El final de la ruta / Aimee Bender

El hombre fue a la tienda de mascotas a comprarse un hombrecito para que lo mantuviera acompañado. La tienda estaba llena de perros con manchas y gatos tímidos y la gente amistosa compró perros y la gente independiente compró gatos y este hombre buscó a su alrededor hasta que en la parte trasera encontró una jaula dentro de la cual había un sofá en miniatura y un pequeño televisor y un hombrecito atractivo de pelo castaño, vestido con traje de tweed. Consultó el precio. El hombrecito era costoso, pero el gran hombre tenía un buen empleo y pensó que esta compra valía la pena.
     Llevó la jaula hasta la parte delantera del establecimiento, pagó con su tarjeta de crédito y obtuvo millas de aerolínea gratis.
     En el auto, la jaula del hombrecito, inmovilizada mediante el cinturón de seguridad, rebotó ligeramente sobre el asiento del copiloto.
     El gran hombre colocó al hombrecito en su recámara, sobre el buró de noche, y levantó el pestillo de la jaula para abrirla. Ésa fue la primera vez que el hombrecito apartó la vista del pequeño televisor. Parpadeó, lo que era difícil de ver, y luego pidió algo de cenar con su voz estridente. El gran hombre le trajo una gota de whisky dentro de la ranura de un tornillo, y una hebra de pollo, todavía con el pellejo. No tenía cubiertos, así que le dijo que se sintiera con la libertad de comer con las manos, lo cual irritó al hombrecito. Éste explicó que, antes de ser capturado, había sido un exitoso y distinguido consultor de tecnología que había estado en París y Milán en numerosas ocasiones, y que le gustaba comer con cubiertos, muchas gracias. El gran hombre rió y rió, pensó que este hombrecito que había traído era muy gracioso. El hombrecito le informó, en tono animado, que las tiendas de casas de muñecas abrían los fines de semana y que él necesitaba una cama, por favor, con una almohada de verdad, por favor, y una lámpara y, de ser posible, algunos libros con páginas de verdad. Por favor. El gran hombre rió entre dientes y asintió.
     El hombrecito se sentó en su sofá. Se quedó despierto hasta muy tarde ese primer día, riéndose a carcajadas ante la programación televisiva de medianoche, lo cual fastidió al gran hombre hasta más no poder. Intentó dormir y no pudo, ni un pestañeo. A las cuatro de la mañana, exhausto, el gran hombre vertió en el bebedero —una especie de tubo— un antihistamínico, y el hombrecito finalmente se amodorró. El gran hombre, accidentalmente, vertió demasiado, puesto que calcular las proporciones adecuadas no era una tarea matemática sencilla, no era su especialidad, y el hombrecito permaneció atontado durante tres días, arrastrándose en su jaula, dejando pequeños rastros de saliva en el sofá. El gran hombre se fue a trabajar y pensó en el hombrecito con anhelo todo el día. A las cinco en punto corrió a casa: estaba muy entusiasmado por verlo, pero siguió encontrándolo en estado de embriaguez. Cuando finalmente el antihistamínico cedió, el hombrecito despertó con las fosas nasales despejadas; entonces tenía una habitación absolutamente amueblada a su alrededor, con todo y candil tipo araña y varios libros pequeños, incluyendo La Cenicienta en español, y su propia hormiga mascota en una jaula.
     Los dos hombres se llevaron bien durante dos semanas. El hombrecito era muy bueno con los números y ayudó al gran hombre con sus estados de cuenta bancarios. Pero también le agradaba conversar, entre documentos, sobre su vida anterior y sobre cómo había sido capturado camino a su empleo, de todos los posibles lugares en una panadería, por los cazahombrecitos, y sobre lo mucho que extrañaba a su esposa e hijos. El gran hombre no tenía esposa ni hijos, y no le agradaba escuchar esa parte de la historia. «Ahora eres mío», le dijo al hombrecito. «Pagué demasiado dinero por ti».
     «Pero tengo responsabilidades», le dijo el hombrecito a su dueño, con los ojos anegados bajo la luz.
     «Dijiste que me llevarías de regreso», dijo el hombrecito.
     «Yo no dije tal cosa», dijo el gran hombre, pero en realidad no podía recordar si lo había dicho o no. Nunca había tenido buena memoria.
     Después de la tercera semana, después de enterarse de las personalidades de los hijos, abuelos, tías y tíos del hombrecito, después de haberlo escuchado hablar sobre la décima comida en París y cómo le1 mesero comentó lo buena que era su pronunciación, tras una descripción del canto de arias de tenor acompañado de una mandolina en un tren rumbo a Toscana, el gran hombre comenzó a torturarlo. Cuando el hombrecito le dio la espalda, el gran hombre le agregó al agua, mediante una aguja fina, una pequeña gota de desinfectante doméstico y observó al hombrecito alucinar toda la noche, dando vueltas en la cama, vomitando alimentos de color rosa en las esquinas de la jaula. Su diminuto cuerpo era tan pequeño, era difícil imaginar que le doliera demasiado. ¿Qué tanto dolor podía sentirse, realmente, en un espacio tan minúsculo? El gran hombre durmió profundamente, seguro de que su mascota sólo exageraba para llamar la atención.
     El gran hombre comenzó a ausentarse de su trabajo pretextando mala salud.
     Disfrutaba de lanzar al hombrecito en el aire y atraparlo. El hombrecito protestó de muchas maneras. Primero le dijo en tono firme y paternal que eso no le agradaba, luego gritó y se lamentó. El hombre no respondió, así que el hombrecito trató de hacerlo entrar en razón, lo cual funcionó brevemente, diciéndole: «Mira, yo también soy hombre, sólo soy un hombrecito. Esto es muy doloroso para mí. Incluso si no te gusto», dijo el hombrecito, «de todas maneras me duele». El gran hombre lo escuchó durante un segundo, pero disfrutaba al darle de golpes a su hombrecito, quien ya no hablaba tanto como antes sobre el arte de la baguette y que, al empezar a cicatrizar y a amoratarse por todo el cuerpo, finalmente decidió cerrar la boca por completo. Le dolía la cabeza y ya no le tenía confianza al agua.
     Pensó en fugarse. ¿Pero cómo? La perilla de la puerta era el edificio Empire State. El jardín trasero, una planicie africana.
     El gran hombre vio televisión junto al hombrecito. Durante el programa con las mujeres atractivas se lo metió debajo del pantalón y lo dejo ahí. El hombrecito pinchó el pene del gran hombre, que creció junto a él como en el cuento de las habichuelas mágicas de Jack; el olor a tierra húmeda provocó que se avergonzara de su propio y diminuto pene oculto bajo sus pantalones de consultor. Le acertó un puñetazo, el tallo siguió creciendo y, perturbado, el gran hombre metió la mano debajo de sus pantalones y arrojó al hombrecito hasta el otro extremo de la habitación. El hombrecito golpeó la pata de una mesa. Despertó en su jaula, con la cabeza punzándole. Ni siquiera le había importado mucho haber estado en la ropa interior del gran hombre, puesto que por primera vez, desde que había sido capturado, sintió un pequeño atisbo de poder.
     «No vuelvas a intentarlo», le advirtió el gran hombre, con el rostro ocupando en su totalidad la parte norte de la jaula.
     «Por favor», dijo el hombrecito, quien ya no tenía los ojos anegados, sino opacos. «Señor, ten un poco de piedad».
     El gran hombre envolvió el cuerpo del hombrecito con cinta adhesiva para que no pudiera patear, y sólo le dejó agujeros en la boca y los ojos. Después lo metió al refrigerador durante una hora. Cuando regresó, el hombrecito se había desmayado y el gran hombre lo colocó en el horno tostador, a temperatura muy, muy baja, por diez minutos más. Precalentado. El hombrecito resucitó después de uno o dos días.
     «Por favor», le dijo al gran hombre, con la voz entrecortada.
     Al gran hombre le disgustaban las palabras por favor. No le agradaba la gentileza ni la gente. Su empleo era aburrido y nadie había notado su abrigo nuevo. Se compró un boleto a París con todas las millas que había acumulado en su tarjeta de crédito, pero pronto cayó en la cuenta de que no podía hablar una sola palabra en ese idioma y le aterraba consumir accidentalmente sesos de ternera para llevar. No quería pedirle al hombrecito que tradujera para él, puesto que no deseaba escuchar su voz con acento. Sólo pensar en ello lo irritó. El boleto caducó, sin ser devuelto. En el avión, una mujer joven se tendió en su asiento y durmió, ya que nadie ocupaba el lugar contiguo. En el trabajo, el gran hombre le preguntó a una mujer atractiva que le había gustado durante años si quería salir con él, y ella se alejó para contárselo a sus colegas inmediatamente. Ni siquiera le dijo que no; para ella era tan obvio que no tenía por qué decirlo.
     «Quítate la ropa», le dijo al hombrecito aquella tarde.
     El hombrecito respingó y el gran hombre le enseñó una botella de desinfectante para bañeras a manera de amenaza. El hombrecito se desvistió lentamente, dobló sus prendas y permaneció de pie frente al gran hombre, con su piel pálida, su pecho de vellos enmarañados como hierba, su pene escondido, sus labios temblando de manera tan sutil que sólo el ojo más cuidadoso podría apreciar.
     «Haz algo», dijo el gran hombre.
     El hombrecito se sentó en el sofá. «¿Qué?», le preguntó.
     «Póntela dura», dijo el gran hombre. «Muéstrame cómo se te ve».
     La cabeza del hombrecito seguía adolorida tras haber golpeado la pata de la mesa; sentía el cerebro aturdido y confuso desde que había pasado aquella hora en el refrigerador y luego en el horno tostador. Puso la mano sobre su pene y luego de un pesado y triste destello de placer, detrás de la absoluta indiferencia de su mente, su cuerpo respondió a la orden.
     El gran hombre rió y rió ante la erección del hombrecito, que no estaba nada mal y era real, ¡pero demasiado pequeña! Qué gracioso era ver a este hombrecito como a un hombre. Lo señaló y rió. El hombrecito se quedó en el sofá y pensó en su esposa, quien se adentraba en el mundo para recoger las corcholatas de botellas tiradas en el suelo por la gente grande y convertirlas en bandejas; pasaba horas y horas limando las orillas afiladas y luego aplicaba pintura metálica en el interior y eran la envidia de todas las personitas que la rodeaban, tan preciosas y abundantes que eran las corcholatas. Nadie más tenía la paciencia de limar esas aristas afiladas. Algunas veces vendía una y conseguía una buena cantidad de dinero en efectivo. El hombrecito pensó en esas bandejas, en bandejas y más bandejas, rojas, azules y amarillas, hasta que eyaculó un pequeño chorrillo, un orgasmo nada placentero, aunque lleno de anhelo.
     El gran hombre dejó de reír.
     «¿En qué estabas pensando?», le dijo.
     El hombrecito no dijo nada.
     «¿Cómo es tu esposa?», le preguntó.
     Nada.
     «Llévame a verla», dijo el gran hombre.
     El hombrecito se sentó sobre el suelo de su jaula, desnudo. Estaba cambiado. Desconectado. Tendría que regresar en un largo viaje de vuelta. Se había ido.
     «¿A ver a quién?», le preguntó.
     El gran hombre sonrió con disimulo. «A tu esposa», le dijo.
     El hombrecito negó con la cabeza. Fatigado, miró al gran hombre. «Yo soy el final de la ruta», le dijo.
     Era la frase más larga que había dicho en varias semanas. El gran hombre tumbó la jaula y el hombrecito se golpeó contra el costado del sofá.
     «¡Sí!», gritó el gran hombre. «También quiero ver a tus niños. ¡Cómo me gustan los niños!».
     Abrió la jaula y agarró el pequeño sofá con el estampado floral. El rostro del hombrecito permaneció impasible.
     «No», le dijo, con los ojos cerrados.
     «¡Te torturaré!», gritó el gran hombre.
     El hombrecito colocó las manos bajo su mejilla, sobre una almohada. El dolor ya no era un misterio para él, y un hombre familiarizado con el dolor ha descubierto una nueva forma de libertad. «No», susurró entre sus nudillos.
     Con su aliento envolviéndole cálidamente las manos, el hombrecito esperó, medio mareado, a que lo asesinara. Sintió que su muerte era
terriblemente insignificante, como la de un puntito luminoso, pero aun así no deseaba ser asesinado, y envió oleadas de amor a su esposa e hijos, a la gente que le daba sentido, a los que sentían ese puntito luminoso.
     El gran hombre se entretuvo jugando con las patas del pequeño sillón. Le quitó el cojín y encontró algunas monedas entre las ranuras, monedas tan pequeñas que ni siquiera podía levantar.
     Acercó el rostro a la jaula de su hombrecito.
     «Está bien», le dijo.
    
    
Cuatro días después liberó al hombrecito. Lo trató bien durante esos días, le dio buena comida e incluso un baño y un poco de aspirina y una nueva almohada. Quería que se llevara bonitos recuerdos y una buena impresión en general. Después de cuatro días, colocó la jaula bajo su brazo, abrió la puerta principal y se dispuso a caminar sobre la acera. Abrió la cerradura de la jaula. El hombrecito había estado durmiendo sin parar durante días, con tan sólo algunos momentos de lucidez cuando fijaba la mirada en el gigantesco ojo del gran hombre, pero al empaparse con la luz del sol, el hombrecito despertó. Salió por la puerta de la jaula. Esperó a que un pájaro volara bajo para comérselo. No era la peor de las muertes, pensó. Por lo general las personitas se untaban un aceite de olor que repelía a los pájaros y otros animales, pero eso, con el paso del tiempo, se le había deslavado del cuerpo. Podía ver la descomunal figura del gran hombre a su derecha, en cuclillas sobre sus talones. El gran hombre sintió tristeza, pero no demasiada. El hombrecito se había vuelto aburrido. Ahora que lo había humillado, era más fácil llevarse bien y menos divertido jugar con él. El hombrecito caminó tambaléandose sobre la acera, con los brazos extrañamente elevados a sus costados, como si tuviera las manos mojadas o estuviera cubierto con pintura. Parecía no reconocer su propio cuerpo.
     Se sentó sobre el cordón de la acera. Un pequeño autobús azul llegó hasta donde estaba, tan pequeño que el gran hombre no lo habría notado si no hubiera estado mirando a nivel del suelo. El hombrecito subió. No traía dinero, pero el autobús aceleró y comenzó a avanzar con el hombrecito dentro. Tomó asiento en la parte trasera y miró hacia la calle a través de
la ventanilla. Todas las personitas a su alrededor se habían percatado
de lo ocurrido. Vivían con ese temor todos los días. Los diarios estaban llenos con las últimas noticias y nuevos incidentes. Un viejo de barba blanca y recortada caminó en el autobús para sentarse a un lado del hombrecito y gentilmente le puso un brazo sobre el hombro. Juntos miraron los cordones grises de las aceras mientras los iban pasando.
     Sobre el césped, el gran hombre pensó que el autobús era hilarante y caminó a su lado a lo largo de una cuadra. Incluso las llantas rodaban perfectamente. Pensó que si lo deseaba, él podía pisar el autobús y despedazarlo. Lo que desconocía era que el autobús estaba equipado con clavos tan puntiagudos que traspasarían una suela para encajarse en la carne del pie. Durante algunas cuadras sostuvo su pie por encima del autobús, viendo las paradas que seguían, los letreros tan pequeños como mondadientes, pero luego se sintió cansado, se fue a una esquina, dejó que el autobús diera la vuelta, y tomó asiento en la enorme banca azul de la parada en la esquina destinada a la gente grande.
     Se subió al llegar su autobús. Era sábado. Lo tomó hasta el final de la ruta. Acá las calles estaban llenas de basura y la distancia se encontraba anclada por montañas de color púrpura. Sintió que todo se iba comprimiendo, incluso los letreros de las tiendas le parecieron demasiado brillantes y abrumadores. Este lugar en el que nunca había estado le disgustó al instante, tenía un olor distinto, como a flor dulce y pan rústico. El siguiente autobús no vendría sino hasta dentro una hora, así que comenzó a caminar a casa, con la mirada fija sobre la acera.
     Sólo deseaba ver en dónde vivían. Sólo deseaba ver sus pequeñas casas y sus mascotas y sus escuelas. Deseaba ver si cada uno de ellos tenía auto o si el medio de transporte principal era el autobús. Tenía la esperanza de ver un pequeño avión.
     «¡No quiero lastimarlos!», dijo en voz alta. «Sólo quiero ser parte de su sociedad».
     Sus ojos estudiaron el césped y pedazos de la acera. Siempre había contado con una vista excelente.
     «A cambio de ver su poblado», dijo en voz alta, «los protegeré de la gente grande. ¡Custodiaré sus portones como perro de guardia!». Lo gritó hacia las partes ensombrecidas de los arbustos, a través de los canalones del desagüe, sobre las cabecillas húmedas de los aspersores.
     Todo lo que encontró fue un pequeño sombrero amarillo con listón encaramado perfectamente sobre el pétalo de una rosa amarilla. Lo sostuvo durante diez minutos, admirando los delicados detalles del trabajo manual. Tenía bordados por toda la orilla. El perímetro del sombrero era del tamaño de la yema de su pulgar. Sintió que todo acerca de él era enorme y repugnante. ¿En dónde estaba la gente alta, la gente gorda?, se preguntó. ¿En dónde estaban las creaturas del tamaño de Dios?
     Finalmente, se sentó sobre la acera.
     «¡Encontré un sombrero!», gritó. «¡Por favor! ¡Salgan! Prometo devolvérselo a su dueña».
     Un grupo de ocho personitas, escondidas entre una formación rocosa, se tomaron de las manos. Se dirigían a una fiesta de cumpleaños. Una tremenda calidez se transmitía de un cuerpo a otro. Podían permancer allí por siempre, en caso de ser necesario. Estaban acostumbrados. Los aniversarios iban y venían. Los sombreros amarillos podían ser cosidos de nuevo. No era responsabilidad de ellos cuidar del mundo entero, le susurró la madre a la hija, cuyo vestido amarillo ya no coordinaba, cuyas manos estaban emapapadas de sudor, y que se asomó hacia afuera cuando el gigante se puso el sombrero sobre su enorme cabeza, sin que él llegara a comprender el tamaño de la pena que continuaba desatándose en su corazón.

    
     Traducción de Luis Panini
 
 
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