Bendecidos por las contradicciones: reflexiones sobre escribir en medio / Rubén Martínez

Bendecidos por las contradicciones,
     somos todopoderosos, amada.
     Roque Dalton (El Salvador, 1935-1975)

    
Al principio, la contradicción era ésta:
     Mi madre, nativa de El Salvador, llegó a Estados Unidos a finales de los cincuenta. Mi padre era hijo de inmigrantes mexicanos y creció entre la Ciudad de México y Los Ángeles. Mis padres se conocieron en Los Ángeles, donde nací unos cuantos meses antes de la crisis de los misiles de octubre. Nací de la esperanza inmigrante en una época en que no se podía estar seguro de que seguiría habiendo un mundo dónde tener esperanza.
     Al principio de mi carrera como escritor, escribí que sentía pertenecer a una generación que había llegado «demasiado tarde para el Che Guevara y demasiado temprano para la caída del muro de Berlín». Sigue siendo claro para mí que lo que escribo, y cómo lo escribo, fluye directamente de una niñez temprana rodeada de grandes símbolos de liberación contradichos por la violencia política —el peso de los asesinatos en casa y el intervencionismo en el extranjero.
     La historia flotaba cerca de la frontera entre mi vida privada y mi vida pública. Crecí en un hogar en el que negociábamos entre lenguajes, comidas, músicas y demás remolinos simbólicos negados, en gran medida, en las escuelas públicas, y que me impulsaban a un crisol cultural decididamente monocromático. Las tensiones entre estas narrativas, pero también al interior de ellas —la condición de inmigrante en Estados Unidos, la búsqueda de los derechos civiles, y las reacciones violentas contra ambas—, son mi centro literario, político y moral. Esto no es sólo sobre lo que escribo y cómo lo escribo, sino también sobre por qué escribo. Mi contradicción es un hecho histórico.
     Por supuesto me enamoré de los libros cuando era niño. Fue a través de los libros que empecé a hablar, y fui, como lo diría Adrienne Rich, «liberado en el lenguaje». Más tarde reconocería cómo un texto liberador puede formular, o incluso reparar, circuitos rotos por la contradicción histórica y social. También entendería las responsabilidades éticas inherentes a los actos de leer, escribir y criticar el texto.
     Como muchos jóvenes, leí a Ray Bradbury (el primer libro que leí de principio a fin fue Crónicas marcianas). Bradbury proveía un extraño espejo de los temas que parecían definir la narrativa de mi familia. En el libro, los humanos comienzan la colonización de Marte. Un viaje ambivalente, porque es tanto una aventura colonial como un escape de los problemas de la Tierra. No todo sale bien. Hay un otro temible. Hay resistencia. Se levantan preguntas sobre la asimilación: ¿asimilarán los terrícolas a los marcianos, o será al contrario? (es interesante que a veces Bradbury sugiera la segunda opción; quizá buscaba criticar la idea del crisol cultural). Está la soledad del largo viaje. Los terrícolas reviven recuerdos conmovedores de casa y traen con ellos también pesadillas de casa. Todo esto ocurría en mi propia familia, que surgió de viajes tan memorables como el de la Tierra a Marte.
     Muchos años después, en la Ciudad de México, encontré a John Fante (éste es un tema recurrente en mi vida; descubrí a Creedence Clearwater Revival en San Salvador, un amigo irlandés de la infancia me enseñó a tocar baladas románticas mexicanas, leí El viejo y el mar en español antes de leer The Old Man and the Sea en inglés… todo esto mucho antes de que habláramos de «cultura transnacional»). Fante me dio otro espejo productivo. En su alter ego Arturo Bandini, el hijo maniaco de inmigrantes que busca desesperadamente el cool americano (un cool completamente fuera del alcance de la mayoría de los italiano-americanos de los treinta, aun a pesar de Joe Dimaggio), vi un fiel retrato de mi padre, el gordinflón mexicano-americano con demasiada pomada en el pelo. Hoy, Fante es una figura de culto venerada por su entretenida personalidad y su precisión modernista. Para mí, es escritor de agridulces fábulas de inmigrantes. Bandini es un personaje atrapado entre mundos en los que no tiene lugar —pero, al crearlo, Fante también creó un mundo donde yo podía encontrar un lugar.
    

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La contradicción era ésta:
     Fui bautizado en el centro de la ciudad, en la iglesia de Nuestra Señora la Reina de Los Angeles de Porciúncula, que por suerte es mejor conocida simplemente como La Placita, el sitio del pueblo original de Los Ángeles. Como un adulto joven, en los años ochenta, escuchaba desde el banco de la iglesia cuando un sacerdote llamado Luis Olivares declamaba homilías que, a través de un magistral tejido de historia y escritura, conectaban las calles de Los Ángeles con las calles de San Salvador, y no sólo de forma figurativa. El terreno de la iglesia borró las tres mil millas entre las dos ciudades. Olivares declaró La Placita, en flagrante violación de las leyes federales, un santuario para los refugiados de las guerras en América Central, incluidos los «refugiados económicos» de México. Sacerdote activista con un conocimiento práctico de los medios, Olivares estableció la iglesia como una especie de escenario donde los centroamericanos dirigían sus propias voces y cuerpos, presentando una versión totalmente diferente de la guerra y el rol que jugaban los americanos en ella. Antes de que Olivares empezara este ministerio, La Placita representaba un peculiar catolicismo folclórico que evitaba lo político (y, por ende, lo ético). Como santuario, representaba la ética radical de los principios de la Iglesia, bajo persecución.
     Cuando llegaron los millares de refugiados a La Placita busqué ser testigo de los orígenes de su doloroso peregrinar en lo que comenzó, supongo, como un inocente (y muy americano) viaje hacia lo que yo entendía como mis «raíces». Fui a San Salvador, donde mi familia, como el país, se astillaba ideológicamente; donde mi familia, como el país, tenía una pistola apuntándole a la cabeza. (El clan Angulo, desde entonces, se ha dispersado a través de las Américas).
     Como un escritor joven, instintivamente, busqué a otros escritores jóvenes, es decir, los pocos que no estuvieran en las montañas con las guerrillas, muertos o ya exiliados. Por divergente que fuera mi experiencia de la de ellos —fácilmente viajaba a través de las fronteras que para ellos significaban vida o muerte—, reconocía los temas de sus vidas y sus obras, que estaban arraigados en la conciencia de cualquiera que ha tomado parte o tenido contacto con viajes de necesidad. En la literatura, estos temas se destilan parcialmente como una elegía del pasado y parcialmente una oda al futuro, una caída libre a través de un revoltijo de espacio que es al mismo tiempo terrorífico y emocionante. (Sin raíces, la imaginación no conoce fronteras).
     Muchos años después de leer a Roque Dalton, la gran figura literaria de El Salvador del siglo xx, encontré los versos del poeta palestino exiliado Mahmoud Darwish (comparado con Neruda en algunos círculos occidentales). De nuevo, reconocimiento. Las visiones extasiadas colisionan con el deseo proscrito: la poética del desplazamiento.
     De tal forma, Dalton y Darwish son tanto poetas de Los Ángeles como lo son de sus tierras natales.
      En cuanto a los poetas de los tiempos de la guerra en El Salvador, cuya experiencia me esforcé por testificar, casi todos terminaron eventualmente en la guerrilla, muertos o en el exilio (es decir, en Los Ángeles).
     Y en Los Ángeles, fr. Olivares nos dijo que los peregrinos de América Central —Ronald Reagan les llamaba comunistas— no eran menos que profetas. (Muchos de nosotros también pensábamos en Olivares como un profeta por decírnoslo). Fr. Luis Olivares murió por complicaciones de sida poco después de la firma de los acuerdos de paz que terminaron con la guerra en El Salvador. Se despidió de La Placita diciendo que sabía que su ministerio radical sería desmantelado.
     «Mirad», citó el Evangelio, «a este niño destinado a ser un signo que será contradicho».

    
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Después, la contradicción fue ésta:
     En abril de 1992, estaba parado en la esquina de la calle 7 y Union Avenue mientras las flamas y las terribles columnas de humo se elevaban desde el bazar de Union. El elegante edificio de múltiples pisos era de los años treinta y tenía esbeltas cornisas con detalles y motivos mayas. Fue en este vecindario donde muchos de los residentes que Olivares había llamado profetas se habían establecido —o lo habían intentado. Habían visto en televisión a un hombre negro recibir una golpiza despiadada de las macanas de la policía. En esa imagen, la guerra de la que habían huido se proyectaba en las calles de Los Ángeles, y los hijos de la guerra las reclamaron con una furia que era realmente suya, aunque fuese malentendida como una imitación de la furia de los negros americanos.
     Recuerdo haber recibido llamadas de poetas sobre juntas de emergencia en Beyond Baroque, desde hace mucho el cuartel general de las artes literarias en la ciudad, para discutir cómo los escritores locales deberían responder a la crisis. Me mantuve lejos. En aquel tiempo, consideraba los disturbios el fin de la poesía, o, al menos, de la «poesía política» en una simple encarnación retórica. A veces, pienso en los disturbios en sí como el poema épico de Los Ángeles que ninguno de nosotros pudo escribir —una de las representaciones más urgentes de la contradicción de raza y clase en la historia americana— y, para la mayor parte de Los Ángeles que pasó esos días refugiada en sus hogares junto a la tv, una experiencia estética que replicaba fielmente esas mismas divisiones.
     O quizá los disturbios fueron un ataque contra la representación misma (recordemos cuántas camionetas de las noticias de televisión fueron incendiadas durante los hechos violentos), en la distancia entre una cámara colgada de la panza de un helicóptero y el miserable vecindario que el hijo de un vendedor callejero salvadoreño llama hogar. Era difícil para mí concebir escribir tan cerca del evento (a pesar de mis fechas de entrega periodísticas) por la enormidad de un momento que parecía consumir tanto pasado como futuro. Los Ángeles había negado su pasado por mucho tiempo, a favor de un optimismo Disney (y las estafas de bienes raíces); ahora, la parte de la ciudad que conocía demasiado bien la historia se levantó a negar el futuro ilusorio.
     Estos ambientes construidos y vividos fueron transformados completamente de forma repentina por los disturbios. Necesitaba un mapa para leer las calles en las que había caminado toda mi vida. Así fui hacia James Baldwin, escritor de ciudades, escritor de contradicción:
     «En la mañana del tres de agosto, condujimos a mi padre al cementerio a través de una jungla de vidrios rotos…».
     Con Notes of a Native Son comencé a reconstruir un pasado y un futuro para mí mismo, a reimaginar un lugar en la ciudad donde ahora todos éramos exiliados.
    

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Y sólo un par de años después, esto:
     Es 1994. Ya no los llamamos refugiados, o comunistas. Ahora son ilegales, invasores, criminales, y siguen viniendo. América, tierra de inmigrantes, niega al inmigrante. En una temporada de furia política, la clase media contradice la señal inmigrante, e intenta borrar la conexión entre Los Ángeles y San Salvador, Los Ángeles y Guadalajara, que por supuesto es la conexión con Los Ángeles mismo.
     En verdad, el inmigrante nos contradecía a nosotros. El inmigrante era un recuerdo constante de la clase en la sociedad «sin clases», de la raza en la nación «sin raza». El inmigrante nos decía que no había frontera entre Estados Unidos y el resto del mundo, que no había excepción a la historia; nos mostró cuánto de nuestra cultura y nuestra política es moldeado por los viajes de migrantes, de profetas.
     Una literatura que calca estos viajes ha aparecido gradualmente en el último cuarto de siglo, un tiempo que tomará su lugar entre las grandes migraciones de la historia. No es un esfuerzo enteramente nuevo. Call it Sleep, de Henry Roth, publicada por primera vez en la década de los treinta, retrata a una familia judía que llega a América no como un cuento triunfalista (que usualmente se cuenta desde el punto de vista «nativo»), sino como un descenso hacia el caos donde nuestros mitos optimistas se invierten terriblemente (usualmente, el punto de vista del inmigrante). De modo similar, en los sesenta, el nativo de Los Ángeles Richard Vasquez publicó Chicano, una épica migrante que termina con una familia de cuarta generación a la que se le niega cualquier «integración» significativa, la esperanza liberal de la época.
     Alrededor de la época en que se publicó Chicano, un grupo de escritores, pintores y músicos jóvenes se juntaron en el Este de Los Ángeles y se hicieron llamar asco, una década antes del movimiento punk. Como sus antecesores Roth y Vasquez, asco reescribía narrativas impuestas y tomaba el siguiente paso de atacar las convenciones de dichas narrativas como los artistas de vanguardia que eran. Su lienzo era un muro expuesto en Soto Avenue. Su estudio era el Grand Central Market. Su lugar de reunión era una panadería en City Terrace.En los ochenta, Marisela Norte se unió al colectivo; hoy es una artista de performance y poeta bastante conocida. Su trabajo existe principalmente como sonido, en discos compactos y presentaciones en vivo (como si desconfiara de los límites estéticos, o incluso ideológicos, del libro tradicional), y revela la ciudad que es típica y violentamente ofuscada. La ciudad que toma un autobús mta para ir al trabajo, que habla español o chino, que oye la radio mientras trabaja. Marisela nos entrega esta ciudad con una voz sonora, con un fondo musical de músicas que nunca se escuchan la una a la otra (pensemos en Elvis Presley y Pedro Infante). La representación, tan discordantemente distinta de cualquier cosa que hayamos escuchado o visto o leído — esto es, cualquier cosa publicada, promovida, comprada, vendida—, nos aturde.
     Como diría Adorno: «El valor del pensamiento se mide por su distancia de la continuidad de lo familiar».
     El aturdimiento (¡o asco,si se da el caso!) surge de la idea de que todos, de hecho, vivimos en la misma ciudad.

    
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Y luego, el 9/11. No sólo se perdió la ironía aquel día. También perdimos, finalmente, la inocencia de la era multicultural. Muchos años antes había escrito sobre el festival de Los Ángeles, un momento singularmente optimista de principios de los años noventa, una época en que mucha gente inteligente pensaba que la diversidad de presentación cambiaría el mundo. Por desgracia, parece ser que el escenario cultural tuvo poco que ver con ese tipo de cambio.
     Al menos cuando hablamos de más oportunidades para ver danzas balinesas o conciertos folclóricos ucranianos en Los Ángeles —cultura generalmente fuera de su contexto histórico e importancia política, cultura como bagatela. En cualquier caso, sé que yo cambié después del 9/11 —repentinamente me sentí irremediablemente provinciano. Kabul, Londres, Madrid, Bagdad, Ramallah: estos lugares también deben estar en mi mapa político y cultural. Están tan cerca de Los Ángeles como San Salvador y Guadalajara. Esta cercanía no es una metáfora. Como americanos, nuestras vidas y nuestro trabajo y nuestros cuerpos están implicados en la terrible intimidad de la guerra sin fin. Y es un hecho que tenemos a muchos de los inmigrantes que están junto a nosotros por fuerza de, precisamente, dicha violenta historia, y sus vidas y trabajo y cuerpos ahora existen a un vecindario de distancia, a una cuadra, en la esquina, en los trabajadores afuera de nuestra casa, dentro de nuestra casa.
    

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En 2004 llevé mis contradicciones al Oeste, al Oeste americano. Viví en Nuevo México, el estado natal de mi esposa. Simplemente decir el nombre de «Nuevo México» invoca un discurso particular que se refiere a un punto de vista particular.
     ¡Qué suerte tienen de vivir ahí!
     El paisaje es tan hermoso…
     ¿Están cerca del Ghost Ranch de Georgia O’Keefe?
     Viví al norte de Nuevo México, en el condado de Río Arriba, uno de los distritos más pobres en uno de los estados más pobres del país.
     Viví al norte de Nuevo México, en el condado de Río Arriba, que está justo al lado del condado de Los Álamos, uno de los distritos más ricos del país.
     Viví cerca del sitio de una de las rebeliones armadas organizadas más recientes contra las autoridades locales, estatales y federales en Estados Unidos, una guerra declarada por los pobres contra los ricos.
     Viví en Velarde, pueblo con siglos de historia en sus huertos de manzanas y sus adobes.
     Gran parte de los huertos están abandonados. Ahora, Velarde produce adicción. A la heroína. El valle de Española, en el que se encuentra Velarde, tiene, como región, la tasa per cápita más alta de adicción en todo Estados Unidos.
     Mis vecinos de junto vivían en una encantadora casa de adobe con techo de lámina. Los atraparon después de una operación encubierta de un año de duración que involucró a varias agencias de seguridad locales y estatales. Salieron bajo fianza y nunca fueron a juicio. Siguieron vendiendo heroína y cocaína.
     No es lo que pensaríamos cuando vemos un O’Keefe.
     Dos oestes contrarios ocupaban el mismo punto en el espacio y en el tiempo.
     Junto a los muchos flujos migrantes de la región, durante los años del reciente boom, estuvo el de la clase media-alta urbana de Estados Unidos, que llegó a un lugar que se había imaginado para ella como un escape de los problemas de la ciudad. El signo de la belleza natural es tan poderoso
—Abbey, Adams y O’Keefe— que hizo desaparecer lo que Raymond Williams llamaba el «país trabajador»: no sólo paisaje, sino una geografía humana.
     Reconocía Los Ángeles en el norte del valle de Río Grande, en la violencia de la representación occidental que hace invisibles la pobreza y la adicción para que la alta burguesía pueda disfrutar su haute pastoral.

***

    
Y ahora regreso a Los Ángeles.
     A convertirme en padre, a enseñar, a escribir sobre mi tiempo en el Oeste.
     Encuentro la ciudad transformada de nuevo, esta vez por el boom.
     Lo que los disturbios de 1992 —de forma tan cruda, tan autolacerante— trataron de borrar con las flamas, ahora ha desaparecido por el brillo de la nueva inner city,un espacio retomado por la clase medio alta en reversa de la huida blanca.
     El hipster es el rey del vecindario, consume lo que queda de las culturas «exóticas» que habían echado raíces antes y después de los disturbios, cuando nadie «especulaba» o revendía casas en los vecindarios alrededor del centro.
     Regreso a la vieja casa de mis abuelos, cerca del corazón de una de las zonas más emblemáticas tomadas por la alta burguesía, el distrito de Silver Lake. Aquí, la clase media borró a la clase media: los chicos heterosexuales se infiltraron en una antigua meca gay. Afuera el cuero, adentro los tatuajes.
     ¿Y los inmigrantes?
     Oh, ellos siguen aquí. Es decir, trabajan aquí —sirviendo a la gente con dinero del momento, recibiendo las propinas y viviendo fuera de los límites del círculo dibujado por la nueva burguesía.
     Estoy en medio de todos ellos.
     Entonces: escribo sobre contradicción porque las antinomias deben conversar —de la forma más desordenada, sensual, peligrosa— para poder revelar una señal en el conflicto en cuestión.
     En mis clases, moldeo las listas de lectura y las discusiones alrededor de literaturas que generalmente no conversan. En el seminario de postgrado que ahora enseño, los textos incluyen el reciente The Year of Magical Thinking de Joan Didion, I Saw Ramallah de Mourid Barghouti, Días y noches de amor y guerra de Eduardo Galeano y Brown de Richard Rodriguez.
     Mencionar estos títulos en el mismo aliento sonaría como una parodia de lo multicultural. Pero los resultados no han sido ni un fácil ejercicio de diversidad (en el que descubrimos que, gracias a Dios, todos de hecho nos sentimos igual) ni la debacle segregante que los teóricos conservadores advierten que llegará cuando tratemos de abrir las fronteras textuales.
     Didion presenta una dolorosa confesión sumamente personal y, como casi siempre lo hace en su obra, conecta el ser con la historia, como ella dice, «yendo a la literatura» —en este caso, una mirada a los escritos sobre el duelo. Mientras tanto, Barghouti, el poeta palestino, basa su argumento histórico en particularidades íntimas,  bosquejando para nosotros un sensual retrato del retorno del exilio. Galeano, escribiendo desde el exilio, genera un pastiche de periodismo y narrativa personal —de nuevo, el ser ante la historia. Y Rodriguez —el hombre café— escribe sobre la raza porque dice que quiere borrarla, tomando una perspectiva desafiante ante la historia misma.
     Mis estudiantes —esto es una clase de «no-ficción»— llegan cada semana llenos de ideas, que a veces me sorprenden. (Rodriguez desata una tormenta de fuego sobre la rareza, el «pasaje» y el desempeño). Más que nada, quiero que la discusión en el salón de clases se reúna con el mundo más allá de ella, que cumpla la dialéctica que se abrió cuando trajimos el mundo al salón. Vivimos en la era de lo global, y trato de representar eso en el salón de clases, presentando las relaciones —las relaciones contradictorias— más allá de ello.
     Hablo aquí de una relación entre el texto y la política contraria a las décadas de reacción contra la idea del escritor como un intelectual público en América —una reacción que obviamente cumple una función altamente ideológica al silenciar la crítica y normalizar las representaciones que mantienen la segregación social y económica. En los sesenta y setenta, figuras como James Baldwin, Susan Sontag (descanse en paz) y Gore Vidal regularmente entraban al debate público, a veces en horarios privilegiados de televisión. Más recientemente, Cornel West y Henry Louis Gates Jr. (que ha aparecido regularmente en la televisión pública, además de su reciente estrellato como el hombre agraviado que allanó su propia casa en Cambridge), han representado roles similares.
     En años recientes, he querido clarificarme en cuanto a la relación entre la ética y la escritura —reconociendo la gran responsabilidad de la representación en sí. Era suficientemente fácil criticar el texto que exotiza. Es otra cosa totalmente distinta tratar de imaginar el modo de representación que pueda tanto criticar como imaginar un campo más allá de la contradicción.
     Llegué a la edad adulta al principio de la era multicultural, un discurso que le daba al color de mi piel y a mi apellido un nuevo valor —y que llevaba consigo un conjunto familiar de contradicciones. Los primeros textos de la «diversidad» aún no capturaban la complejidad de lo que había experimentado en casa. No me reconocía a mí mismo en muchas de las primeras literaturas de identidad, porque esas identidades me parecían una inversión del crisol de la exclusión, caricaturas de la esencia, culturas estáticas, en vez de culturas dinámicas en continua evolución.
     Escribo para complicar el tema.
     He tomado un camino bastante serpenteante para llegar aquí y dirigirme a ustedes bajo estas circunstancias —veinte años de contradicción de los cuales salen estas mismas palabras. Les hablo, les escribo, inevitablemente, como un «sujeto complicado». Es tanto una gloria como una maldición, esta condición de sujeto complicado. Soy el salvadoreño… mexicano… americano. El poeta y el periodista. El practicante creativo, el
intelectual público. El artista activista… el chicano reconquistador,
el vendido, el bohemio sin clase. Soy complicado por las mejores y las peores políticas de identidad americanas y su tendencia a divisiones claramente marcadas de trabajo —y marketing.
     Habrán notado que el «Yo» es, claramente, el centro de este texto. Yo lo he escrito. Yo me dirijo a ustedes. Pero si mi yo tiene cualquier autoridad, la tiene por mi propio reconocimiento de que yo existo y hablo a través del mismo encuentro entre yo y el otro, entre entonces y ahora. Sin duda, mi responsabilidad ética más alta como escritor (y maestro) es mantener ese diálogo.
     He escrito principalmente de la experiencia inmigrante porque es parcialmente la mía, y porque es cada vez más una experiencia de muchos. Si soy un escritor ético en la época de la migración masiva, ¿no debo recibir al migrante con hospitalidad? ¿Cómo ofrece hospitalidad un escritor?
     ¿Cómo más puedo ofrecerla sino recibiendo el lenguaje del extraño como el propio?
     Nací bajo un signo de contradicción —de la esperanza inmigrante negada por el apocalipsis inminente. Crecí con una cultura de multiplicidad negada por el mito del crisol cultural. Llegué a la edad adulta entre un continuo y violento desvanecimiento de la diferencia. Y a cada paso del camino, llegó el extraño —o yo llegué ante el extraño—, y el encuentro iluminó aquella parte de mí que se me había negado (o que yo había negado). La diferencia baila en mi lengua, y con el extraño que hablo.
    

     Traducción de Héctor Ortiz Partida
 
 
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