Ganar velocidad

Roberto Ramírez Flores

(Guadalajara, 1990). Ha participado en revistas y antologías nacionales, como Catedrales
de arena
(Gerifalte, 2015).

El metal está caliente. Intenta levantarse pero el columpio se comienza a mover. Las manos de su padre la avientan por
la espalda y el cabello al aire revolotea en su cara. Siente cosquillas en el estómago. Otra niña de su edad se sienta a un lado. Se columpia con las piernas estiradas. Parece fácil.

—Yo puedo sola.

Pero su padre sigue ahí, como si no
la hubiera escuchado.

—Yo puedo sola —repite.

Su padre se aparta. Ella intenta imitar a la niña, mover sus piernas de la misma forma, pero sólo pierde velocidad.

—¿Cómo le haces?

La niña la observa por un momento y después contesta:

—Pues así, ¿no ves o qué?

Ella vuelve a intentarlo. Su columpio se detiene. Voltea hacia atrás y mira fijamente a su padre. Siente sus manos casi al instante y otra vez vuelve a elevarse. Levanta la mirada en lo más alto y por un momento sólo ve el cielo y uno que otro pájaro, como si todo lo demás hubiera desaparecido.

La niña se baja del columpio y va hacia las resbaladillas. Sube a la más alta, se sienta con las piernas hacia la escalera y se acuesta. La cabeza le queda como si fueran los pies y los pies la cabeza, después se avienta sin quitarle los ojos de encima. Quisiera poder hacerlo pero seguro le pasaría algo.

—Ve a jugar con ella —dice su papá al detener el columpio.

—No me gustan las resbaladillas.

—¿Te dan miedo?

—No, no me gustan.

Él sonríe. Ella no sabe qué le pareció gracioso. Se queda sentada sobre el metal, que ahora está tibio. Mira a unos chicos en patineta, a tres policías junto a la fuente, al señor de los algodones. La niña regresa a los columpios.

—¿Sabes hacer esto?

Empieza a tomar vuelo con los pies.

—¿Así? —pregunta ella mientras lo intenta.

—Eso no, espera.

Sigue tomando velocidad. Parece que quiere dar la vuelta.

—Esto.

De repente sale disparada del columpio y cae de pie más adelante, cerca de un arbusto. Si dicen que lo gatos siempre caen de pie, ésta es la niña gato. Ella mueve la cabeza para decir que no puede.

—Ahhh, si quieres te enseño.

—No, no me gusta.

—¿Quieres ir a las resbaladillas, pues?

Su padre habla con los policías mientras la señala. No alcanza a escuchar de qué platican.

—Bueno.

Corre para elegir una y no tener que subirse a la más alta. Sube las escaleras con cuidado y luego se sienta en el metal, aún más caliente que el de los columpios.

—¿Nos aventamos juntas?

—Sí, pero yo cuento. Una…

Le hace una seña a su padre. Él le regresa el saludo y después los policías también dicen hola.

—Dos…

Ella los mira fijamente antes de levantar su palma y sacudirla.

—Tres.

Se avientan al mismo tiempo. Llega primero. Ojalá su padre y los policías la hayan visto.

—Me ganaste porque ésa es la más chica —dice la niña gato antes de correr más allá del parque.

Se sienta en la banca de siempre. La otra está manchada de algo que le da asco y otra sirve de casa a un indigente y su perro. Su padre camina hacia ella con los policías y la fuente detrás.

—¿Qué te dijeron? —pregunta en voz alta.

Él no responde hasta acercarse:

—Me preguntaron la hora.

Se sienta a un lado, con las piernas estiradas y las manos detrás de su cabeza.

—¿Y qué hora es?

—Las cuatro y media.

—¿Tan pronto?

Saca su celular.

—Las tres dieciocho, se me olvidó.

El señor de los algodones pasa frente a ellos y luego se para. La mira fijamente, como si así se le fueran a antojar.

—¿No quieres uno? —pregunta su padre.

Dice que no con la cabeza pero es demasiado tarde, el señor ha tomado uno gigantesco y rosa y se lo ha extendido. Su padre le paga con un billete y le dice que así está bien.

—Todavía falta un rato para que me lleves, ¿verdad?

 El perro se levanta de su lugar y se tira junto a ellos. Ella imagina que para él es como visitar otra casa.

—Le pedí a tu mamá que te recogiera antes, apenas te iba a avisar.

—¿Por qué?

—Luego te digo. Oye…

La toma de la mano con su palma mojada en sudor. Escucha un ruido. El indigente se ha levantado de la banca y una lata de refresco tiembla a media banqueta.

—¿Hiciste una amiga?

—Sí.

Quisiera quitar la mano.

—¿Cómo se llama?

El hombre toma al perro como un bebé y lo lleva a su banca. Lo acaricia.

—Pues es como un gato, siempre cae de pie.

Su padre sonríe. Después la abraza. Intenta recordar otra ocasión en que lo haya hecho sin ser Navidad o su cumpleaños. Es una sensación extraña pero le gusta.

—Qué bueno que sepas hacer amigos, a partir de ahora vas a hacer muchos.

La niña gato reaparece entre las resbaladillas. Le hace una seña para que se acerque. A ella le da pena su algodón gigantesco y rosa, al menos hubiera sido azul, pero es rosa, como el de una niña pequeña. El perro comienza a ladrarle a la niña gato. Tal vez es un gato de verdad.

—Ve con ella si quieres

—Bueno, pero cuídame mi algodón.

La observa parada en lo más alto. Cuando está a punto de subirse a una resbaladilla le grita que no, que se suba a la misma que ella. Lo hace con cuidado. Le da la mano en los últimos escalones.

—Te hubieras traído tu algodón.

—Era de mi papá.

—Ahh.

Se acomodan en el cuadro de metal. Ella con los pies hacia la escalera y la otra hacia el lado opuesto. En las nubes reconoce las marcas de un avión y se pregunta si algún día se subirá a uno.

—Hay muchos policías, mira.

Siguen en la fuente y hay más en la esquina, atentos a los chicos en patineta, o al perro, o a su padre que tan sólo desenvuelve el algodón y arranca un pedazo. También una mujer, recargada en una pared que da sombra, parece verlas.

—¿Cuántos años tienes? —le pregunta a la niña gato.

—Adivina.

—¿Nueve?

—No.

—¿Ocho?

—No —dice molesta—. Tengo diez, ¿y tú?

—Adivina.

—No, qué flojera —y se resbala a toda velocidad.

Dos policías se han sentado junto a su padre, uno a cada lado. Él come algodón y sonríe mientras la mira.

—Ya aviéntate.

Se tira apoyándose con los codos para ir más lento. Después corren a los columpios.

—¿Quieres que te enseñe a darle tú sola?

Contesta que sí con la cabeza y se sube de un brinco.

La niña gato respira hondo.

—Primero tienes que hacerte hacia atrás, pero los pies para adelante, así —dice muy seria.

Ella pone atención.

—Luego echas el cuerpo para adelante y los pies para atrás, ¿ves?

Y repite los movimientos hasta que poco a poco gana velocidad. Después se detiene.

—Te toca.

Lo hace despacio, el cuerpo a un lado y los pies al otro. Ve a la mujer policía acercarse.

—Así, pero más rápido.

Su columpio se empieza a mover. Intenta hacerlo más rápido pero es difícil.

—No, así no, mejor más lento.

La mujer se sienta en el otro columpio. Ella se detiene automáticamente, como si estuviera mal querer ir rápido. La niña gato se pone de pie y le pregunta:

—Oiga, por qué hay tantos policías.

La mujer mira alrededor y dice:

—¿Cuáles? Nada más yo.

Ellas voltean hacia la fuente, después a la esquina pero no hay nadie. Tampoco están en la banca y tampoco está su padre. Un escalofrío le recorre el cuerpo. Lo busca por todos lados, no lo ve. Corre hacia las resbaladillas y sube lo más rápido que puede. Ni desde ahí lo encuentra. La niña gato le dice adiós. Camina por el pasto y cuando cruza la ciclovía el perro comienza a ladrarle. Sigue acercándose mientras los ladridos se hacen más y más fuertes. Cuando está cerca, el perro se le avienta a chuparle la cara, pero ella lo hace a un lado. Después se sienta en la banca del indigente y se come el algodón de azúcar.

—Aquí voy a estar en lo que llega tu mamá —grita la mujer desde abajo—, ¿ok?

Ella se resbala y va hacia los columpios. Se sienta un rato sin hacer otra cosa que sentir el metal frío. Después comienza a mover los pies hacia atrás y adelante, primero lento y luego más rápido. Piensa en hacerlo con mucha velocidad, como si fuera a dar un salto.

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