos, pero sin modificarle su precio real. Nunca nadie sospechó. «Me siento todo un rebel que se ríe del sistema. ¡Un rebeco!», lo gritó hinchado de vanidad, mientras yo revisaba las nuevas adquisiciones de su colección: el Yankee Hotel Foxtrot, de Wilco; el Turn on the Bright Lights, de Interpol; el White Blood Cells, de los White Stripes; el Yoshimi Battles The Pink Robots, de los Flaming Lips… Pura joyita, entonces, de estreno. Yo estuve a punto de aplaudirle.
Steal This Album!, exclamaron los angelinos de System Of A Down al titular así su tercer disco, una especie de homenaje a Steal This Book, del activista estadounidense Abbie Hoffman. Finalmente, dos sentencias contundentes que tienen su rebelde razón de ser. Mi camarada las aplicó y no se arrepiente de haberlo hecho. Incluso, contempla la posibilidad de enseñar las rutinas que dominó, a manera de curso-taller, en lugar del sonsonete que reza: «Qué linda está la mañana en que vengo a saludarte».