La ventisca soplaba y el paisaje era un cúmulo de luces convertidas en alfileres brillantes. Permanecer en la cubierta del ferry era una prueba de resistencia que esta vez había reprobado. Apreciaba ese impulso del viento helado decembrino en un Nueva York que hoy conservaba el aspecto engañoso de la melancolía, esa bilis negra que apuntaba rumbo al vacío. Las Torres Gemelas eran polvo y se convertían en simple mecanismo de la memoria. Sin pensarlo llegué al interior. Afuera el frío calaba, en tanto que la oscuridad y la neblina algodonosa enceguecían lo que antes era el prodigio de los rascacielos. Me senté para desaguar esas ideas que de pronto se agolpan sin decir nada. Este viaje era para curar las heridas de un noviazgo hecho trizas. Caminé y al otro lado del pasillo unas jóvenes charlaban con la euforia que transmite la Gran Manzana. Si en mi caso llegó el espectro del desánimo, en ellas estaba esa energía que comunicaba la «ciudad que nunca duerme», como cantó Frank Sinatra. La memoria es extraña: de pronto llegó a mi memoria el momento en que la esposa de Blue Eyes le perdonaba su romance con Ava Garder. La mujer, dolida por los meses de engaño, volteó en cámara lenta, vio a su marido y dijo: «¿Cómo pudiste andar con alguien que estuvo casada con Mickey Rooney?». Lo aniquiló sin más. Ese momento se desvanecía al paso del ferry por las aguas oscurecidas del Hudson.
Procuré acercarme a la zona donde se ubicaban las muchachas. Una de ellas relataba algo que, intuí, era un sueño. Se veía en el ascenso a un edificio en ruinas. Trepaba como podía, con los saltos temporales que consigue el relato onírico, hasta llegar a la azotea. La adolescente ubicaba las cosas en blanco y negro. Observaba una inmensa resbaladilla. Olvidó los esfuerzos por escalar hasta la cima, y con espíritu infantil se deslizó por un tobogán que estaba en las alturas. Al principio, y eso le daba un toque peculiar al sueño, cerró los ojos para evitar el vértigo, luego los abrió y se quedó pasmada cuando, al tocar el suelo, todo se volvió colorido. El efecto me recordó algunos comerciales de detergentes. Ignoraba su significado, si en verdad lo tenía; lo que le quedaba claro era la sensación de cambio, de mutación que llegaba al encontrarse en el terreno firme del piso. El hecho es que cada uno de los que escucharon la narración de la muchacha se convirtieron en un eco de Freud de supermercado. Escuchaba todo esto y, de pronto, en una pausa me acerqué al grupo y traté de presentarme. El ferry continuaba su periplo. La cortesía hizo que me aceptaran por menos de un minuto. Ése fue el récord. Me despacharon con un clásico cambio de asientos y un simple adiós que era una simple y llana patada en el trasero. Recordé mi ruptura con Adalisa. Odié sus caprichos de quinceañera a los veinticinco y me felicité por quedar al margen de esa relación enfermiza. Para librarme de esas llamaradas del recuerdo salí a la cubierta cuando el vehículo atracaba en Staten Island, ese punto industrial vecino a Manhattan.
Entre los pasajeros que subían creí reconocer a una antigua compañera de estudios; en mi soledad manifiesta fui tras ella, y apenas recorridos unos pasos me identificó. Me sentí patético por perseguirla. Iba acompañada por un hombre alto que me saludó sin mostrar interés alguno. El tipo llevaba un abrigo de color verde que lastimaba al buen gusto. La prenda era horrorosa y el material era peor aún. Pude recordar que la mujer se llamaba Cindy, nombre que siempre me sugería una envoltura de papel celofán. El acompañante era un tal Archibald. El tipo con cara agria perdió sus pasos en el barco, lo cual era signo de disgusto. Ella me narró el estado de su vida actual. Regresaría a México en un par de meses, necesitaba tiempo para redactar su tesis de maestría en química de alimentos envasados con un polímero que olvidé de inmediato. Estaba en plena crisis matrimonial; le di la razón, pensé que era imposible resistir a un tipo capaz de comprarse un abrigo con esos tonos verdosos, que evocaban algo turbio, algo enfermizo. Cindy consideraba que el divorcio era irremediable. Lo dijo con esa convicción que es digna de final de telenovela.
La mujer se veía desconsolada, y en un arranque de sinceridad soltó un par de lágrimas. Dijo que tendrían que repartir los bienes, aclarar las posesiones; habló de esto como si se tratara de un señor feudal antes de partir a las Cruzadas y considerara que el fracaso amoroso es de una regularidad lamentable. Afirmación a la que me sumo. Me sentí una especie de res que llevan al matadero. En mi estado esas palabras eran fuego y dinamita a la vez. En mi mente vi a Adalisa con la sonrisa de Mona Lisa. Creo que hasta mugí ante algo tan certero: el noviazgo también era la antesala de la caída estrepitosa, un ensayo que auguraba las peores cosas para la vida conyugal. Cindy, la nombraba en mi interior, y de nuevo me daba cuenta del celofán que invadía ese par de sílabas. Ella estaba al borde de la quiebra emocional. Me sentí intruso en una gruta del infierno. Mi ex compañera escolar se había sentado junto a mí, mientras que ese hombre desagradable, Archibald, regresó y lo hizo una fila atrás. Cindy estaba en el punto exacto en el que resultaba imposible saber si era atractiva o si tenía el aspecto común y maltrecho de un personaje femenino ante la inminente anulación matrimonial. Eso era lo de menos. Tuve el impulso de despedirme sin más, era incómodo tener la vista del hombre del abrigo verde en la espalda. Cindy hablaba en susurros, en sordina. De forma educada quiero alejarme de un asunto que me es ajeno. Ella, con discreción, me detiene. Pide que sea un confidente por unos minutos. La mujer aclara en sus comentarios que subió junto con Archibald en Staten Island. Se trataba de un asunto ligado a su divorcio; aquí podía escucharse el bolero que decía: «Sus almas ya estaban en el abismo». Charlamos hasta que el ferry hizo sonar sus sirenas y dio por concluido el paseo. Me sentía inquieto. Archibald me miraba de soslayo con antipatía manifiesta. Por un momento sentí que cargaba una lápida en mi espalda, al estilo de ese héroe real o inventado que llamaron El Pípila. Apelativo, por lo demás, de fea estofa. Me volvía quisquilloso con los nombres. ¿Cuál era mejor? ¿Cindy? ¿El Pípila? Todo se me confundía y la existencia era una tableta de chocolate amargo. Soportaba en ese instante las insensateces de mi ruptura con Adalisa y las de mi ex compañera escolar y el señor del abrigo verdoso.
Con rapidez, y sin que yo los requiriera, Cindy me dio sus datos y la manera de localizarla en México; viviría en la casa de unos parientes que se localizaba en las calles de Horacio, por los rumbos de Polanco. Guardé la tarjeta y olvidé el asunto. De reojo contemplé una escena infame: el marido se alejaba de su esposa, mientras ella se preocupaba por entregarme una tarjetita con sus números telefónicos. Era el final del idilio, el sepulcro de los ideales rotos y echados a la basura.
Tiempo después, ya instalado en mi departamento ubicado en Torcuato Tasso, y con las heridas de mi ruptura en vías de recuperación, me di cuenta de la coincidencia de que viviéramos en la misma colonia. Encontré el cartoncito de papel y, gracias al ocio que nos habita los sábados, marqué el número del teléfono celular que me había dado. Esa tarde fue en balde. Ella se comunicaría conmigo al día siguiente. Hablaba con voz dulce, un tanto apastelada, que de pronto subía al grado de convertirse en algo meloso.
Estaba enojada hasta la ira con su ex marido; en realidad, el dichoso Archibald todavía lo era en términos legales: él peleaba cada objeto que tenían en casa. Los cuadros, según entendí unos carteles infames, los muebles, los libros de autoayuda, todo era motivo de pleito. Ella decidió que se quedara con todas las pertenencias. ¡Borrón y cuenta nueva! Trajo su ropa y sus libros que apoyaban su investigación; lo demás fue un legado para un ser irreflexivo y egoísta que cambió su actitud inicial por la de un verdadero monstruo de codicia. Yo imaginaba que si los sillones, las sillas, las mesas, los floreros, las vajillas y todos los utensilios estaban en la misma frecuencia de los gustos de ese santo varón al comprarse abrigos, entonces más valía que se quedara con ese conjunto de porquerías. Al interrogarla sobre las propiedades, ella guardó un silencio sepulcral y dijo que apenas tenían un departamento misérrimo en Queens, una baratija que era indigna de una mujercomo ella. Cindy estaba en ese mar turbio en el que requería ayuda para salir del mareo, asomaba por la borda y a mí me vomitaba toda una retahíla de invectivas. Quiso que nos viéramos ese domingo. Algunas situaciones complicaron el día y tuve que cancelar ese encuentro, que me entusiasmaba tanto como destinar mi tiempo para ver una película donde actuara Ben Stiller o ir a un juego de beisbol de la liga mexicana. Descreía de esos instantes en que un problema mayúsculo se le plantea a otro que está fuera de la disputa, el simple mortal poco o nada puede aconsejar. En la escuela apenas si la traté, era una conocida que pertenecía a otro grupo. Mi relación con ella distaba mucho de ser una amistad. Ahora conocía una marejada de detalles íntimos sin conocer del todo a mi interlocutora. Tomé el celular y hablé con ella, pedí disculpas y supuse que ése era el punto final de aquel encuentro en el ferry. Cindy estaba lejos de interesarme y sus problemas eran tales que sólo ella y su marido podrían resolverlos con la ayuda legal y psicológica necesarias. Mi presencia era inútil.
Dos semanas después olvidé mi teléfono. Recargaba la pila de mi celular y lo dejé conectado, con el peligro de que se arruinara. Al regresar, me di cuenta de que tenía diez llamadas perdidas. Todas eran de Cindy. El marido era una facha, lo cual yo prefiguraba. La quería demandar por abandono y otros cargos que apenas si entendí. El abogado, uno de esos seres despreciables que son compañeros de la mentira y la difamación, le daba cuerda para que la destripara en el juicio de divorcio. En cada llamada Cindy me rogaba con llanto contenido que nos viéramos, requería del consuelo de un hombre de «admirable estabilidad emocional»; jamás supe de dónde derivaba semejante suposición, pues yo era el reverso de la moneda, al menos eso reclamaba mi ex novia Adalisa; tampoco mis compañeros de trabajo me encontraban del todo equilibrado, cuando más un hombre tímido e indiferente. Cindy
hablaba y hablaba. Luego las palabras se convertían en un sollozo interminable. La dejaba llorar como hacen en los programas de radio de ayuda para mujeres desvalidas. ¿Qué tenía yo que ver con ese asunto? Siempre fui un amigo fiel de mis cercanos. ¿Cómo podría colaborar en una situación que me era por completo ajena? Tomé el teléfono, en la que pensé podría ser la última vez que me comunicaría con ella. Éste era el verdadero ultimátum. ¿Verla? Eso era imposible. Me resistía sin más, aunque sólo unas cuadras nos separaban. Ella insistió en llamarme. Marcó de nueva cuenta y traté de escucharla: fue una diatriba de una hora. Despotricó contra su todavía marido, lo llamó «republicano de tercera» (¿habría de otros?, pensé para mis adentros); continuó su perorata: «heces fecales de comida chatarra». Nunca hubiera supuesto semejante calificativo. Lo definió y lo insultó con toda clase de adjetivos; supe que el hombre era un amante pésimo, que eyaculaba antes de quitarse los pantalones, que tuvo una amante seguidora de una secta de adoradores de Richard Nixon. Cindy ignoraba cuáles eran los propósitos de una cofradía capaz de amar a semejante escoria. Archibald tenía la costumbre de ir a la alcoba con unos siniestros boxers moteados y con el rostro del político del Watergate en la bragueta; si los olvidaba jamás conseguía un segundo orgasmo, el primero siempre lo perdía al desvestirse. Abrumado y aburrido me enteré de una existencia rota. Supe los detalles más crudos de esa relación. La verdad, me molestó la cercanía de Archibald con la figura de Nixon. Lo pensé más afín a Bush padre, y aun al mismísimo hijo, a George junior.
Días después me habló cuando estaba en el trabajo. La cantilena siguió su marcha. Los detalles eran horrendos y del aparato brotaban toda clase de vocablos convertidos en alimañas; de ese matrimonio nada quedaba, sino el odio y el rencor. Una llamada y otra me dejaban lacio, era un fideo en un tazón. La mujer me golpeaba con los reclamos a otro. Hacía insinuaciones y en el colmo de su ira me acorralaba con preguntas: ¿Tú te has portado así con una novia? De seguro lo haces, todos los hombres son bestias que claman en el desierto de su estupidez, concentran su poder en la erección, y cuando los descubrimos entonces la pierden y se declaran heridos de muerte por la impotencia. Ya ni siquiera el viagra es el recurso. Me recriminaba y yo tenía que escucharla cual terapeuta, con la diferencia que yo estaba al margen de ganar 200 dólares por sesión. Estaba harto de Cindy y era incapaz de defenderme de semejante arpía.
Primero fueron dos llamadas diarias; luego se duplicaron. En el trabajo me encontraban repugnante, confundían mi posición de simple conocido con la de amasio de la señora que hablaba a lo largo de la jornada laboral. Las secretarias de la oficina me miraban con indignación manifiesta; nadie suponía que yo era un simple escucha de una dama desquiciada. Quise cambiar de número; la responsabilidad lo impidió. Era probable que esas llamadas salvaran del suicidio a la mujer. Tres meses después, Cindy cambió la táctica: primero vociferaba, luego me sorprendía con confesiones íntimas de tal intensidad que eran propias de una hot line; sentía que al otro lado de la línea ella estaba en una tina con una copa de champaña y con un juguete sexual de pilas entre las piernas. El sonido sordo de esos pequeños motores me alertaban. En esos casos me sentía cohibido primero y luego excitado. Mi bragueta se llenaba con sus palabras y estertores de deseo. Ella gemía con ronroneos de leona en celo —en realidad nunca había escuchado un felino en ese estado, pero lo suponía semejante—; lanzaba pequeños estertores por la garganta y simulaba o tenía clímax que me atontaban. Hablaba de las bondades del punto G, de los torrentes de eyaculación que escapaban por su hendidura vaginal —esto así lo refiero, pero lo decía con vocablos altisonantes, con expresiones que me retaban en su crudeza y falta de sensibilidad. Sin darme cuenta entraba en ese instante revelador que es la complicidad lúbrica. Dejaba libre mi virilidad y daba rienda suelta a lo que me ofrecía esa voz insinuante y melosa. Llegué al punto del desenfreno. Una vez hasta manché unos documentos importantes ante la inminencia de un espasmo fuerte y prolongado. En la oficina me creían un demente. Perdí el respeto de la mayoría de mis compañeros.
Contar lo que pasaba durante las llamadas es entrar en los territorios de la obscenidad. La mujer del ferry parloteaba y parloteaba. Describía sus genitales con la convicción de un vendedor de alfombras de Polanco; yo compraba todo ese instante de placer y lo hacía mío. Mis nervios estaban de punta y mi aspecto había cambiado, ahora tenía el semblante de un hombre atrapado en sus delirios. Empezaba a olvidar a mis familiares y amigos, todo se concentraba en esas llamadas que procuraba recibir en espacios en los cuales mi intimidad y mi mano pudieran explayarse. El asunto siguió por varios meses hasta que un día me citó en la casa donde habitaba: era de estilo colonial californiano, un tipo de construcciones que retaban mi buen gusto. Recorrí Polanco hasta encontrarme con ella. Mi estado emocional era lamentable y todo lo percibía en blanco y negro, con matices de película vieja. Recordé la charla que escuché en el ferry, en el barullo de una plática robada. Una mujer anciana me recibió en una sala amplia. Ella, Cindy, presurosa bajó la escalera, estaba despeinada y con el maquillaje corrido, se notaba que había llorado en la víspera. Se abalanzó para que la abrazara. Percibí que sus axilas olían a sudor rancio. Cuando se acercaba a mí, en ese preciso instante, vi al tipo alto y malgeniudo del que tanto me hablaba ella. Lanzó un grito que me heló la sangre: «Maldiiitouu…». Me heló, sobre todo, por ese español que había oído en las canciones interpretadas por Nat King Cole en los discos de mi padre. El infeliz sacó una pistola de entre sus ropas, y todavía tuve el desatino de preguntarme de qué calibre era; observé un arma gigantesca que en cámara lenta me apuntaba. Cindy dio varios pasos atrás, lo cual agradecí porque el hedor agrio escocía mi olfato. Mi reflexión concluyó en el momento en que sentí un dolor agudo y caliente que atravesaba mi piel, al mismo tiempo que escuchaba la detonación. Pasé del blanco y negro al color cuando me derrumbé sobre una alfombra cuya procedencia reconocí; recordé otra vez el sueño de la adolescente del ferry, y noté entonces que el marido de Cindy —porque todavía estaba pendiente el divorcio— traía el mismo abrigo verde del día del ferry. Agónico y sin que pudiera dar marcha atrás repudié esa prenda de vestir y me entregué al silencio.