Una generación incómoda / José Javier Villarreal

«El mundo cambia», escribe Paz, «si dos se miran y se reconocen». Y el mundo cambió, para la lírica de lengua española, cuando Juan Boscán, en 1526 —según consta en la carta que le enviara a la Duquesa de Soma—, se atrevió a la aventura de cultivar el endecasílabo y el soneto de manera tenaz y continuada. Había antecedentes, no logros. El Marqués de Santillana iluminaba desde el siglo xv, pero la luz más fuerte, con respecto a los antecedentes de un imaginario de la poesía italianista en nuestra lengua, paradójicamente, se desprendía de la obra lírica del valenciano Ausias March. Y digo «paradójicamente» porque la poesía del Imperio, durante los siglos xvi y xvii, abrumadoramente, se escribió en español. Hasta poetas de la talla de Gil Vicente, Sá de Miranda y Camoes, que no pertenecían a la égida imperial, coquetearon al respecto; aunque es prudente recordar que Felipe II también tuvo casa en Lisboa, pero este dominio no duró por mucho tiempo.
     Habría que mencionar que la escalada italianista tuvo cinco frentes de penetración. Primero, los sonetos del ya mencionado Marqués de Santillana; borrones que muestran una voluntad por sucumbir ante una tradición que se impone como novedad y ruptura. Segundo, la audacia de utilizar un lenguaje poético dominado por un esteticismo que exalta los poderes de seducción de las verba, cuidando siempre el fino equilibrio —en el poema— con la res, como el empleado también en el siglo xv por Juan de Mena en su Laberinto de fortuna. Lenguaje que se emparienta —en su sentido alegórico— con el utilizado por Dante en su Comedia. Tercero, la influencia de El cortesano, de Baldassare Castiglione, por vía de la traducción que hiciera de él Juan Boscán y que revisara Garcilaso de la Vega. Este libro habría de convertirse en el canon moral e ideológico de una cortesía que, a su vez, crearía sus propios valores y modelos de belleza. Cuarto, la recepción tan abierta del petrarquismo llevada a cabo por Garcilaso de la Vega. Ya que la obra de este poeta —ejemplar para casi todo el siglo xvi— está compuesta por canciones breves que nos remiten a la lírica tradicional de corte cancioneril, sonetos que nos conectan al Cancionero de Francesco Petrarca, églogas que nos descubren la tradición clásica pastoril emanada de Virgilio, y epístolas y elegías que nos muestran la dinámica revaloración de un mundo clásico, a todas luces, propositivo y moderno. «Creo que la modernidad», escribe Eugenio Montejo, «en cualquier época la constituye el modo distinto y específico de prolongar una tradición, de formular desde ángulos inéditos su relectura». El eclecticismo será la impronta de la poética garcilasiana. Y quinto, la ingobernable obra de don Diego Hurtado de Mendoza. Obra que abreva del petrarquismo, pero también de la lírica latina medieval de tono lúdico y lascivo como la que alimentó, también, a su amigo Pietro Aretino. Desde esta perspectiva, de la tradición poética medieval, Diego Hurtado de Mendoza será uno de los primeros en rebelarse, por medio de la poesía jocoseria, contra el canon petrarquista avalado por la obra de Garcilaso de la Vega.
     La imitatio vitae que se desprende del Cancionero dicta el imaginario poético del siglo xvi y la arquitectura (el orden, el acomodo) de los poemas en su conjunto. La voz poética, el hablante, se funde en la presencia del enamorado y éste escribe sus cuitas confundiéndose, a su vez, con el poeta. Poeta y yo lírico se fusionan por medio de una atmósfera verista que se refuerza a través de un tono confesional que otorga una perspectiva de testimonio sentimental. Al leer los poemas, agrupados a la manera del cancionero petrarquista; es decir, con un poema-prólogo, un final y un poema-epílogo, estamos leyendo el diario o historia sentimental del enamorado vuelto poeta; el poeta que no es otro, entre comillas, que el autor.
     La memoria será el detonante de la nostalgia que manejará los tiempos de exposición dentro del universo lírico de la poética petrarquista. El hablante, ya sea en los sonetos, donde imperan el espacio cerrado y el monólogo dramático, o en las églogas, donde nos encontramos en espacios abiertos y se da la combinación de monólogos dramáticos y líricos; el hablante —decíamos— siempre estará añorando un tiempo pasado de felicidad que contrastará con un presente amargo. De esta oposición surgirá el planto que obligará al desdichado a proferir y, después, a escribir sus penas. Ciertamente, para el amante petrarquista, todo tiempo pasado fue mejor.
     El discurso, dentro de este universo poético, siempre irá de un yo a un tú, o de un yo que habla, pondera y se queja, con respecto a una tercera persona. Discurso amoroso que abre un espectro donde sólo los amantes (el emisor que se dirige a un tú hipotético) habitan; mismo espectro que se cierra o se corrompe ante la intrusión de un ser ajeno al viudo abrazo de los amantes. Ya que otra condición fundamental del petrarquismo es la imposibilidad de la pareja. El amante, que se nos ha convertido en un desdichado, jamás logrará la unión con su objeto de deseo. Así lo estipuló Petrarca, y así lo continuó Garcilaso a lo largo de su breve y fascinante obra. Si bien es cierto que en el Cancionero tenemos la división del conjunto poemático «en vida» y «en muerte» de Laura, en la lírica española petrarquista, prácticamente, no encontraremos poemas dirigidos a la amada en situación extraterrena, y las pocas muestras que podemos encontrar pertenecerán ya a los autores que cierran el siglo xvi, posiblemente acusando una influencia directa de los poetas italianos del petrarquismo presecentista. Se deberá entonces la desdicha —en el mayor de los casos— o a la ausencia o a la altiva crueldad de la señora con respecto a su amador. Es decir, la tradición del «amor cortés» de los trovadores, con sus altivas y desdeñosas señoras, se funde con la poética petrarquista española en esta propositiva amalgama sentimental.
     El locus amœnus será otro elemento del rompecabezas petrarquista. Decíamos que los sonetos presentaban espacios cerrados —interiores— donde el hablante se debatía en un «campo de batalla» que lo fatigaba; mientras que en las églogas asistíamos a espacios abiertos donde las voces trenzaban sus monólogos entre sí. En este último caso había que levantar una escenografía donde situar a estas voces calificadas como pastores. No se trataba de una naturaleza, propiamente dicha, sino de una alegorización de la misma. Una especie de paraíso terrenal que servía, exclusivamente, de marco, mas no de presencia dentro del accidente sentimental presentificado en el poema. Todos los bosques eran el mismo; todos los paisajes, el mismo paisaje. No había otro objeto de deseo que la amada y ésta, desde su irradiación, hacía visible al mundo circundante. Un universo cerrado dentro de un universo, aparentemente, abierto. He aquí el laberíntico y opresivo locus amœnus renacentista.
     Pero la visión también se enreda en un meollo al descubrir en el objeto de deseo el gozo del continente erótico en el que se ha convertido el cuerpo de la amada. Un cuerpo distante, ya que la consumación del deseo ha sido vedada. Un cuerpo, un objeto para ser visto, recordado, alucinado, visionado, soñado o sublimado a través de dos caminos: el de un discurso amoroso, penitente y doliente, que se desprende de una retórica que mucho le debe a la mística —vía los cátaros—, donde se niega la encarnación y se subraya la contención ad infinitum, haciendo de la experiencia amorosa una imagen; o el de un imaginario permisible que, a través de figuras mitológicas, se pueda recrear, en un plano estrictamente literario, de eminente carácter no verista, sino verosímil y por medio de la alegorización o del sueño, lo que la cortesía no permite: la exaltación del disfrute del objeto de deseo como un continente erótico. Jamás el disfrute visual del triunfo carnal de la pareja.
     Todos estos tópicos se fueron repitiendo a lo largo del siglo xvi, tanto en la metrópoli como en sus provincias. No se puede negar el desarrollo y variación de los mismos gracias a la genialidad de autores como Hernando de Acuña, Gutierre de Cetina, Luís de Camoes y Francisco de Terrazas. Poetas que bien podríamos considerar, con respecto a Juan Boscán, Garcilaso de la Vega y Diego Hurtado de Mendoza, como pertenecientes a una segunda generación petrarquista. Sin embargo, la extrañeza y sesgo del patrón poético garcilasista se evidenciará, de manera categórica, en la obra de dos poetas de la segunda mitad del siglo xvi: Fray Luis de León y Fernando de Herrera. La obra lírica original de Fray Luis de León se conocerá hasta el siglo xvii, cuando Francisco de Quevedo la edite como antídoto ante la poesía de Luis de Góngora, que, a partir del poema «De la toma de Larache» (1610), se iba imponiendo como canon modélico; en cambio la obra de Fernando de Herrera tendrá dos ediciones. Una, en vida del autor, en 1582, y otra, en 1619, cuando éste ya había muerto. La segunda estará a cargo de Francisco Pacheco, suegro del pintor Diego Velázquez. Agrego este dato para situarnos en la élite que estamos orbitando. El suegro edita a Fernando de Herrera, puente de la expresión poética entre los siglos xvi y xvii, y el yerno, en su viaje a Madrid para conocer El Escorial, retrata al poeta que será el iniciador de toda una revolución lírica que no sólo influyó la expresión de su siglo, sino que, al igual que Cervantes, nos sigue condicionando una modernidad que hasta hace muy poco hemos podido comenzar a comprender; me refiero, obviamente, al ya mencionado Luis de Góngora.
     Fray Luis de León se aleja del patrón garcilasista al fusionar dos tradiciones que jamás se habían mixturado en la geografía poética de Garcilaso y de los poetas que lo habían continuado: la tradición clásica y la tradición bíblica; dando por resultado un imaginario y tono moral que se alejaban con mucho de la esfera poética petrarquista. El poeta ejemplar, para Fray Luis de León, no era ya Garcilaso de la Vega. En cambio, para Fernando de Herrera sí lo era; lo era desde una perspectiva inédita hasta entonces. La lectura que hizo Fernando de Herrera de Garcilaso, en sus Anotaciones (1580), proponía una tradición y un saber del fenómeno poético que otorgaban una gran autonomía al poema, con respecto a su horizonte social, sin precedentes. Al ponderar la autonomía y sostén del poema en sí mismo, ponderaba una tradición culta y aristocrática del quehacer poético que evidenciaba una plena conciencia del autor como autor. Esto vino a significar, paradójicamente, un alejamiento del patrón modélico. La revisitación era altamente propositiva. Fernando de Herrera interrumpía un fluido que había dilatado la influencia imitativa del canon y propiciaba un sesgo que vendría a fortalecer el camino emprendido por la lírica española a partir del propio Garcilaso. La generación de Fernando de Herrera, aquella que escribe su obra entre 1580 y 1600, se revelaba como una generación incómoda con respecto a una tradición modélica, pero, a la vez, se levantaba como una generación sumamente provocadora y seductora con respecto a una nueva forma de leer, pensar y escribir poesía. No deja de ser interesante que un poeta de la significación de Francisco de Quevedo no sólo edite la obra de Fray Luis de León, sino también la de Francisco de la Torre. Dos poetas que le antecedieron, pero con los cuales él podía establecer un gusto y detectar una tradición de resistencia e insubordinación con respecto al patrón modélico como la que él mismo estaba asumiendo en la primera mitad del siglo xvii.
     Autores como Baltasar del Alcázar, obviamente Fernando de Herrera, Francisco de Figueroa, Francisco de la Torre, Francisco de Aldana, San Juan de la Cruz, con todo lo que su poesía implica, y Luis Barahona de Soto, son poetas que se sitúan ya en una zona desconocida o, parafraseando a Gottfried Benn, en una zona de transformación. Al respecto escribe Benn: «Pertenecen al tema de la periferia, pertenecen al terreno de la zona de transformación, que no siempre transcurre en una dirección determinada, no siempre desemboca en un despliegue de formas y de procedimientos de expresión que van generalizándose». A partir de esto podríamos imaginar a estos autores como habitantes —gracias a un deterioro del imaginario y del patrón formal heredados— de una periferia que se escribe y se borra permanentemente. Una zona de deslave la que habitan estos poetas que, ciertamente, se mueven al margen de una tradición a la que empiezan a resultarle incómodos. La crítica académica les ha regalado el marbete de poetas manieristas. Yo preferiría considerarlos como autores en una zona, eminentemente, de transformación. Sus obras acusan giros, cambios, exageraciones, parodias, combinaciones, paráfrasis, quiebres, rupturas y acumulaciones que hablan más de un proceso, de un camino, que de una llegada o de una obra ejemplar que propicie seguidores. Son puertas que se abren, atisbos que alcanzan a prefigurar formas e imaginarios no del todo consumados o que así parecen ante la concepción aplastante y limitante del poema como un objeto acabado y no en proceso; un proceso que engloba, obviamente, a su receptor. «El arte, en efecto», escribe Juan Ferraté, «tiene el carácter fundamental de una experiencia y no de un resultado; de una actividad que se desarrolla en el tiempo y no de algo que se ofrece pasivamente a la aprehensión». Obras de una hervorosa experimentación la que acusan estos poetas que empiezan a darle la vuelta a muchos tópicos y lugares comunes que ya venía arrastrando la expresión poética hacia finales del siglo xvi. Verdaderamente se trata de expresiones sin continuadores. Algunas de estas obras quedarán como íconos, como territorios alcanzados sin posibilidad alguna de regreso o continuación; pienso en el propio Herrera, en un Francisco de Aldana, en San Juan de la Cruz o Barahona de Soto. Arenas movedizas que nos plantean mundos sumamente apasionados que se apartaron del discurso «poéticamente correcto» de una retórica en uso. Quienes vendrán después serán poetas de una contundencia tan personal y, a la vez, expansiva, que utilizarán ciertos recursos, en dosis muy precisas, de esta experimentación que los llevará a construir obras deudoras, pero no consecutivas. La historia de la literatura los calificará como barrocos. Tanto el manierismo como el barroco son categorías que obligan a revisión permanente por su carácter inasible y fugitivo, pero, parodiando a Quevedo, bajo estas etiquetas de la academia hay obras tan necesarias que permanecen y duran.
     Entre las múltiples variantes y logros que alcanzaron a desarrollar estos poetas, en franca oposición con el canon poético imperante, y que los poetas del siglo xvii utilizarían en mayor o menor medida, podríamos señalar los siguientes: el cultivo de la fábula mitológica en claro contraste con las églogas de tono confesional. Al dibujar a los personajes mitológicos, ya sea en su acepción figural o como meros actantes, se potenciaba un peso ficcional, por un lado, y, por otro, las voces de los pastores petrarquistas se convertían en personajes dramáticos dentro de un universo, a todas luces, literario que escapaba de la atmósfera intimista, tanto de los sonetos como de las églogas. Esto apuntalaba una diferenciación radical del autor con respecto a los personajes del poema. Se establecía la suficiente distancia entre ellos por medio de una clara asunción del autor como autor y del personaje como personaje, y no como alter ego del poeta. Esto exigía un cambio en la pronunciación de la voz poética. Del yo y de la lírica petrarquista, pasábamos a un élella o ellos. El desdichado del monólogo lírico cedía su lugar protagónico a la pareja como decidora de monólogos dramáticos. Por lo tanto el tono confesional, de sustancia verista, se volatizaba en una atmósfera dominada por la ficción lírica, de sustancia eminentemente verosímil. Aquí se hacía otro pronunciamiento con respecto a la perspectiva del canon tradicional: del amante garcilasista, víctima de su propia pasión no correspondida, se ponderaba la aurea mediocritas de la pareja matrimonial exaltada en la poesía de Juan Boscán. Por otro lado, el espacio escenográfico, que antes sirvió de encuadre a las voces poéticas, se convertía en agente accional del universo lírico al transformarse en un elemento desencadenador, en un personaje más, en un objeto de deseo que asumía su importancia al exigir su plena e independiente focalización en el poema. La contemplación o ensoñación erótica del otro sufría una violenta mutación donde el cuadro contemplado se desvanecía ante una erotización de la pareja. La añoranza del objeto de deseo, tópico del petrarquismo, sucumbía ante un tiempo presente de pleno goce sexual. Si Petrarca había calificado al lecho como «campo de batalla» por ser el espacio del amante solo debatiéndose entre las lancetas de los celos y dudas, estos poetas también cantarían al lecho como un «campo de batalla», pero ahora como un espacio donde se trenzan y destrenzan, se anudan y desanudan los cuerpos de los amantes. Las necesidades del cuerpo son las necesidades del alma; y las del alma, las del cuerpo. Lo cual vino a significar un cambio radical en la representación del cuadro erótico en la poesía de lengua española. La parodia y la paráfrasis —la primera de carácter subversivo y la segunda de naturaleza consecutiva— evidenciaban la pertenencia a una tradición lírica del todo innegable. Se ponderaba el triunfo de las verba sobre la res en el poema. La forma ya era fondo. La paleta cromática de estos poetas impuso los colores fuertes (rojos y negros) y abrió la puerta al mundo nocturno. Recordemos que con la llegada de la noche los pastores petrarquistas daban por terminados sus cantos; ahora, con la noche —precisamente— comenzaban a oírse sus voces. Esto ha generado una relación, incómoda para la academia, entre los poetas de lengua española de finales del siglo xvi: manieristas, con los poetas de lengua alemana de principios del siglo xx: aquellos a los que se les ha englobado bajo la etiqueta de poetas expresionistas. Los tiempos y caminos de la literatura son, realmente, inexorables. Los cambios en los metros empleados también tuvieron su repercusión: el heptasílabo, el octosílabo y, por supuesto, el endecasílabo dominaron la expresión poética; el soneto entronizaba la escena pero la compartía con los tercetos continuados, la estrofa de pie quebrado y la octava. La égloga y la epístola cedieron terreno a la lira, la silva, el romance y las letrillas. El signo que se imponía era la desmesura y la variedad a todos los niveles. La autonomía del poema con respecto a cualquier horizonte extrapoético afianzaba la conformación de un universo literario de carácter independiente. Por lo tanto lo verosímil triunfaba sobre lo verdadero. El poema dejaba de ser ya un documento para convertirse en una obra de arte que se bastaba a sí misma; es decir, dejaba de ser un medio para convertirse en un fin. El arte ya no era una imitación de la naturaleza, creaba su propia naturaleza de acuerdo a la lógica presentificadora del poema. Todo esto subrayaba el predominio de una poesía culta que haría plena irrupción en el siglo xvii. Una revolución, sin antecedente alguno, en la lírica de la lengua española, había comenzado a partir de una generación incómoda que, a la fecha, no deja de situarse en un ángulo discordante y marginal de nuestros tan alabados, pero aún parcialmente desconocidos, Siglos de Oro.

 

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