Uno de los millonarios más exitosos y más inadvertidos de Estados Unidos vive justamente en mi edificio, y él me contó que, cuando la crisis económica comenzó a morderle los tobillos, decidió transformar su modesta imprenta en una publishing house, una editorial.
Mack (un seudónimo) siempre pensó que la publicación de libros era una de las actividades con menos futuro en Estados Unidos. Por supuesto, en Estados Unidos se venden más libros que nunca, y alrededor del noventa y nueve por ciento de esos ejemplares terminan siendo basura casi imposible de reciclar. Pero por lo menos las editoriales hacen el simulacro de ofrecerlos al público. Los ejemplares permanecen un día, o una semana, en los estantes de las librerías, y luego van a parar a depósitos; algunos son adquiridos por bibliotecas públicas, otros por flamantes libreros de viejo (es asombroso lo rápido que envejecen los libros en Estados Unidos), y el resto son enviados a plantas de reciclaje. Mack, en cambio, se ahorra ese paso intermedio. Sus libros nunca pasan por las librerías ni recalan en las bibliotecas públicas, pues de la imprenta van directo al depósito.
Es, obviamente, el mismo recurso que usa la editorial Monte Ávila para difundir sus libros, pero al menos la directiva de Monte Ávila tiene un propósito en la vida: conservar en sus depósitos los libros importantes más desconocidos del mundo e impedir que algún avaricioso lector tenga la tentación de leerlos. No es precisamente ésa la intención de mi amigo Mack. Sus libros van directo de la imprenta al depósito, pues es en el depósito donde comienzan a redituarle enormes cantidades de dinero. Estoy seguro de que ni uno solo de sus libros ha ido a parar a las plantas de reciclaje pues la editorial de Mack opera con esta fórmula ganadora: los libros que publica son vendidos sólo a las personas que aparecen en sus páginas.
Mack comenzó con una pequeña imprenta, que le garantizaba una módica forma de morirse de hambre. Hasta que un día tropezó con un filón de oro, como dicen en las películas. Y el emisario de su buena fortuna fue un hombre que un día ingresó en su imprenta para editar un trabajo sobre la extinción de un cardo que crece en partes de Arizona y de Texas. Mack hojeó el manuscrito y lo encontró bastante aburrido. Sin embargo, el hombre ordenó a Mack una primera edición de 10 mil ejemplares. Mack quiso disuadirlo de esa extravagancia, proponiéndole que imprimiera primero una edición príncipe de 50 ejemplares. Y si después el libro era un best-seller, le dijo, podría imprimir todas las copias que se le ocurrieran, pues ya contaría con las planchas. Pero el hombre se obstinó. Diez mil ejemplares o nada. Si no, llevaría su manuscrito a otra imprenta.
Mack aceptó el encargo, se llevó el manuscrito a su casa y lo leyó. Era uno de los manuscritos más tediosos que había leído en su vida. Sólo descubrió una cosa interesante: el cardo era una planta anual, de la familia de las compuestas, que alcanza un metro de altura, tiene hojas grandes y espinosas como las de la alcachofa, flores azules en cabezuela, y pencas que se comen crudas o cocidas.
Al día siguiente hizo un segundo intento por disuadir al cliente. ¿Por qué no probaba inicialmente con un tiraje de cien ejemplares? Cuando Mack escuchó una especie de rugido desde el otro extremo del teléfono, se encogió de hombros e imprimió los 10 mil ejemplares. Un mes más tarde, el cliente reapareció para encargar una segunda edición: en esa ocasión, la tirada sería de 25 mil ejemplares.
Mack quedó anonadado. ¿Cómo era posible que tantos lectores estuvieran cautivados por un libro sobre esa planta anual de la familia de las compuestas? Mi amigo no lo podía entender. Volvió a revisar el libro y lo encontró aún más aburrido que la primera vez. Lo volvió a leer una tercera vez, y descubrió el secreto. Era como «La carta robada» de Edgar Allan Poe. El secreto estaba a la vista de todo el mundo. Y el secreto era que el libro comenzaba con una dedicatoria a alrededor de trescientas cincuenta personas que habían ayudado al escritor en su investigación sobre el cardo, y concluía con una bibliografía de unas treinta páginas donde se mencionaba a cuanto autor había investigado alguna vez la posible extinción de esa planta anual de hojas grandes y espinosas. El libro tenía una audiencia cautiva: aquellos que habían recibido una dedicatoria del autor, o cuyos trabajos habían sido citados en la bibliografía.
Mack nunca se había preocupado mucho por el papel del narcisismo en los negocios. Pero una vez que descubrió su utilidad, decidió investigar más, y se anotó en un curso de literatura en la Universidad de Columbia.
«El curso tenía que ver con los personajes y la identificación del lector», me explicó mi amigo. «“¿Por qué una persona compra una novela?”, nos preguntó nuestro profesor. “Simplemente porque necesita identificarse con alguno de los personajes de la novela. ¿Por qué una persona compra un libro de autoayuda? Porque se identifica con los síntomas que se describen en ese libro. Ya se trate de la caída del cabello, de la psoriasis o de una decepción amorosa, todo es cuestión de identificación”. Pues bien», continuó Mack, «lo único que debía hacer era crear libros donde las personas, en lugar de identificarse con otras, apareciesen en el rol de sí mismas».
Digamos que Juan Pérez es un agente de bienes raíces. Pues bien, ¿para qué necesita Juan Pérez leer la historia de Michael Nicholas, un agente de bienes raíces, cuando Juan Pérez puede leer en cambio la historia del agente de bienes raíces Juan Pérez?
Y fue así como Mack creó su exitosa casa editorial. Ha impreso sus guías de Who is Who? («Quién es quién») para agentes de bienes raíces, plomeros, políticos, profesores universitarios, peluqueros y restauranteros. La fórmula es irresistible. En primer lugar, en la portada aparece algún héroe de la patria que antes de dedicarse a sus heroísmos fue agente de bienes raíces, o peluquero, o plomero o restaurantero. Eso es algo sencillo de encontrar en Estados Unidos, donde la leyenda de Horatio Alger hace creer que los padres fundadores empezaron vendiendo periódicos o running errands. Y si no hay muchos héroes disponibles, Mack extrae un retrato de Benjamin Franklin, que durante su extensa vida hizo prácticamente de todo. Al retrato del héroe de antaño Mack añade en las portadas de sus guías algún emprendedor personaje del presente (digamos Donald Trump, si se trata de promocionar a los agentes de bienes raíces), y en las páginas interiores ofrece los nombres de unos diez seres conocidos, y otros cuatro o cinco mil desconocidos. Y esas guías se hacen más gordas con cada año que pasa, porque la vanidad crece más rápido que los índices demográficos. Todos esos ilustres desconocidos pueden codearse en las mismas páginas con ilustres conocidos. Cada uno de los representados aparece en el libro con su fotografía y su currículo, que cada año se hace más extenso. (Mack cobra extras por un currículo ampliado o por fotografías de calidad).
Nadie puede comprar esas guías, excepto los biografiados, y ni siquiera todos ellos, pues, como estipula Mack en su contrato de ventas, hay que alcanzar cierto puntaje para hacerse acreedor a ellos. Una de las maneras más fáciles de adquirir puntos es recomendar a otros que comparten la misma actividad u oficio y que acepten ingresar a la guía. Como se ve, es un negocio perfecto.
Mack vive muy satisfecho y feliz, sabiendo que también sus clientes están satisfechos y felices, con sus biografías y sus rostros encerrados en textos clandestinos, gozando de una fama tan secreta como los best-sellers que han hecho la fortuna de mi amigo.