Así como a menudo se hace un símil entre la novela y el largometraje, se ha hecho el correspondiente entre el cuento y el corto. El símil surge de la extensión: en páginas y metros, la novela y el largo avanzan empujados por un aliento que precisa de paciencia para lanzarse a historias que acumulan numerosos episodios y que, por lo general, reservan más de un giro de tuerca. El corto, como el cuento, no renuncia a los giros, mas ha de resolver en pocas páginas o minutos tramas que en ocasiones apenas llegan a serlo.
Es sano y conveniente, por lo pronto, recuperar este nexo que se establece casi en automático, que es un lugar común. Y es que, no por manidos y manoseados, los lugares comunes dejan de apuntar a razones frecuentemente atendibles. Y más si tomamos en cuenta otro símil, el que Julio Cortázar ubicó entre el corto y el boxeo. Comentaba el argentino que, mientras la novela apostaba por una estrategia de largo alcance, algo así como a ganar la pelea por puntos, el cuento había de lanzarse al knock out (claro que, ahora que el boxeo es un truculento y deshonesto espectáculo, habría que buscar comparaciones en otras conflagraciones). En sus cuentos es posible apreciar la contundencia de su punch, el buen provecho que puede sacarse de la estrategia en corto, y vale la pena regresar sobre sus procedimientos, en particular sobre los que ponía en práctica para los finales. Por lo general, el argentino nacido en Bruselas se mandaba en la última frase un upper cut fulminante, capaz incluso de desmentir o darle un giro sustancial a lo antes expuesto. Los ejemplos abundan, pero sirvan a modo de ilustración «Continuidad de los parques», en donde las ficciones se unen, o «La noche boca arriba», en donde las peores sospechas se confirman para el narrador.
Ahora bien, aun cuando el corto cuenta con poco tiempo (los hay de menos de un minuto), es fácil constatar que en ellos también se puede detectar, como en los largos, el afán por concebir relatos en tres actos. Es posible ubicar en una buena cantidad de ellos dos puntos argumentales (plot points) o eventos que cambian el curso de los acontecimientos (que bien pueden calificarse de «giros de tueca») y que sirven como frontera a los actos: en El libro del guión, nos recuerda Syd Field, maestro del manual de guión (que no del guión), que la aparición del primer punto marca el final del primer acto y el principio del segundo; el segundo punto se ubica en la frontera del segundo acto y del tercero. Y aquí es donde la estrategia cortazariana prueba sus virtudes, pues es muy frecuente que el segundo punto argumental esté prácticamente al final del corto; incluso cuando sólo es perceptible un punto argumental, como se puede constatar en muchas «minipelículas», éste se localiza sobre el final. De esta manera se multiplica la fuerza de lo expuesto y se despide al espectador con material para seguir en el corto cuando éste ya concluyó.
El cortometraje pone a prueba la capacidad narrativa de un realizador, su destreza técnica; y en corto es donde mejor se aprecian estas virtudes. No es extraño, así, que sea la prueba que un debutante debe «pasar» para aspirar al paraíso soñado del largometraje. Y aquí cabe hacer notar lo que, a mi juicio, es un mal del oficio. Por razones de economía monetaria y narrativa, los jóvenes que estudian en escuelas de cine se van ejercitando en corto, y un corto también es su «tesis». Y no pocas veces asistimos a la proyección de cortometrajes sólidos, redondos; y a menudo somos testigos de debuts prometedores. Pero para estos jóvenes cineastas el corto sabe a poco, y no es más que una estación en el camino a la meta del largo, adonde apuntan todos sus empeños. Y no faltan los que lo consiguen, y abundan aquellos que dejan ver que saben manejarse en corto pero no tienen el aliento para sostener un largo. Pero se empeñan, porque acaso creen que si no hacen largos no hacen cine. Una lástima. A modo de ejemplo, es conveniente citar a Carlos Salces, quien entregó un puñado de cortos extraordinarios (como En el espejo del cielo y Las olas del tiempo) y después dio el salto al largo, con Zurdo (2003), cinta que fue un fracaso y luego de la cual no ha vuelto a filmar. No muy distante es la experiencia de Eva López Sánchez, cuyo corto Objetos perdidos (1992) ponía en evidencia virtudes atendibles (y que tenía el atractivo suplementario de Cecilia Toussaint en uno de los roles protagónicos), pero ya en su primer largo, Dama de noche (1993), se empezaban a malograr las promesas (con todo y la presencia de la Toussaint en el elenco); el camino ha sido tortuoso en adelante, pues en Francisca (2002) y La última y nos vamos (2009) hay muy poco positivo que consignar.
Acaso por la dinámica comercial del cine, que ha acostumbrado a sus consumidores a productos de alrededor de dos horas, el cortometraje es pronto abandonado por los cineastas. Con algunas excepciones (principalmente en festivales), sólo en paquete sobrevive, como sucede en las películas «temáticas» al estilo de París, te amo (Paris, je t’aime, 2006) y 11’ 09” 01 (2002). Justo es comentar que estas cintas representan la vuelta al corto de cineastas que ya han tenido experiencias en el largo, y que no es raro atestiguar que sus aportaciones a estos títulos son discretas, por decir lo menos (por ejemplo, el segmento que realizó el egipcio Youssef Chahine para la segunda). Ahí es posible constatar que la destreza técnica desarrollada en el largo no necesariamente garantiza un buen producto en corto.
Sirva este pequeño regreso al lugar común para concluir con una constatación: es muy poco probable que el cine nos entregue (para seguir con el símil anotado al inicio) un Jorge Luis Borges. Un autor que de principio a fin construyera su filmografía con cortometrajes sería casi inimaginable, pues si hay escritores que pueden vivir del cuento, un cineasta difícilmente alcanzaría la continuidad sólo con cortos: la industria se ha encargado de limitar el oficio, y nos ha hecho creer que no sólo de cortos vive el hombre de cine. Y esto es un cuento…