Vivir y morir en Los Ángeles / Hugo Hernández Valdivia

En Annie Hall (1977), de Woody Allen, Alvy Singer (interpretado por el mismo Woody) camina por la calle con un amigo que trata de hacerle ver las ventajas de vivir «en el soleado» Los Ángeles. La respuesta de Singer/Allen es contundente: «No quiero vivir en una ciudad donde la única ventaja cultural es que puedes dar vuelta a la derecha con el semáforo en rojo». Sirva esta contundente aseveración (que elimina prácticamente cualquier idea de nobleza sobre la vida cultural de L.A.) para acercarnos a una ciudad que, a pesar de producir la mayor parte del cine norteamericano que circula por el mundo, no ha terminado de autoglorificarse en pantalla: no ha alcanzado la estatura del mito, no ha redondeado su invención cinematográfica y no goza de la fama gloriosa y la historia portentosa que sí tiene raíces en Nueva York, para poner un ilustrativo y odioso ejemplo. Así pues, Los Ángeles, como invención cinematográfica (que la ciudad es una invención del séptimo arte puede constatarse en Manhattan, para seguir con las odiosas ilustraciones), está lejos de ser mítica o entrañable. Es particularmente significativo que Wim Wenders, que recorre «la otra América» en París, Texas (1984), apenas registre como fondo a esta ciudad que, a diferencia de la Gran Manzana, parece que sí duerme. ¿O no?
     La duda surge por la reputación que se ha construido Elei: una fama, un prestigio… criminal. No en vano ha sido escenario privilegiado de la novela negra, primero, y luego de su hermano mayor, el film noir. Ahí se ubica «el Gran Sueño»: por ahí transita el investigador privado Philip Marlowe, imaginado por Raymond Chandler, que llegó a la pantalla por la pluma de William Faulkner y por las artes de Howard Hawks (guionista y realizador, respectivamente) y fue encarnado por Humphrey Bogart. Ahí también tiene lugar una de las obras cumbres del género que gusta de la noche como de las mujeres fatales y las luces contrastadas: Doble indemnidad (Double Idemnity, 1944), de Billy Wilder.
     Tampoco es gratuito que tres entregas relativamente recientes vuelvan al género y sobre las huellas de sus célebres antepasados fílmicos. Así, Roman Polanski escoge al Los Ángeles de los años treinta como paisaje de Chinatown (1974), cinta que representa el pasaje por el cine negro del realizador polaco. Ahí también se ubica (como el título permite anticipar), pero en los años cincuenta, Los Ángeles al desnudo (L.A. Confidential, 1997), de Curtis Hanson. Y con todo y que el traslado de la acción a sus calles fue circunstancial (pues originalmente debía ambientarse en Nueva York), por ahí seguimos las vicisitudes de Colateral (Collateral, 2004), de Michael Mann.
     Todos estos ejemplos, lo mismo los distantes que los recientes, apuntan al origen policial de la ciudad californiana. La mayoría de ellos toma como pretexto inicial un asesinato y sigue las pesquisas de un investigador privado o da cuenta de las corruptelas de la fuerza policial. Los Ángeles aparece como una ciudad de grandes espacios abiertos, de barrios residenciales ostentosos en los que habitan (o se ocultan) personalidades que a menudo han incrementado su riqueza de manera sospechosa: a lo largo de la trama aparecen personajes reservados que custodian secretos inconfesables. Y para encontrar al criminal es preciso jugarse el pellejo, pues resulta inevitable para los investigadores, privados o públicos, decentes o indecentes (aunque la mayoría caben, ciertamente, en esta última categoría), involucrarse en la maquinaria del crimen que pretenden elucidar.
     Los cineastas que visitan la puebla de Los Ángeles muestran particular fascinación por la noche, por una fauna de personajes cuasi vampirescos que se sienten cobijados por las tinieblas, los cuales rara vez son vistos a plena luz del sol (que Elei es soleado ya nos lo comentaba el buen Woody), pero los hilos de sus maldades son perceptibles noche y día. (Tampoco es gratuito que en una de las grandes casonas de Sunset Boulevard ubicara Billy Wilder su popular cinta homónima, uno de los grandes títulos
de su filmografía: ahí se esconde la ex estrella cinematográfica, que sólo llega
a salir de la oscuridad para exponerse a
la luz de los reflectores, en un set cinematográfico.)
     No muy lejos de las oscuridades del cine negro, William Friedkin (célebre por la dirección de El exorcista) apuesta por
el thriller para dar cuenta de los contratiempos que tienen dos agentes del Servicio Secreto que van tras las huellas de un falsificador en Vivir y morir en Los Ángeles (To Live and Die in L.A., 1985). En el mismo género, pero con su toque (de hecho es considerada como un exponente del thriller psicológico neo-noir: ¡órale!), cabe ubicar a Mulholland Dr. (2001), de David Lynch. Éste sigue dos historias que se entrecruzan y que a la larga, fieles al estilo del director, terminan por ser el anverso y el reverso (o al revés: una se desenvuelve en la otra que se desenvuelve en la una) de la misma trama.
     Cierto que hay cintas luminosas que se acercan al soleado L.A. (aunque justo es reconocer que por el momento no me viene ninguna a la memoria), pero han tenido mayor peso aquellas que exploran sus oscuridades, pues la ciudad no se ofrece a primera vista, no se abre espontáneamente al encuentro del curioso, del turista: para dar con ella es preciso investigar, ensuciarse las manos (por lo general de sangre), procurar sitios y tipos que a menudo son desechos de una sociedad de dudosa luminosidad (¿acaso es preciso recordar que se ilumina con reflectores cinematográficos?). Y si el pasado privilegia la oscuridad y la trama policial, el futuro no será diferente. Así lo permite inferir la obra maestra de Ridley Scott, Blade Runner (1982), que ofrece el paisaje ruinoso y mohoso, neblinoso, de la ciudad en el 2019: con una profusa presencia oriental, atiborrada de transeúntes que cual chilangos de decrépito primer mundo se mueven con prisa, apretujados como masa indiferenciable, bajo la lluvia interminable. El mundo es inhabitable, y la elección de Los Ángeles como representante planetario seguramente no fue casual. ¿O será que sí?
     Probablemente vivir en Los Ángeles no sea lo mismo que vivir en otra ciudad. O probablemente sí. En lo que no cabe duda (y de acuerdo con las historias registradas por el cine y el título de la citada entrega de Friedkin) es que la forma de morir ahí sí es singular.

 

 

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