Sin apostar por lo determinista, aquello fue cercano a la transfiguración. Un torrente: lo WiFi, la inercia fiestera de las It Girls, el freno católico al progreso de la clase media, la fatalidad implícita en lo marginal, los asuntos no resueltos que obligaron a Oscar Wilde a escribirle una larguísima carta a su ex amante, la crítica recurrente a una malograda política internacional, el ecocidio del que ya hablaba Rius en los sixties (la ciencia es la responsable del deterioro y el colapso ecológico que vivimos), el pragmatismo del análisis psicohistórico aplicado a cualquier asunto de interés social, una declaración de principios de corte ambivalente, los haircuts imposibles que reciclan lo mejor y lo peor de los ochenta, las prebendas heredadas de los años de dictadura perfecta, la falta de buen sexo sin amarres ni lástima posterior, eso que explica la soledad sin palabras y lo finito del conjunto de lo conocido, una lista de sit-coms televisivas que merecen ser recordadas, las posibilidades de desarrollo profesional que nos robó la crisis del 94, aquellas personas que nunca se abren, las perversas intenciones —una lobotomía con rayo láser— de un duopolio omnipresente en la vida nacional, la envidia de hombres diminutos y el daño que ésta le hace a su sistema digestivo. Cosas así de vitales que discutiría en mi bar favorito una vez resuelto este pequeño impasse.
Ahí estaba yo, sedado como paciente a punto de operación, con una presencia determinada por el tiempo de otros. No obstante, algo en mí me obligaba a darme cuenta de que había perdido el sentido de orientación, un poco de sangre, eso que llaman pomposamente «libertad». Estaba tan fuera de mi zona de confort que aun, vaya cosa, mi habitual calentura se había apagado en un tris. En esas condiciones, seguir siendo humano es inhumano.
Empezaba a vivir el efecto fall-out. Era penoso ver cómo se desintegra la personalidad de alguien y saber que su dispersión se torna irremediable. Por eso, el no ver/sentir la tragedia propia es legítimo, algo que se agradecía. Ya no pertenecía a mi tiempo, estaba inmerso en esa extraña sensación de lejanía (de todo: el ruido, los sentidos, un ideal de tercera mano, el esfuerzo fantasmático y sus lazos familiares con nuestros deseos, las cadenas de e-mails no requeridos, la brisa matinal, las campañas en pro de la honestidad). Algo así era tan triste como la dialéctica aplicada a cuestiones baladíes cuando lo único
que queda es continuar y dar el tipo. La ceguera emocional evitaba que observara de frente la crueldad en su presentación más (in)humana.
Ante ese estado de indefensión, mi autismo actuaba como práctico salvavidas. Lidiar conmigo era too much hasta para la gente acostumbrada a hacer lo que se tiene que hacer y que no sabe ni acepta que el ser humano es un todo íntegro y no algo que pueda ser separado en partes. Con el riesgo de ser enteipado y abandonado en cualquier lugar, o de engrosar esa estadística sangrienta de cabezas cercenadas que incita al miedo ciudadano, recordaba —cosas de la narrativa— cómo se fraguó el desenlace de una historia particular entretejida por el devenir nacionalista y la lucha de contrarios
(ese eco marxista que no termina por diluirse). La posibilidad de ser el encabezado principal o una nota perdida en las páginas interiores se reducía entonces a una cuestión de humor de aquellos que, al quebrantar de golpe toda disposición de convivencia social, trabajaban bajo un esquema de superioridad impuesta. No más lamentos, tiempo de escapar.
Yo, sin saberlo, quería desligarme de ese vacío inmenso del que todos hablan, de la anomia como paradoja del mercado de valores, de una discusión apática ante lo estúpido e innecesario del espectáculo, del déficit que intentamos cubrir con una póliza de embute y fantasía, de la enorme capa de abstencionismo que sacudía un sistema que se devoraba a sí mismo. Esto, pensaba mientras corría, ha sido un fragmento de una (mala) película que, tras acabarse, sería una foot note en una historia de alcance mayor.
Casi sin aire, recordé aquella cita: «Los malvados no deben ser exterminados. Querer hacerlo es señal de unilateralidad. Lo importante no es erradicarlos, sino combatirlos. Y ni siquiera combatirlos, sino combatir. No debemos jamás destruir la oposición dialéctica, sino mantenerla. Nadie puede extirpar la vida. La Vida es la realidad misma, es el universo todo». Aquel viejo maestro, a pesar de todo, seguía dándome lecciones.
El tiempo sigue siendo tan nuestro como esos minutos en los que deseamos no ser uno más en la lista de los amparos por consignar ante una autoridad incompetente, las horas muertas en que desconocemos a dónde nos dirigimos, esos tres días en los que nuestra voluntad estuvo a la deriva como en el último partido que jugamos en las canchas del ymca local, aquel frustrado weekend con una chica llamada Laporsh’e cuya risa corporal nos rejuvenecía, el largo verano del que hablan decenas de canciones o la libertad tras un secuestro que nunca se notificó.
«Damn yeah!, I just came back», agrego con mi usual desenfado, brincando de instante a instante… pensando que la verdadera eternidad la vivimos ahora… ahora. Sí, la perfección es asfixiante.