La intriga comenzó en Checkpoint Charlie, la peligrosa frontera entre el Berlín Oriental y el Occidental. Un sudoroso espía informó al coronel Linthicum, de la cia, que el último vehículo espacial soviético, el Lunik 32, que acababa de circunnavegar la Luna, había depositado subrepticiamente sobre su faz oculta a un oficial soviético armado de un terrible cañón de rayos láser.
El ultimátum americano no se hizo esperar: o los rusos anulaban radicalmente la amenaza que eso significaba para el mundo libre, o era la guerra nuclear. Los soviéticos, después de no pocas tergiversaciones y reacomodos en el Politburó, dieron marcha atrás. «Pero hay un ligero inconveniente», reconocieron, «el camarada Semionov, que es el que está en la Luna, no quiere obedecer. Se le ha ordenado que destruya el cañón, y nos ha respondido con frases insultantes. Suponemos que ha debido enloquecer. Dentro de una semana enviamos expedición militar».
Los americanos, ese mismo día, enviaron un cohete Apolo, con tres rangers armados hasta los dientes, con orden de liquidar al ruso, a cualquier precio. Cuatro días más tarde desembarcaron en la faz brillante de la Luna, fuera del ángulo de visión del ruso, quien ya había apuntado el cañón contra la Tierra y los esperaba agazapado en la sombra de un cráter.
El primero en caer fue el teniente Sheen: Semionov, ayudado por la poca gravedad de la Luna, dio un salto descomunal, cayó en cámara lenta sobre el americano y le cortó la garganta con un cuchillo de caza. A Clift lo aplastó con un peñasco de más de una tonelada cuando trepaba una pared rocosa. Flowers, en cambio, era un enemigo feroz y astuto, un hueso difícil de roer: al cabo de una fantástica persecución y balacera entre los cráteres helados y brillantes de la Luna, Semionov se refugió tras el blindaje de su cañón, y mantuvieron el diálogo siguiente:
«¡Oye, americanito! ¡No tengas miedo, que no voy a destruir a tu país! ¡Si siempre me ha gustado! ¡Ustedes y nosotros somos los únicos en este cochino mundo! ¡A mí, los que me joden son los alemanes!».
Flowers, agazapado, le respondió: «¡Tienes razón, rusky! ¡Ustedes a mí también me caen bien! ¡A mí los que me revientan son esos cojudos de los franceses!».
«Te propongo una cosa», gritó el ruso. «Si me dejas meterles un cañonazo de éstos a los alemanes, yo te dejo echarles un tirito a los franceses. ¿Qué dices?».
«¡Digo que me parece bien, carajo!», dijo el americano saliendo de su escondrijo. «¡Yo quiero echarme abajo la torre Eiffel!».
«¡Y yo el castillo de Luis II de Baviera!», se exultó el ruso, abrazándolo. «¿Le echamos?».
«¡Dale!», dijo Flowers.
Semionov enfocó su cañón, y ¡flumm! Se cargó no sólo el castillo, sino la mitad de Múnich. «¡Buena!», aplaudió el americano. «¡Ahora me toca a mí!».
«¡Previo trago!», dijo el ruso, pasándole una botella de vodka.
Flowers, miserablemente, erró con la torre Eiffel, pero en cambio volatilizó todo el Barrio Latino. «Muy bueno el cañoncito», comentó con admiración. «Pero la próxima me gustaría bajarme a unos cuantos negros de mierda».
«¡Y yo a unos judíos! ¡Yuppi!», dijo Semionov, borrando a Israel del planeta. Flowers, en su turno, hizo lo propio con New York.
«¡Oye!», le hizo notar el ruso, «pero tú estás tirando sobre tu propio país».
«¿Y a mí qué mierda?», repuso Flowers. «¡Yo soy de Tulsa, Oklahoma, y siempre he detestado New York!».
«Y yo de Riga, Letonia, y siempre me han jodido los moscovitas», repuso el otro, haciendo desaparecer a Moscú en un vapor azul. «¿Un traguito?».
«¡Un traguito!», dijo con entusiasmo el americano.
A la mañana siguiente, los dos oficiales dormían la mona, abrazados, en un mullido cráter. De la Tierra sólo quedaban Tulsa y Riga…