Cómo me habría gustado empezar este cuaderno valiéndome de un bonito recuerdo de mi infancia, algo así como la mañana en que mi abuelo me llevó a conocer la nieve. Sin embargo, mi más temprana memoria nada tiene que ver con precipitaciones pluviales, sino con los genitales de mi padre, la cicatriz que llevo en la frente, toallas blancas humedecidas con mi sangre, una sala de emergencias y miles de mariposas amarillas emigrando en un cielo azul. Ocurrió durante un fin de semana, quizá en sábado, aunque bien pudo ser en domingo cuando uno de mis pies encontró la barra de jabón sobre el piso de azulejo verde, cuadriculado, pequeñísimo. El lado derecho de mi frente aterrizó en la ranura de aluminio por la cual se deslizaba la puerta corrediza que aislaba al cubo de la regadera del resto del cuarto de baño. Todo lo que me rodeaba lucía fuera de foco, lo percibía como si alguien hubiese colocado delante de mis ojos una pantalla empañada por el vapor que producía el agua caliente. La entrepierna de mi padre era una mancha oscura, asexuada, una hoja de papel con restos de grafito difuminados después de haber repasado su superficie con una goma de borrar. Mi madre me envolvió en gritos y toallas blancas que no tardaron en saturarse con la sangre que manaba de mi herida. Me transportaron desnudo en el coche, en el asiento del copiloto, sobre los brazos de esa mujer que seguro era mi madre, pero que bien pudo haber sido otra mujer de rostro desdibujado. El cielo azul era lo único que podía distinguir a través del parabrisas del auto mientras mi padre conducía hacia la sala de emergencias. Un cielo azul hermoso, colmado por miles de mariposas amarillas emigrando quién sabe a dónde.
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De un libro que mi madre les compró a los testigos de Jehová para que la dejaran en paz aprendí que masturbarse es un pecado. El ejemplar, encuadernado con tapas duras de cartón azul, tenía dorados los cantos de sus páginas, como si se tratase de la Santa Biblia o de alguna edición lujosa de un clásico literario. En ese entonces el significado de la palabra me era completamente desconocido, aunque ya sospechaba su connotación sexual, puesto que los adultos siempre se reían al decirla o escucharla en las fiestas y reuniones: los hombres enseñaban las encías al carcajearse y las mujeres, ruborizadas, se tapaban la boca con una mano mientras reprobaban el licencioso vocabulario de sus maridos con la otra. Al año siguiente, cuando inicié los estudios de secundaria, comencé a pecar con desmedida frecuencia. Un compañero de mi salón de clases me dijo cómo, se puso él de ejemplo y me lo demostró en carne viva.
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A veces de rodillas uno mismo se sorprende mientras busca en el asiento del retrete, o entre las juntas lechereadas del piso de cerámica, el vello púbico que a ese secreto y oscuro objeto del deseo se le pudo desprender mientras descargaba su vejiga. A veces uno corre con suerte y lo halla y lo esconde en la cartera, junto a los billetes y la licencia de conducir, entre los cupones de supermercado y las tarjetas de crédito, frente a la credencial de elector o detrás del preservativo ultradelgado que ha dejado en altorrelieve su huella circular sobre la superficie de la piel, como si se tratase de un detalle artesanal.
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Una tarde, cuando cursaba el sexto año de primaria, la maestra de planta nos informó a todos los alumnos que el día siguiente, durante la clase de Ciencias Naturales, nos explicaría todo lo relacionado con el embarazo. Nos pidió comprar las estampas de «El aparato reproductor masculino» y «El aparato reproductor femenino» para que a través de estas ilustraciones entendiéramos mejor su explicación. En aquellos días, cerca de la casa de mis padres, se ubicaba una papelería con un inventario bastante modesto pero con un extenso surtido de estampas sobre anatomía (que si el gran simpático), flora (que si los pistilos), fauna (que si los invertebrados) y sobre todos los planetas: incluso existía una dedicada exclusivamente al Sol que llevaba por título, si mal no recuerdo, «EL ASTRO REY», así: todo en mayúsculas. Al llegar a la papelería le pedí a la dueña del negocio que me vendiera una estampa de «El aparato reproductor masculino» y otra de «El aparato reproductor femenino». Me dijo que ésas no me las podía vender porque, según ella, sólo las quería para aprender mañas porque era un pornográfico. Luego me dijo que si regresaba a comprarlas con mi papá o con mi mamá, que entonces sí era diferente, que así sí, con todo gusto, sí me las podía vender.
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La imaginación sexual es una bestia en vías de extinción. Veamos: todo comienza con un sutil intercambio de miradas, de códigos discretos, en ocasiones anacrónicos o, mejor dicho, antediluvianos. A veces uno debe dedicarle más tiempo del que tiene para comprender el absurdo funcionamiento de la hebilla, ese obstáculo, la forma en la que ésta debe ser librada, porque para eso no hay conjuros ni milagros disponibles. A continuación las camisas desabotonadas caen al suelo y el sonido que produce la cremallera al deslizarse alcanza notas que hasta los integrantes del coro infantil de Viena envidian. Luego viene la erosión biológica. Las decepciones se van amontonando como las piedras que ruedan sobre las colinas. Desde la cima hasta la sima viajan y no hay poder humano capaz de detener su desgaje inevitable. Se disculpan porque la erección no llega, es que traigo muchos problemas en la chamba, es que mi sobrina está en el hospital. Otros prefieren apagar las luces con la ilusión de que no se llegue a descubrir lo chica que la tienen, o lo desviada, como la bendita cornucopia. Son a los que se les pone como de acero templado los que generalmente desconocen los misterios de la metalurgia; ¿será que de aleaciones la carne nada sabe? Por eso he poblado mis fantasías sexuales con personas que aborrezco o encuentro poco atractivas, porque son precisamente esas personas las que saben cómo, con qué ritmo y por dónde.