Ante un cálido norte, de José Luis Rivas
para las Zenil, mis tres huastecas
La Huasteca veracruzana comprende el septentrión de ese largo estado hasta sus lindes con Tamaulipas. Sus orígenes se remontan a casi cuatro mil años, cuando los mayas llegaron a las orillas del Pánuco, y aún hoy muchas de sus costumbres y las de otros pueblos que vendrían después persisten en unos hombres y mujeres que conviven armoniosamente con los elementos.
Para cualquier foráneo que llega allí por vez primera el tiempo parece haberse detenido. En los agudos cerros de Chicontepec y en los lomeríos de Tantoyuca, así como en Tepetzintla y Tempoal, el aire es puro, la vegetación exuberante y la gente sencilla. Entre indígenas y mestizos se habla cotidianamente el náhuatl o el huasteco y en muchas casas se cocina aún en hornos de barro (en los cuales preparan un enorme tamal llamado zacahuil), la ropa se lava en los arroyos y hasta el más joven nada como una tonina y monta como un piel roja. Como dice Gertrude Stein, «Al fin y al cabo cada quien es como es su tierra y su aire».
No muy lejos de esas comunidades serranas se extienden también otras ciudades con un poderoso atractivo: el espectáculo de la desembocadura de los ríos en el Golfo de México. Uno de ellos es el Tuxpan, que justo antes de fundirse con el océano da su nombre a la principal ciudad de la Huasteca, asentada en una de sus riberas y famosa en toda América porque de allí, en 1956, zarpó con destino a la Cuba de Batista el viejo yate Granma, comandado por Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos. En ese mismo puerto, apenas seis años antes de esa histórica leva, nació el poeta José Luis Rivas, creador de la lírica más influyente de su generación.
Es un necesario lugar común señalar que José Luis Rivas ha dedicado todo su talento a cantar el mar y el río de su pueblo y lo que en ellos habita y se suscita. La primera mitad de su obra se publicó en el fce en 1993 bajo el título Raz de marea: poesía reunida 1975-1992, que contiene por lo menos dos libros fundamentales para la poesía mexicana: Tierra nativa (1982) y La transparencia del deseo (1986), con el cual obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.
El primero es desde su aparición un libro de culto, un poema extenso que entabla un diálogo con el más imponente del siglo xx: Tierra baldía, de T. S. Eliot. El montaje de Tierra nativa está basado en la arquitectura de The Waste Land pero opone a la sordidez y la pesadumbre de la urbe la brillantez del trópico y toda la vida que bulle en él, la fuerza de la naturaleza vertida en un lenguaje personal, selvático, abrumador de otra manera, a través del cual José Luis Rivas forja una materia novedosa y auténtica como el mundo que se propuso nombrar, lo que hace que su texto se convierta, a pesar del homenaje, en algo opuesto a su modelo. Incluso la reproducción inicial del ritmo de los primeros versos del poema de Eliot hace que el discurso de Tierra nativa destile no poca ironía, gracias a la cual el lector avezado comprende el juego desde las primeras líneas.
En una reseña publicada en Vuelta en 1983, Daniel Sada aseguraba que quizá en el futuro se discutiría mucho sobre la similitud de ambos poemas, al momento que cuestiona por qué si es posible hacerse de una estructura clásica como el soneto, no puede hacerse lo mismo con una estructura contemporánea. Creo que tal discusión no tuvo ni tendrá lugar mientras la intención del autor se haya atendido. Lo cierto es que hoy nadie duda que Tierra nativa sea una de las cumbres de la poesía nacional.
José Luis Rivas ha demostrado ser un gran poeta porque sólo siéndolo se sobrevive a la publicación de una obra maestra a los 30 años y a ser reconocido por ello. A pesar de lo que podrían sugerir sus títulos (casi todos relativos a lo marítimo o lo fluvial), ninguno tiene más parecido con Tierra nativa o con cualquiera entre ellos que el que pueden tener los hijos de un mismo padre. En 2006 el fce editó una segunda reunión de su obra, Ante un cálido norte, integrada por cuatro libros escritos en dos lustros: Luz de mar abierto (1992), Estuario (1996), Río (1998), Por mor del mar (2002) y una sección, «Libro de faros», con una segunda muestra representativa de ese otro poeta que es Rivas el traductor, que ofrece esta vez algunas de sus versiones de Derek Walcott y William Shakespeare.
Cabe aquí detenerse en el título, que ofrece dos posibilidades. La más literal alude al espacio geográfico que se despliega en sus libros, que no es otro que la templada Huasteca veracruzana, que los nortes azotan incluso en verano. Pero Ante un cálido norte es claramente una metáfora y un oxímoron. Como sabemos, en la costa se conoce por norte a un viento extremadamente fuerte, cuando ya ha pasado la estación pluvial, de noviembre a febrero. Los antiguos griegos lo llamaban Bóreas, el más poderoso y colérico de los dioses del viento, que traía el invierno a la tierra.
«Ante un cálido norte» expresa, pues, lo más profundo y constante de la poesía de Rivas: una tierra nativa de la que la memoria ha tamizado casi todo el dolor para elevarla a la condición de paraíso, una región donde aun lo gélido y temible deviene cálido, amable, porque sus recuerdos (fijos en el centro de su pensamiento poético como un mantra) no admiten otra filiación que la del goce y la calidez: todo lo que menciona viene impregnado de ternura y de vida, de floración. Es una poesía que celebra el mundo, el cual se condensa en la barra tuxpeña, de la que no parece haberse ido.
El primero de esta compilación es Luz de mar abierto, un breve libro misceláneo, compuesto por menos de veinte poemas, en los cuales se alternan versos de largo aliento y múltiples metros. A pesar de su nombre, el paisaje es el de la pobreza, que la memoria ha asimilado como un tesoro invaluable. Muchos de los poemas son esbozos de historias en espera de un final; los personajes son anónimos, porque son en realidad puro lenguaje, de cierta manera rulfiano, esquirlas de un mundo en otro tiempo incandescente en su simpleza:
En la ribera, el chistar de la salamanquesa remeda el llamado del jinete que azuza a su perro cuando comienzan a orillarlo las tentadoras sombras del camino…
[…]
Espernancada en el umbral de su jacal al rayar el alba, una india ribereña hurga bajo la uña de su pie descalzo con una espina de limonero para desencovar de ella una sañuda nigua, evitando que se esparzan sus malsanos huevecillos.
Estas imágenes en sepia son acompasadas con otras más claras, en las que no es difícil ver la presencia de playas distantes, entrevistas en los versos de poetas concienzudamente traducidos por Rivas, como Herman Melville y Georges Schehadé. En versos como «Oh Visitante que lías tu cigarrillo de hoja…» o «Siempre hubo extrañas algas de color violeta en la arena, junto a la huella de tu pie, Oh Caminante, uncido a la mar como a una obsesión sagrada», escuchamos el eco de la expedición de ese Extranjero que recorre las páginas de Anábasis, de Saint-John Perse. Los versos de remate comenzados en conjunción: «Y sobre las aguas del río, ensangrentado con flores de flamboyán, cruza una recta aleta de marrajo…»; el uso de interjecciones y signos de exclamación, cada vez menos frecuente en la poesía moderna, más que arcaísmos son un homenaje a este poeta, desde mi punto de vista con una presencia menos evidente pero más profunda en Estuario, el libro siguiente y más ambicioso de Ante un cálido norte.
Estuario es un poema circular dividido en 43 fragmentos, que narra un viaje de ida y vuelta al mismo puerto; un «viaje inmóvil» a través de la memoria y la imaginación, como querían los Contemporáneos. El primer fragmento plantea el espacio del estuario, como se llama al lugar en donde el río desemboca en el mar. Sobre un ritmo cadencioso como el oleaje, la plasticidad de las imágenes determinan la preeminencia de lo visual; sus puntillosas descripciones son las de un pintor (de hecho, un epígrafe de Cézanne —«Todos somos uno»— preside el libro):
El sol se encrespa moribundo, rasga con su zarpa un aborregado paraje de nubes sobre la escollera
Un puñado de chozas, una solitaria cabaña de madera, la llave en T de las aguas donde se acoplan el estero, el río y la mar ceñida con reverberante malla
El color rojo sangre de la hoja de la uva de playa y del crepúsculo reflejado en las aguas del estero, baña de principio a fin los cuerpos desnudos de dos jóvenes que se aman con el arrebato de las fieras en la privacidad de la selva. Ella encarna mundanamente el misterio de la Trinidad: es al mismo tiempo la muchacha, la madre y la abuela. Hay escenas cargadas de un erotismo selvático como el paisaje mismo:
Una fresca presencia ahonda su raigambre y se adueña del día
Como un corazón ardiendo que encuentra en la estancia su repisa
Como una mujer, una muchacha, o una niña que descubre al fin su peso de amo en las manos que, vuelta ella bocabajo, la aferran estremecidas
Y entrecerrando el universo de sus ojos entrega el don de una hecatombe voluptuosa
A partir del fragmento xl el nudo del poema comienza a disolverse. Las tres mujeres se hacen una y el amante entra en ella con la potencia del río que en un estuario entra al mar:
Mar fiel tú llenas de nuevo mis dominios y yo acudo presto a tu llamado
Somos uno, y más abajo la ribera se recoge bajo los picos zurcidores de las gaviotas
Y no importa a donde me dirija porque es a ti donde subo a bordo
[…]
Y ahí donde emerjan las islas gemelas de tus senos —en la copiosa imploración de mis manos— se elevará un templo de gracia que se renueva —a mar abierto
Navíos errantes tú y yo y ellos y nosotros bañados por la espuma
Finalmente los dos desaparecen, fundidos en el atardecer y en la memoria, y se repite la escena inicial del sol agónico que «hinca su hierro de marcar en el anca de aborregada nube – que se crispa en lo alto del monte». La frase de Cézanne («Todos somos uno») cobra pleno sentido.
Con Estuario, Rivas reafirma lo que había hecho en sus primeros libros, pero agrega niveles de dificultad léxica pocas veces vistos en la poesía hispánica. El registro de términos de la jerga marítima, así como de la flora y la fauna que habitan en los esteros y manglares de esas costas es verdaderamente abrumador. Ante un libro así el lector se convence de que, a pesar de lo dicho por Sabines, el hombre no es el amigo fiel del perro, sino del diccionario. Sin duda la traducción de poetas del Caribe como Perse, Derek Walcott o Aimé Césaire lo han dotado de un vocabulario amplísimo; sin embargo la virtud del poeta no reside en haber saqueado libros de navegación o de ornitología, sino en la apropiación de esas palabras de manera vital, a través de una observación y convivencia directa con aquello que significan.
Por mor del mar es una empresa completamente distinta a las anteriores. Dedicado a Álvaro Mutis, creador de ese emblema marino que es Maqroll el Gaviero, su grave tono de súplica, sin alejarse de lo celebratorio, es más hímnico que elegíaco. La primera parte retrata lo que suscita en los hombres de un pueblo costero la elevación de un puerto. No sin júbilo, la voz lírica arenga constantemente al marino a hacer suya esa construcción, que cambiará sus vidas para siempre, y al Capitán a hacerse cargo de su tripulación como un padre, algo muy similar a lo que sucede en la segunda y última parte, que da título al libro. «Por mor del mar» es, si es posible decirlo así, un relato lírico con reminiscencias épicas dominado por una prosa de lenguaje decantado, en el cual subyacen la historia y la leyenda de Jean Parmentier, un navegante y poeta normando del siglo xvi que abrió nuevas rutas de navegación para Francia, cuando Portugal y Vasco da Gama dominaban la ruta de las especias. Parmentier, un Cristóbal Colón con más espíritu pero menos gloria, murió trágicamente cuando buscaba una vía hacia China y descubrió las tierras de Sumatra. A la voluntad de errancia y aventura propias de Parmentier está dedicado el poema, cuyo cierre es un aforismo espectacularmente lapidario: «Limitado es el espacio que al hombre es concedido, el mismo que es otorgado ¡sin límites! a los pájaros».
Río, anterior a Por mor del mar, es un libro en el que José Luis Rivas explora una vez más la hidrografía, pero esta vez desde tierra. De nuevo, pero con un énfasis más explícito, la memoria transfigura lo vivido y le otorga su peso verdadero:
Ya me pierdo en el vértigo dulce del ensueño…
Mecedoras de mimbre
apagan su rechino.
Y el hervor de los grillos
destapa la olla de la noche
Poema a poema, Río es una crónica de la infancia y la adolescencia: lo lúdico, manifiesto en algunos fragmentos compuestos a guisa de canciones infantiles; el regreso a los lugares y las mujeres primigenias —la madre y la hermana—, que cultivaron su sensibilidad; los primeros escarceos eróticos y esa primera mujer que marca el destino de todos los hombres.
No es exagerado decir que la disposición espacial de los versos encabalgados en la página hace que las palabras serpenteen como un río hasta su final desembocadura. El epígrafe de William Carlos Williams, en traducción de Octavio Paz, utiliza también esta estructura, pero recuerda a su vez a Blanco, del propio Paz, a quien Rivas dedica el libro. El tema de la memoria, de la fijación de un instante como detonante y búsqueda de todo poema, es recurrente en la obra del Nobel mexicano y ha sido señalado por Père Gimferrer como el tema central de poemas tan importantes como Piedra de sol. Tantas coincidencias no deben desdeñarse en la lectura de un poema como Río, que en diversos momentos hace mención del enorme esfuerzo que implica recordar:
Te acuerdas oh prodigio
del río de tu infancia
Si te tallas la frente
decidido
Si entrecierras los ojos
aún puedes verlo
para ti solo
una vez esfumadas bajo el párpado
—recién frotado
con los huesos de la mano—
esas sombras al rojo:
plumas de pavo real
ganadas por la llama
En el presente desde donde se enuncia la voz, el río no ha cambiado superficialmente, o quizá la incontenible explotación del petróleo en esas regiones haya enturbiado su antigua claridad; sin embargo las aguas y el aire donde todo ocurrió definitivamente ya no son los mismos, como tampoco lo es el personaje. Por eso el río actual carece de interés, por eso la importancia de recordar, de traer al corazón el instante —«una flecha viva como un pájaro», como decía Paz. La poesía existe precisamente para fijar el tiempo, para arrancar las cosas al olvido, para evitar que lo que se ama desaparezca. Para que la vida no cambie, aunque lo haga.
José Luis Rivas vivió en Tuxpan hasta los diecinueve años, cuando partió a la Ciudad de México a estudiar filosofía y literatura, una enorme ciudad de palacios y mar de asfalto que intuía, corazón de marino al fin y al cabo, como su destino próximo, y es precisamente en esta etapa de su vida que el poema finaliza. El poeta se despide con un hasta pronto de esas aguas, convencido de que ha logrado arrebatarle al tiempo una conquista: llevará ese río y esa vida consigo para siempre.