Un sábado por la mañana me encuentro en el primer vagón de la línea roja del metro, yendo de Hollywood a Universal City, exactamente debajo del Paso Cahuenga. A mi derecha, mi hijo de siete años, Noah, se recarga contra la ventana delantera observando hacia el frente por el túnel, fingiendo ser el conductor, mientras detrás de nosotros se sienta la habitual selección de usuarios del transporte público —papás con sus bebés, pensionados, compradores de fin de semana, turistas, todos atrapados entre la proximidad y la distancia, entre la lenta suspensión de este momento y la anticipación de la próxima llegada. Subir al metro en Los Ángeles es una forma de dislocación; después de todo ésta es una ciudad para conducir. Sin embargo, a pesar de las contradicciones, la experiencia es extrañamente reconfortante porque me enfrenta cara a cara con la complejidad, con el caos de este mundo humano. Una crítica que se hace comúnmente al sur de California es que se trata de una sociedad segregada: la gente no se mezcla, se queda en sus patios traseros. Pero en el metro se puede ver a todos: negros, blancos, latinos, asiáticos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes. Ésta es una razón por la que me gusta estar aquí, el modo en que me recuerda todo aquello que habita bajo la superficie, todas las coincidencias, las conexiones que normalmente no podemos ver. Aun así, se trata de un balance tenue, ya que en un cierto punto siempre termino recordando que estoy en un tubo de concreto excavado bajo cientos de metros de cambiantes rocas y tierra y sedimento, todo lo cual parece listo para colapsarse ante el primer desliz sustancial a lo largo de la falla. Yo pensaba en esto continuamente cuando vivía en San Francisco, apretaba las manos cada vez que abordaba un tren bart *1. Y hoy siento la misma lenta espina de aprensión, un sentimiento entre inquietud y ansiedad, mientras pienso rápidamente en un susurro silencioso: por favor, aquí no, no ahora.
El vagón sisea al detenerse en Lankershim Boulevard, y mientras las puertas se deslizan al abrirse, la mayor parte de los pasajeros, incluyéndonos a Noah y a mí, bajamos de él. Doy un rápido suspiro de alivio al estar fuera del túnel, al reingresar en el mundo del espacio y la luz. Aunque estamos aún bajo el nivel de la calle, la estación aquí es abierta, aireada, con un alto techo de bóveda arqueándose sobre nosotros como un carapacho. A mitad de la plataforma, un proyecto de arte público —palabras e imágenes grabadas en losas instaladas a través de una sucesión de pilares— cuenta la historia de este lugar, alguna vez conocido como Campo de Cahuenga, donde el 13 de enero de 1847 el general Andrés Pico entregó California a John C. Fremont, terminando así, eficazmente, la guerra méxico-americana. Éste es otro pedazo de historia subterránea, otra capa, algo de textura, una historia que la mayor parte de la gente de Los Ángeles ya no conoce, si es que alguna vez la conoció. No importa a dónde vayas en California, siempre encuentras sitios como éste, lugares donde el pasado ha sido eclipsado, donde debiera haber monumentos, pero en cambio sólo ves calles y estaciones del metro. Es por esto que muchas personas caracterizan este estado en términos de lo borrado, del olvido, aunque para mí el punto principal es que la historia siempre reaparece. «Rasca la superficie un poco y el desierto se muestra», escribió Bertolt Brecht en 1941 sobre el sur de California, y sesenta años después eso aún evoca la esencia misma del paisaje, la idea de que aquí el pasado está siempre acechando, siempre esperando, encubierto pero siempre presente, oculto en el hueco menos esperado de nuestras vidas.
Cualquier otro día me hubiera detenido a mostrarle el complejo a Noah, a hablarle sobre el Campo de Cahuenga, a localizar los frágiles filamentos del tiempo. Sin embargo, esta mañana Noah y yo no estamos de humor para la historia. Vamos camino a los Universal Studios. Durante meses he estado prometiéndole llevarlo, y mientras subimos a la escalera eléctrica y salimos a la luz del día, él platica animadamente de lo que quiere ver. «¿De verdad es aquí donde hacen las películas?», me pregunta, y cuando digo que sí, su cara se parte con una mueca desdentada. Yo también estoy alborotado, pero por una razón diferente: quiero ir al recorrido por los estudios porque imitan un gran terremoto en una estación del metro como ésta. De alguna manera es como aprobar otra prueba de temblores *2, pero esta vez no sólo podemos ser testigos del terremoto, sino experimentarlo nosotros mismos. Eso, como lo ha señalado Noah, es lo que faltaba en mi visita a San Diego, y si un parque de diversiones temático está construido más elaboradamente que un experimento científico, ¿qué nos dice esto acerca de la intersección entre la realidad y el mito, la manera en que chocan la fantasía y los hechos concretos? De nuevo, algún escéptico se lo achacará a California, pero yo veo todo esto en términos más fundamentales. No, como la foto que dice «Bienvenido a L.A.», una simulación de terremoto no es más que un mecanismo de aguante, la expresión de una bravuconada, el intento de mediar lo sísmico, de reducirlo a nivel humano, una estrategia para hacerlo nuestro.
Afuera, Noah y yo cruzamos Lankershim Boulevard y tomamos un tranvía al estacionamiento del Universal Park. Allí navegamos con las muchedumbres del sábado. Todo alrededor de nosotros son señales de la ilusión, desde la urbanidad postiza de City Walk —un centro comercial al aire libre, adyacente a los Universal Studios, cuyas prefabricadas fachadas, aguas danzarinas y un estridente e impactante neón parecen la pesadilla de un escenógrafo, de lo que la calle de la ciudad puede ser— hasta los actores que entretienen a la gente mientras esperamos en la fila, idénticos a Laurel y Hardy con los disfraces completos de los personajes, jugando con sus corbatas y mirando con cierta tristeza en sus ojos. Adentro es más o menos lo mismo: lo primero que vemos es una réplica inmensa del tiburón de Jaws, colgando boca abajo, abriendo las fauces, como si recién lo hubieran atrapado y matado. Se disminuye otro peligro arquetípico, pienso, otro colectivo terror contenido. Noah mete la cabeza entre las fauces del tiburón y yo tomo la fotografía; luego nos acercamos a un pabellón cerrado donde los niños se disparan unos a otros con pelotas de plástico; de ahí vamos a un enorme parque acuático, con toboganes y desniveles y pistolas de agua sujetas al suelo, donde también hay una inmensa cubeta que se derrama periódicamente empapándolo todo en una franja de treinta pies. Me paro a un lado, observando a Noah correr dentro y fuera del agua durante cerca de veinte minutos, antes de que lo llame y le sugiera que tomemos el recorrido. «¿Qué es lo que tienen?», me pregunta, alzando la voz y frunciendo los ojos, levemente escéptico. «¿Qué es lo que vamos a ver?». Le cuento que el recorrido nos llevará por todo el parque, que vamos a ver efectos especiales, tormentas y avalanchas de lodo, el humo y los reflejos de este mundo manufacturado. «No sé», le digo, «puede ser que también haya un terremoto». Y por primera vez percibo un leve gusto de lo que se siente ser un adivino, insinuando posibilidades, ofreciendo pronósticos del futuro, explotando la expectativa y el deseo de alguien más.
Después de todo, con la mención del terremoto, Noah se entusiasma: «¿Uno muy grande?», pregunta, y cuando encojo los hombros, sus ojos empiezan a brillar. Es extraño: aquí está él, siete años de edad, ha sido un californiano toda su vida y los únicos temblores que ha padecido han sido, en los niveles más bajos del cálculo consciente, ese par de sismos de septiembre. Éste es el otro lado de la tierra sísmica, la manera en que los periodos de actividad están separados por largos intervalos de calma, que te adormecen al punto de creer que el planeta es estable y que existe tal cosa como la tierra sólida. En los 75 años después de 1906, por ejemplo, sólo un temblor en el área de la bahía alcanzó la magnitud de 6, o un poco más, lo que significa que una gran cantidad de personas vivieron toda su vida junto a la falla sin haber tenido jamás un contacto directo con una amenaza sísmica. Pienso en esto mientras Noah y yo tomamos nuestros asientos en el tranvía abierto y visitamos las calles de Nueva York y algunos pueblos europeos, mientras cruzamos un puente mecánico colapsándose y observamos el destello de una avalancha inundar un pueblo en las montañas de México. Es el último revestimiento de la ilusión, la imagen final de cómo la sismicidad nos elude, la idea de que, en California entre todos los lugares, tenemos que venir a un parque de diversiones para que Noah pueda experimentar su primer terremoto significativo.
El recorrido continúa por los foros, destacando todos los monumentos familiares de este mundo paralelo. Separamos el Mar Rojo y miramos al tiburón atacar, vemos la casa de Psicosis, el callejón sin salida donde vivió Beaver Cleaver. Después de media hora empiezo a sentir un ligero tirón de incertidumbre, y me pregunto si habré entendido bien. Hemos paseado por todo el parque y ningún terremoto aparece en el horizonte. ¿Podría haber sido sustituido por una instalación más novedosa, algo así como la tumba de la
momia? Miro alrededor para constatar las posibilidades, pero la calle en la que vamos está delimitada por sets de sonido, edificios estilo almacenes color beige que no muestran nada. Al frente del tranvía, la guía empieza a hablar de la continuidad, advirtiéndonos que vamos a entrar a un set en vivo, que si tocamos algo podríamos perturbar a los actores y sabotear la película. Otro sistema complejo, pienso para mis adentros, otro caso de aleatoriedad e influencia. Luego las puertas del set de sonido se abren completamente, el tranvía sigue delante y, antes de que me dé cuenta, ya estamos jalando junto a nosotros una plataforma del metro, mientras la guía nos anuncia que estamos llegando a San Francisco, a la estación ficticia de Waterfront, en algún lugar del centro de la ciudad.
Cuando el tranvía se detiene, yo siento un revoloteo de expectación, como si estuviera sentado en la cúspide de algo, algo que no estaba seguro de que se podría ver. Eso es, pienso, y siento alivio de haberlo hecho, pero una vez que el momento se apacigua, el alivio lentamente se transforma en confusión y me pregunto qué es esto exactamente. No soy el único; mientras nuestra guía comenta algo sobre la comida en la mesa de los servicios artesanales, Noah, que ha subido anteriormente al tren bart más de una vez, se inclina y me informa que esta estación no se parece en nada a la estación real. Por supuesto tiene razón, el techo es muy bajo, las vías muy juntas, muy estrechas, y hay una cualidad destartalada en toda la construcción, como si las paredes mismas estuvieran decaídas, rotas, cansadas. Recuerdo la tensión que yo sentía en San Francisco, que en cada excursión en el bart iba acompañada no sólo de una oración, sino de una sucesión de imágenes mentales, una película privada de mis propias y terroríficas imaginaciones: el estruendo de la tierra y las sacudidas, siempre las sacudidas mientras todo se derrumbaba. Aun ahora, cuando intento traer esa sensación, permanece más allá de mi alcance, tal como ocurre con la memoria. Éste es el problema de la ilusión; no importa lo que sea, siempre sabes que no es real. Volteo a ver a Noah, pero se ha ido hacia atrás para revisar la estación. Así que pongo atención a la guía, y mientras lo hago, el terremoto empieza.
Cuando digo terremoto, me refiero a un terremoto, y falso o no,
me toma por sorpresa. No importa que yo supiera que venía; en un segundo estoy en mi asiento de plástico del tranvía, esperando, y en el siguiente estoy dando tumbos hacia Noah que brinca con la aparición del temblor y lanza una exclamación involuntaria. Mi sensación de haber sido tomado por sorpresa es tan efímera como inesperada, y termina en cuanto el temblor comienza en serio, un prolongado, irregular y agitado redoble. Se siente un poco como Northridge *3 ,excepto que los movimientos son demasiado uniformes, demasiado regulados —los movimientos son grandes y en bloque, con ningún flujo orgánico, las variedades del tono, de la ondulación y la intensidad, que definen a un temblor natural a mitad de su agonía. «¿Ves?», le digo a Noah, «te dije que podría haber un terremoto». Él sonríe brevemente, un fugaz destello de dientes, pero sus ojos son como dardos, nerviosos, y cuando el tranvía empieza a balancearse de un lado a otro a lo largo de las vías, rodea mi brazo con su cuerpo. «Todo está bien», le susurro mientras se aprieta contra mí. «Es sólo un efecto especial, todo está bien». Adelante nuestra guía trata de jugar un poco con el momento, aunque sobreactúa: «Estén todos tranquilos», grita, como si estuviéramos en un desastre real. «En California esto pasa todo el tiempo». Mientras habla, su cara se ensancha en una mueca de terror, pero un gesto revelador parpadea, como una palomilla, en las esquinas de su boca.
Y yo no sé si es la escenografía, o la cualidad del temblor, o si es una indefinible conjugación de las dos. Pero a medida que el temblor empieza a moverse seriamente, empiezo a sentirme desencantado —o tal vez disociado es una mejor palabra. La simulación de un temblor puede ayudarnos a ejercer control sobre lo incontrolable, a tomar un miedo de indefinida duración y enmarcarlo en términos que podemos comprender. Sin embargo, al final, no es más atractivo que una prueba de temblores *4, excepto porque puedes pararte dentro. El año pasado, cuando regresé de San Diego, pensé que esto era un problema, que mi incapacidad para experimentar un terremoto, para sentirlo, me había hecho apartarme. Hoy tengo la misma sensación, el mismo inevitable margen de distancia, como si estuviera viendo que esto le ocurre a alguien más. En parte esto tiene que ver con Noah, con mi deseo de mantener un ojo alerta y asegurarme de que está bien. No obstante, el terremoto continúa y el nerviosismo de Noah se evapora. Me suelta el brazo y empieza a ver alrededor. Ciertamente aquí hay mucho que observar. Mientras el tranvía da tumbos de adelante hacia atrás, el techo se parte y queda abierto, dejando ver a través de un parche irregular de pavimento una hilera de fachadas de tiendas, incluyendo un restaurante chino. «Oye», dice Noah, resplandecen sus ojos como linternas, «es la calle que está arriba del metro». Y cuando se echa hacia adelante, el asfalto se inclina y, en una pieza, se desliza hacia la estación: el movimiento es tan lento y uniforme como si una gran palanca hubiera sido arrojada. Una vez que la calle hubo caído, un camión empieza a rodar inevitablemente hacia nosotros, resbalando sobre el pavimento como si estuviera sobre un riel invisible. Cada pequeño movimiento parece una coreografía, hasta el momento en que el camión choca con una columna y explota en llamas. Sentimos una llamarada de calor, una luz, pero disminuye cuando un tren aparece en las vías opuestas. Sonando la bocina, se estrella contra el camión y se descarrila, rodando a través de la plataforma con otro derrape controlado. Una toma de agua se rompe y la estación empieza a inundarse.
Para entonces, Noah se balancea junto con el temblor como si fuera un recorrido en la montaña rusa. No tiene miedo, tampoco está sobrecogido. Más bien parece tomarse la experiencia con calma. Como padre, esto es
lo que esperas que ocurra, pero aun así no puedo evitar sentir su desilusión de que este temblor no haya hecho lo que tendría que hacer. En principio creo que esto se debe a la debilidad de la ilusión, la manera en que, a pesar de su vívida iconografía —el colapso de la calle, la explosión del tanque, el descarrilamiento del tren, las imágenes elementales de la devastación—, este evento es casi en su totalidad más pequeño que la vida. No es solamente el montaje mecánico y la variación de las sacudidas, sino la insustancialidad de los efectos, la forma en que el camión quemándose parece una imagen tridimensional en una cartelera, mientras que el tren es un tubo de aluminio sobre las ruedas de un carrito del súper. La razón real, sin embargo, se aclara justo antes que dejemos el set de sonido, ya que el terremoto hubo terminado. Estamos en el tranvía, esperando —algún tipo de autorización, el anuncio de que están listos para la próxima parada—, cuando la estación del metro se empieza a reconstruir, como si el tiempo mismo se hubiese revertido mágicamente. Primero, el tren es jalado hacia atrás, hacia las vías, y se aleja de la estación; luego el camión regresa al nivel superior, y en un movimiento muy suave, el techo se cierra y se pierde de vista la calle. Ha desaparecido la inundación, se han ido la destrucción y el fuego, ha desaparecido hasta la más pequeña evidencia de que algo ha sucedido aquí. Es la caricatura perfecta de un milagro, en la que, con el toque de un dedo, el pasado se vuelve algo recuperable y los eventos se rebobinan con una regularidad de reloj.
Y así, de pronto, comprendo lo que está sucediendo, por qué quería yo ver este terremoto y por qué me marcho insatisfecho. Lo que acabamos de experimentar es el supremo terremoto mecánico. El terremoto reivindicado por adivinos. Un evento desprovisto de aleatoriedad, uno que se repite a intervalos bien definidos, con patrones que están totalmente determinados, tan controlados que, cuando termina, de hecho se borra a sí mismo. Hasta cierto punto, ésta es una metáfora de cómo vivimos en California, cómo nos sacudimos la sismicidad, la convertimos en historias y paseos, reconstruimos los edificios colapsados y las autopistas caídas y tratamos de olvidarnos de cómo se veían. Pero, si éste es el caso, es una metáfora sin profundidad, sin historia, una metáfora del infinito tiempo presente. Esto, se podría argumentar, es exactamente el punto, la esencia misma de un terremoto simulado, se trata de algo que podemos meter en una caja y ponerle un nombre. Lo puedes ver, lo puedes cuantificar; no tiene sombras, no tiene relaciones inexplicables —todo existe en blanco y negro. Aun así, aunque es interesante, e incluso ocasionalmente sorprendente, sentarse en la imitación de una estación del metro y observarla retumbar, finalmente, no nos dice nada de nosotros mismos. No hay peligro, no existe el sentido del caos. En síntesis, ninguna interrogante de cómo termina el terremoto.
Si alguna vez dudé si esto era necesario, obtuve un recordatorio más al final del día. Noah y yo estamos de regreso en la estación del metro —el metro real—, de pie en la plataforma de Lankershim, esperando la línea roja hacia Hollywood. Delante de nosotros los túneles bostezan apretados y negros, pasajes recortados a través de las montañas. La estación, mientras tanto, parece flotar como una catedral, un inmenso espacio vacío en el cual yo rezo. Parece un set de Universal, pero esto no significa que sea más estable. De hecho se siente, al mismo tiempo, más y menos sustancial. Así que una vez más junto las manos y susurro: por favor, no aquí, no ahora.
Noah me observa por un minuto, luego da un hondo suspiro. «¿Papá?», dice, y cuando yo asiento, me pregunta: «¿Qué pasaría si hubiera un terremoto aquí abajo?». Lo miro larga y cuidadosamente, tratando de descifrarlo, pero sus ojos son difíciles de leer. Finalmente, no tengo nada más que incertidumbre que ofrecer…
«No lo sé», le digo, «no lo sé».
* 4 «Shake test» (prueba de madurez fetal) en el original (N. de la T.).