Lope de Aguirre: primer separatista de América / Josu Landa

Hay razones de peso para considerar a Lope de Aguirre como el primero en impulsar un proyecto de secesión en América. La rebelión encabezada, primero, por Gonzalo Pizarro y, más tarde, por Francisco Hernández Girón, con la que los encomenderos de Perú reaccionaron ante las «nuevas leyes de Indias» (1542), derivó en el desconocimiento de la autoridad del primer virrey Blasco Núñez Vela, pero nunca tuvo los alcances separatistas de la conjura capitaneada por Aguirre, casi 20 años más tarde. Lo mismo cabe decir de las guerras civiles que asolaron al virreinato de Perú durante buena parte del siglo xvi: partían del rechazo a ciertos representantes de la corte española, pero no buscaban una ruptura con el orden imperial.
     A comienzos del siglo xix, en la atmósfera ideológica que dio pie a los procesos de independencia en América, la leyenda negra tramada contra Lope de Aguirre cedió paso a su apología y reivindicación. Simón Bolívar se encuentra entre quienes «leen» en clave libertaria la figura del temible caudillo marañón. Según datos aportados por Miguel Otero Silva, en su controvertible novela histórica Lope de Aguirre: príncipe de la libertad, Bolívar vio en la célebre carta que Lope envió al rey Felipe II un anticipo de las gestas independentistas en América (1). Más exactamente, el militar insurgente venezolano concede a ese escrito de Aguirre el rango de primera declaración de independencia en el continente.
     En esa desafiante misiva de 1561, Aguirre expone los motivos de su rebelión y da cuenta de los actos de mayor significación simbólica en los que se cimienta. Tal vez, el pasaje que mejor condensa el sentido de tan importante documento es éste: «…por no poder sufrir más las crueldades que usan estos tus oidores, Visorrey y gobernadores, he salido de hecho con mis compañeros […] de tu obediencia, desnaturándonos de nuestras tierras, que es España, y hacerte en estas partes la más cruda guerra que nuestras fuerzas pudieren sustentar y sufrir…». (2)
     Estas palabras evidencian el fondo reivindicatorio de la conjuración aguirrista. Los expedicionarios que, en un principio, secundaron a Pedro de Ursúa en su busca del supuesto oro de los Omaguas —nueva figuración de El Dorado—, así como en su plan de conquistar los parajes bañados por el río «Marañón» o Amazonas, están hartos de los abusos y la inepcia de los funcionarios reales, con frecuencia, unos advenedizos en la colonización de América. Eso y el cuestionamiento de la legitimidad del propio Felipe II los induce a conspirar y a asesinar a Ursúa, como pasos previos hacia una guerra abierta de secesión.
     Además, la carta de Aguirre refiere otras dos decisiones, que ponen el sello secesionista a la rebelión marañona: la cancelación de la obediencia al rey y la aún más radical «desnaturación» respecto de su jurisdicción y sus dominios imperiales. En aquel tiempo, semejante resolución luce como una auténtica enormidad: unos pocos centenares de hombres (tres o cuatro, a lo más), sumidos en la más terrible desesperación y en el más agrio resentimiento contra el orden político que han venido defendiendo a costa de sus vidas, prefieren saltar al vacío antes que seguir soportando las actuaciones del poder real. La densidad trágica de tal determinación explica que haya dado lugar a tanta literatura, en forma de novelas,
poemas, dramas, películas y leyendas populares.
     Pero la carta de Aguirre a Felipe II habla de hechos ya sucedidos en los vertiginosos meses iniciales de la gesta marañona. No puede ser, pues, la primera declaración de independencia, como pretenden Bolívar y algunos más de quienes leen la figura del caudillo rebelde en clave emancipadora. Antes de ese documento, está el que en verdad merecería la calificación de primera proclamación secesionista en la historia de la América invadida y ocupada por el imperio español: el auto de ascensión del joven sevillano Fernando de Guzmán a la majestad de «Príncipe del Perú».
     El hecho acontece el 23 de marzo de 1561, a más de tres meses de la cruel deposición de Ursúa, a favor del mencionado Fernando de Guzmán. Para ese momento, Aguirre parece ser el que tiene la visión más lúcida de la situación, el que tiene clara conciencia de que la expedición a Omaguas es un fracaso y de que las metas que la motivaron están canceladas sin remedio. Más aún: Lope representa como nadie el sentimiento de que las supuestas noticias sobre un nuevo Dorado han sido un invento del poder real para deshacerse de importantes contingentes de soldados desmovilizados, sin ubicación clara en la sociedad virreinal peruana, que va saliendo de las rebeliones y guerras intestinas. Ese día, pues, reunidos los expedicionarios en asamblea, Aguirre expone su diagnóstico y su idea de la política a seguir. Su raciocinio es un claro silogismo: después de la eliminación de Ursúa, se han convertido en un ejército de traidores sin perdón posible, en medio de un territorio hostil, donde el oro de Omaguas brilla por su ausencia y los indios no cejan en su empeño por aniquilarlos; la opción de conquistar y «poblar» la selva es impracticable: supondría demasiados peligros y esfuerzos, cuyos inciertos frutos sólo aprovecharían sus descendientes. Además, nunca se librarán de las represalias de la Corte imperial. En consecuencia, sólo queda una vía: tomar por la fuerza el virreinato de Perú e instaurar allí una monarquía independiente, para resarcir todas sus penurias como soldados al servicio del ingrato rey español. Éste termina siendo el proyecto marañón, según señala el acta que lo registra; de manera tal que quien lo encabece
    
     …vaya a los reinos del Perú y los conquiste y quite y desposea a los que ahora los tienen y poseen y meta debajo de su ingenio y nos remunere y gratifique en ellos el trabajo de lo que en dichos reinos habemos trabajado en lo conquistar y pacificar de los indios naturales de los dichos reinos, por cuanto […] el visorrey don Hurtado de Mendoza nos desterró de los dichos reinos con engaños y falsedad y diciéndonos que veníamos a la mejor tierra y más poblada del mundo, siendo como es la más mala e inhabitable…(3)
    
     A tan grave decisión se suma el nombramiento de Guzmán como el príncipe que, una vez conquistado Perú, habría de convertirse en rey y con la «desnaturación» de los sublevados. El exmarañón Gonzalo de Zúñiga registra las palabras con que Aguirre justifica estas audacias: «Caballeros, a todos conviene, para coronar por Rey a nuestro General [Guzmán], que aquí lo elijamos y tengamos por Príncipe; y para eso yo digo que me desnaturo de los reinos de España, y que no conozco por mi Rey al de Castilla…» (4). Desde ese instante, Lope y sus secuaces abjuran de su «naturaleza» de súbditos castellanos y se convierten en parias. Conforme al lenguaje político moderno, no es descabellado equiparar esa desnaturación a una desnacionalización.
     Estos hechos y discursos comportan una secesión. Es, por tanto, razonable adjudicar al acta de proclamación de Guzmán como príncipe el carácter de primera declaración de independencia en tierras americanas. De hecho, el interés de Felipe II por un escarmiento universal y eterno, a cuenta de los marañones vencidos, indica su conciencia de la condición rupturista de los acontecimientos registrados en ese documento, base de las actuaciones de los sublevados, hasta su derrota definitiva, en Barquisimeto (Venezuela), el 27 de octubre de 1561. Algo pudo haber logrado el monarca, pues durante 250 años no se registraron levantamientos que inquietaran e irritaran tanto al imperio como el que acaudilló Aguirre.
     En verdad, el proyecto político-militar impulsado por Aguirre y los marañones anticipa algunos elementos, que dos siglos y medio más tarde propiciarían la emancipación de las colonias americanas. Pero también es cierto que el programa aguirrista se sustentaba en ideas y en prácticas políticas reñidas por completo con el espíritu humanista y liberal de nuestras independencias.
     Todas las referencias disponibles destacan el ímpetu vindicativo y el afán de justicia compensatoria entre los motivos de la gesta marañona. El fondo ilustrado y liberal que, al menos en el plano declarativo, sustentó a los alzamientos independentistas americanos, casa mal con la venganza y el cobro de un botín de guerra, diferido o negado por un poder imperial codicioso y celoso de los bienes producidos en sus dominios.
     Además, tales actitudes de nula dignidad ética, para la conciencia ilustrada, concordaban con una ideología reaccionaria, sustentada en el derecho de conquista. Según el ex marañón Francisco Vázquez, Aguirre proclamaba que «Dios tenía el cielo para quien le sirviera y la tierra para quien más pudiese»; (5) síntesis, ésta, de una pedestre teoría política, que confirma el ya mencionado Gonzalo de Zúñiga, cuando pone en boca del caudillo rebelde su propósito de que «…tengo de hacer que los reinos del Pirú sean gobernados de la gente marañona, como los godos lo fueron de España, por ser señores della», (6) es decir, por ser sus efectivos conquistadores.
     Desde luego, Aguirre fue consecuente con tales ideales: sus métodos conspirativos —que incluían el rumor desestabilizador, la arenga
caudillesca, promesas de fenomenales riquezas y gloria, ejecuciones de cariz terrorista, madruguetes y afines— podrían ser emulados por el más audaz de los príncipes florentinos de su tiempo. Así fue como controló el movimiento marañón, tras eliminar a Fernando de Guzmán, el 22 de mayo de 1561; episodio que le dispensó la ebriedad surreal de escalar, desde el humilde cargo de «Tenedor de Difuntos» y el de Maese de Campo, hasta la posición de General de la expedición, aderezada con títulos delirantes, como los de «Príncipe de la Libertad y del Reino de Tierra Firme y Provincias de Chile», «Ira de Dios», «Grande y Fuerte Caudillo de los Marañones», «Príncipe de la Tierra»…
     Nada de esto autoriza a conferir a Aguirre la categoría de «primer caudillo libertario de América», como por ejemplo hizo el cronista Casto Fulgencio López, en 1947. Cabría sostener que Miguel Otero Silva yerra cuando, en su influyente novela sobre el rebelde marañón, toma al pie de la letra el título de «Príncipe de la Libertad», que éste se había auto-asignado. No es lícito negar todo mérito a estos intentos de contrarrestar los efectos de la satanización de Lope, desde los grandes poderes fácti-
cos que él puso en peligro. Pero no basta con alzarse contra un imperio, para que tal acto convierta per se a su autor en un prócer protoliberal. Además, debe tenerse en cuenta que Lope no hablaba el idioma ideológico de nuestro tiempo. Cuando el gran rebelde habla de «libertad» no se refiere al libre albedrío ni a la autonomía del sujeto. Está nombrando, como recuerda Blas Matamoro, la facultad de «volverse a congregar para refundar la sociedad», (7) al modo como la entendían los comuneros de Castilla. Se trata, pues, de una libertad para remodelar una estructura de poder y el pacto de guerreros que la funda, con el fin de reimponerse en un orden social sustentado en el vasallaje. No es difícil ver que ese ideal concuerda con el acto de desnaturación y la exigencia de justicia compensatoria, decisivas en el programa aguirrista, y que éste nada tiene que ver con las expresiones modernas de la libertad. Finalmente, todo indica que Lope de Aguirre sí mereció el título de «tirano» que le endilgaron desde las cámaras de El Escorial. Si tirano es el que arrebata el poder con violencia y lo ejerce autocráticamente, la definición calza con la historia de Aguirre; sólo que, «curiosamente», en su caso, el vocablo operó como el epíteto central de la leyenda negra en su contra, mientras que otros conquistadores hicieron méritos semejantes, sin que padecieran caracterizaciones equiparables: Hernán Cortés, por ejemplo.

 

 

1. Cf. M. Otero Silva, Lope de Aguirre: príncipe de la libertad, Seix Barral, col. Biblioteca Breve, Barcelona, 1980, 4ª ed., pp. 251-252.

2. L. de Aguirre, «Carta a Felipe II», en Lope de Aguirre, de Blas Matamoro, Quorum, Madrid, 1987, p. 137.

3. «Proclamación de Dn. Fernando de Guzmán, Príncipe del Perú», en Lope de Aguirre: crónicas. 1559-1561, de Elena Mampel González y Neus Escandell Tur, Universidad de Barcelona, Barcelona, 1981, p. 284.

4. G. de Zúñiga, «Relación muy verdadera de todo lo sucedido en el río del Marañón…», en Lope de Aguirre: crónicas…., p. 18.

5. F. Vázquez, Jornada de Omagua y Dorado (Historia de Lope de Aguirre, sus crímenes y locuras), Espasa Calpe, Buenos Aires, 1941, p. 165.

6. G. de Zúñiga, loc. cit., p. 28.

7. B. Matamoro, op. cit., p. 116.

 

 

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