Aimee Bender (Estados Unidos, 1969). Su título más reciente es The Butterfly Lampshade (Doubleday, 2020).
Mi esposo me entregó el llavero del castillo poco después de casarnos. No era un castillo de verdad, por supuesto, sino una casa construida en los años veinte que parecía uno, incluso con pequeñas torretas por las que nosotros (él) tuvimos que pagar más para que un techador arreglara sus goteras después de la temporada de lluvias. Sin embargo, era arquitectónicamente asombroso, aunque no de la misma forma en que la mayoría de las casas de esta ciudad lo son, con sus modernas y acristaladas salas de estar que parecen peceras enormes, con su iluminación indirecta y refrigeradores plateados de superficies opacas.
Su castillo era antiguo y con detalles artesanales, cubierto de madera, sombrío, de color verde oscuro, con aroma a cedro y repleto de una cantidad sorprendente de espacios pequeños. Para empezar, los habituales: la sala de estar, el comedor con su candelabro de hierro forjado, el dormitorio principal, en cuyo baño él me había mostrado la tina con sus patas en forma de garras y yo sollocé porque en mi casa incluso la llave del agua caliente estaba rota. De una colección de sales de baño caseras y almacenadas en frascos de vidrio escapaban olores que llenaban el espacio y que él mismo había encargado para recrear los aromas de las flores que me habían gustado el día que recorrimos los jardines botánicos. La habitación de huéspedes, amueblada para visitantes fuereños, aunque nunca alojamos a uno, fue donde coloqué la mayor parte de las pertenencias que traje de mi antiguo departamento, porque en realidad eran pocas y contrastaban con la elegancia y calidad del resto: un librero maltratado color marrón oscuro que desde niña adoré, una lámpara de vidrio curveado y violáceo que titilaba, una reproducción fotográfica de un hombre caminando en un campo lejano de hierba crecida que mi hermano me obsequió un año antes de «renacer» y mudarse a una iglesia gigante ubicada a miles de kilómetros de distancia.
También había otras habitaciones, y esto fue como si desempacara un regalo tras otro: al lado de la cocina —junto a la lavandería y despensa— había una puerta tan estrecha, aproximadamente la mitad de una de tamaño normal, que cuando uno lograba traspasar comunicaba a un pequeño estudio de arte, en el que mi esposo, sabiendo que a los dos nos gustaba pasar el tiempo pintando, había colocado dos caballetes frente a una ventana que daba al jardín, además de una pequeña bocina que podíamos programar con la música que deseáramos. Sobre unos estantes él había apilado tubos de pintura de todos los colores y al ver mis ojos llenos de lágrimas de agradecimiento se acercó a mí para acompañarme, ambos tirados en el suelo, que era de una especie de vinilo muy suave, tan bueno para pintar y para nosotros también. Mi esposo era feo, razón por la que ninguna mujer hasta entonces se había sentido atraída hacia él; era pálido, de manos pequeñas y nariz desagradablemente femenina y un extraño tono índigo caracterizaba su barba de candado, la cual le concedía un aspecto demacrado y sombrío. Me había dado cuenta de lo poco atractivo que era, pero me había parecido amable e infinitamente generoso, además de estar dispuesto a finiquitar todas mis deudas estudiantiles. Tampoco le importaba que tuviera una familia tan escuálida y desunida y nadie me había tratado como él, como si yo fuera un huevo frágil o un premio para ser atesorado. Había pasado mis veintes rebotando de una persona deprimida a otra, sin salir a cenar y sin tener mucho sexo y tratando de escuchar con suma atención las historias terriblemente tristes que me contaban y alentándolos con discursos optimistas que entonces supuse útiles, sólo para que cada una de esas personas me cambiara por una nueva pareja y luego terminara recibiendo, a lo largo de varios años, una serie de correos electrónicos muy similares entre sí sobre cómo esa nueva persona «los hacía sentir tan vivos» o decían que «nunca hubieran sospechado poder sentirse de esa manera» y hasta «gracias por llevarme a esta nueva etapa de mi vida». Quienes me dijeron no tener interés en procrear ahora tenían varios hijos; otro que se había negado a subirse en un barco, o incluso acercarse a un puerto, terminó enamorándose de un marinero; al que no le gustaba viajar se mudó a Mozambique; así, toda una pléyade circunstancial fue desmoronándose y revelando mis incompatibilidades. Comencé a preguntarme qué clase de veneno corría por mis venas cuando conocí a B. en la biblioteca. Me encontró en la sección de romance, buscando un nuevo libro. No se burló. Me dijo que admiraba mi bufanda porque destacaba el color del mar en mis ojos, algo que nadie me había dicho. «Pero… El mar de noche», precisó. En la recepción, junto a los anuncios, me invitó a salir esa noche y lo primero que hizo fue llevarme a un restaurante de cortes finos. Luego me besó junto a la puerta de mi departamento, con fortaleza y autoridad, y dijo que me deseaba, entera, pero esperó algunas citas hasta que me sentí lista para más. Él era mayor que cualquier persona con la que había salido antes, al menos veinte años mayor que yo, y aun así no tenía fotografías personales en casa, como si no contara con un pasado. También era mucho más activo que cualquier persona con la que me había relacionado románticamente: dirigía su propia empresa de tecnología y sus pasatiempos eran la cocina, el ráquetbol y un creciente interés en pintar retratos. Por mera casualidad, mi contrato de renta terminaría en algunas semanas, así que en nuestra quinta cita me pidió que me mudara con él, que fuera su esposa. Nunca me habían hecho esa pregunta. Él se arrodilló, apenas tres semanas después de conocerlo, y me tomó de la mano para acariciarse con ella la mejilla y decirme que me adoraba. Antes de conocernos solía pedir prestados a una biblioteca audiolibros de autoayuda que hubieran obtenido buenas reseñas,​ y antes de dirigirme al trabajo pasaba las mañanas caminando por el vecindario con los audífonos puestos, escuchando grabaciones que me aconsejaban que sería mejor hacer algo en lugar de no atreverme a hacerlo nunca y luego arrepentirme, así que lo hice, y sentí tanto alivio cuando dejé caer la llave de mi departamento en la vieja ranura oxidada del buzón y le dije a la casera que podía quedarse con el depósito. Ahora estaba en una casa como nunca había visto, donde los arbotantes —una palabra que no había escuchado— sujetos a los muros contaban con enredaderas entrelazadas cuyo diseño coordinaba con el del edificio original, de donde también se habían conseguido las perillas de las puertas. La manera en que la duela crujía bajo mis pies me hacía sentir como la heroína de una novela muy larga. Ahí, en esa casa, fue donde me tomó la mano con fuerza y ​​dijo que lo único que deseaba era que yo la compartiera con él para siempre. Nos casamos en el Registro Civil, el único testigo fue una florista que estaba allí para renovar su licencia de comerciante. «Bendiciones para los dos», dijo, y metió la mano en su bolso rosado, «tomen esta flor», y él y yo nos besamos con la rosa acurrucada entre nosotros como si se tratara de nuestro primer y hermoso hijo. Mis amigos, a quienes no invitamos, y mi padrastro, que vivía en Texas, se mostraron escépticos ante la velocidad de cómo habían ocurrido las cosas y también ante él: su comportamiento era a veces muy brusco al responder el teléfono, otras veces era muy cordial. Sus modales impredecibles, o a veces demasiado predecibles, y la manera como desaparecía repentinamente también los había sorprendido, pero les dije que lo amaba, y ésa era la verdad.
Había otras dos puertas ocultas: una escondida dentro del baño principal, tan baja que, incluso, era necesario gatear para atravesarla y requería de llave. Esta puerta comunicaba a una pequeña habitación donde sólo había un colchón tamaño king en el centro del espacio, donde me dijo que, «si quisiéramos», podríamos llevar a cabo nuestras fantasías. «Por supuesto», respondí, y me llevó al colchón y dijo que primero quería hacerlo en el centro de la habitación, como si el colchón fuera una balsa en la que estuviéramos flotando; también programó la duración del tiempo de una luz justo encima de nosotros que comenzó a calentarse mucho, tanto como un sauna, y un conjunto de bocinas empotradas emitieron los sonidos que hacen las olas al romperse. Nos sentimos a punto de morir debido a la deshidratación, pero nos entregamos el uno al otro. Después, cubierto de sudor, mientras la habitación se enfriaba y mi cabeza daba vueltas, dijo que cuando tuviéramos ganas de tener sexo normal, entonces usaríamos la cama principal, pero si quería ser una princesa o un caballero o un hombre o un soldado herido o un ladrón, o lo que fuera, y si él quería ser lo que se le diera la gana, a veces mesero, otras veces asesino o un topo muy pequeño, entonces tendríamos que ir a ese cuartito para satisfacer tales fantasías. Era nuestra cámara de secretos. Más tarde, cuando tomé un baño en la tina, rodeada de un montón de burbujas que olían a gardenias, miré hacia la puerta y sonreí para mí misma, como si esa sonrisa fuera lo más íntimo que pudiéramos compartir. No era un tema del que hablábamos. Incluso programó las bocinas para que emitieran el sonido de un portazo, después de haberle susurrado, una vez, que eso anhelaba, porque la excitación inicial que sentía al oír un portazo me recordaba a mi infancia y ahora era como una banda sonora que me provocaba placer.
Había otra puerta dentro de la recámara de huéspedes que también estaba cerrada. Era de tamaño regular. Al darme las llaves, cuando recién me mudé, el día que nos casamos, me mostró cómo las había ensartado en un llavero de plata genuina y había elegido colores joviales para cada una de ellas. Era una colección que parecía arcoíris: púrpura para la llave principal, verde para la cochera, roja para el cuarto de sexo, rosa para el estudio de arte, etc. La última llave era azul y del mismo tamaño que las demás. Me apretó la mano al entregármelas.
—Por favor, mi amor —dijo—, no abras esta puerta. Te lo ruego.
—¿Qué hay ahí? —Mientras nos sentábamos para compartir nuestra primera comida como pareja casada, dejé que las llaves cayeran sobre mi mano. Los colores brillaban bajo la luz del candelabro de hierro. Él había preparado el platillo durante la primera hora de la mañana, antes de nuestra visita al Registro Civil: un faisán que había cubierto con un domo de vidrio. Utilizó domos reales de vidrio, comprados en línea en una tienda especializada. Me reí, incrédula, cuando me trajo mi plato con el pájaro crujiente y de color café que podía ver bajo esa cúpula. ¿Quién seguía teniendo este tipo de costumbres? Su rostro se iluminó ante mi agradecimiento.
—Es mi espacio privado —dijo en voz baja—. Ahí está el centro de mi ser. No quiero que entres allí.
—Está bien —dije.
Me miró durante un buen rato. Sus ojos húmedos, la mirada indagadora.
—¿No deseas saber más?
—No —dije.
—Sabes una cosa, casi llegué a casarme antes —dijo, levantando su domo de cristal. Volutas de vapor ascendieron hacia el techo.
—No lo sabía.
—Ella me abandonó —dijo.
También levanté y coloqué sobre la mesa mi domo de cristal e hizo un tintineo.
—Nunca me lo habías dicho. ¿La amabas?
—Sabes que sólo nos conocemos desde hace unas semanas—dijo, aunque sin ser grosero. Apoyó una mano sobre la mía—. La amaba, sí. Hay tantas cosas que no sabes sobre mí.
—Me encantará escucharlas —dije, estrechando su mano.
—Es sólo que… No deseo que entres en ese espacio —dijo—. Me refiero al que se puede tener acceso desde la recámara de huéspedes.
—Entiendo —dije.
—Ésta es la llave —indicó, sacudiendo la de color azul.
—No la usaré —respondí.
Se fue a trabajar la siguiente mañana, vestido con un traje fino, mancuernillas y zapatos italianos que se puso con un calzador de oro martillado. Era el primer día oficial en mi nueva ocupación: ama de casa. «Disfruta el castillo, doncella», dijo, besándome con intensidad. «Regresaré tarde hoy. Tengo muchas juntas». Se fue, y como yo había renunciado al empleo que tanto detesté, respondiendo los teléfonos de una línea de atención al cliente para una empresa de seguros médicos, pasé el día reorganizando la recámara principal como él me había sugerido: «Ponle tu toque», dijo, y la reacomodé de cuatro maneras distintas hasta que terminé volviendo a poner todo como había estado desde el principio. Él tenía buen ojo para acomodar las cosas. Pinté con acuarela un lirio en el estudio de arte y me bañé. Dormí, luego leí y después volví a dormir. Más tarde encontré un almuerzo delicioso en el refrigerador con mi nombre escrito en él y primero lo comí en la mesa. Después, de pie frente al fregadero de la cocina, me terminé las sobras del faisán, mordisqueando los diminutos y delicados huesos de las patas.
Su rostro lucía cansado cuando regresó. Le serví una sopa invernal de raíces que él había preparado en algún momento, aunque desconocía cuándo. Me había solicitado por mensaje de texto que la calentara y elogió mi técnica para hacerlo, lo cual me hizo reír. ¿Tan bajas eran sus expectativas, tanto como lo habían sido las mías? Mientras estábamos sentados uno frente al otro, sorbiendo, su gesto cambió y me miró con gran intensidad. Balbució cuando me pidió ver el llavero.
—¿Mi llavero?
—Por favor —dijo.
—¿Lo quieres ver ahora mismo?
—Por favor —contestó, con brusquedad—. Ahora mismo.
Fui por mi bolso y lo encontré. Casi no había usado ninguna de las llaves, pues había permanecido en casa todo el día.
Cuando le traje el llavero, se tomó su tiempo revisando todos los colores, tocando cada llave con gran atención y cuidado, hasta que sus dedos se posaron en la de color azul. La sostuvo durante un largo momento, mirando su brillante capa metálica, dándole vueltas y vueltas sobre la palma de su mano, y ​​no me atreveré a describir la expresión de su rostro porque no podría hacerlo de manera adecuada. Apretó los labios y entrecerró los ojos, perforando la llave con la mirada, como si fuera un taladro. ¿Qué cosa tan preciada había en esa habitación? Me permití un instante para preguntármelo —¿equipo tecnológico ilegal? ¿pornografía?—, pero, en realidad, no me incumbía. Una persona tiene derecho a su privacidad.
—Este almuerzo estuvo delicioso —dije, para suavizar la atmósfera—. ¿Cuándo tuviste tiempo para prepararlo?
—Casi no duermo.— Alzó la mirada, tenía los ojos muy abiertos.
—Muy bien —dije—. ¡Pero, Dios mío! ¿Brochetas de cordero? Muchas gracias. ¿Y esta sopa?
—Me gusta cocinar. Me tranquiliza. —Dejó el llavero. Su gesto se relajó—. Cuéntame acerca de tu día. ¿Exploraste la casa?
—Pinté un poco —contesté—. Tomé una siesta en la habitación donde está el colchón, mientras pensaba en ti.
Se limpió la boca con una servilleta.
—Ah, ¿de verdad? —Se puso de pie, me tomó de la mano y me llevó nuevamente a la habitación.
A veces, él acostumbraba a fingir que era un asesino cuando estábamos allí. Era un espacio tan sagrado, nuestra habitación secreta, así que yo no sentía temor, pero tampoco era mi juego favorito. Aun así, quería que se sintiera con la libertad de ser él mismo. Pretendía matarme y yo me quedaba ahí, mientras me cercenaba las manos y los pies. Parecía excitarlo y también se daba tiempo para complacerme; más que nada, me sentía en una caricatura debido a la ridiculez, pero nunca me hubiera atrevido a reír. Después, cuando terminábamos y él casi se caía de sueño y yo estaba segura de que había logrado expulsar lo que necesitaba, yo lo sorprendía y le decía «¡Estoy viva!». Él reía, con los ojos cerrados, y me abrazaba. Durante el día comenzó a enviarme mensajes de texto desde el trabajo para avisarme sobre la entrega de paquetes, pidiéndome que me disfrazara con sus contenidos, así que a veces, al regresar a casa, le abría la puerta en pijamas de seda plateada, y otras veces vestida de enfermera, o como su regordeta chofer de autobús, o usando exactamente el atuendo de minifalda que usó la víctima en un episodio de Ley & Orden (Unidad de Víctimas Especiales) que habíamos visto la noche anterior. Luego me indicó que también le pidiera disfrazarse, y fue así cuando regresó una vez a casa vestido como un pirata, lo cual me pareció de ensueño. También le pedí que se pusiera su traje de negocios al entrar en la habitación porque me gustaba mucho, sobre todo los zapatos. «¿Quién más quieres que sea?», me preguntó en un mensaje de texto, pero me resultó difícil responderle. «Sólo tú», le dije. «O tú decide». La anticipación fue tremenda. Por lo general, alrededor de las tres de la tarde, el empleado de ups caminaba por la vereda de ladrillos con un nuevo paquete y yo firmaba mientras mi ritmo cardíaco se aceleraba, y lo abría en el cuarto de sexo como si se tratara de un ritual y luego pasaba las horas siguientes preparándome antes de que él llegara. Había estudiado teatro en la universidad y esto era muy divertido para mí. ¡Las pelucas! Con sus largos rizos rosados, rojos y negros, o incluso calvas. Me solicitaba cambiar de acento y elucubrar historias personales sobre mujeres enojadas, mujeres llorando, mujeres aturdidas, mujeres fuertes. Incluso la historia personal que correspondía a la de un hombre sereno. Los caractericé a todos.
Aun así, a pesar de nuestra creciente cercanía, todas las noches, al llegar a casa, sentado frente a una sopa que había calentado y que él había preparado en algún momento de la noche anterior, me pedía que le trajera el llavero.
Me acostumbré tanto a esa petición que una noche lo mantuve encima de la mesa del comedor, a manera de broma, usando el llavero en lugar del habitual anillo que sujetaba su servilleta.
—¡No! —dijo en el momento en que extendió la servilleta sobre su regazo. Estaba pálido. Nunca lo había visto tan molesto—. Debes traérmelo cuando te lo pida… ¡no! ¡Mejor escóndelo!
Así que lo escondí. Me disculpé varias veces y él comió la sopa en silencio y bebió su vino y, cuando estuvo más tranquilo, me lo pidió, se lo llevé y lo coloqué a su lado. Lo miró detenidamente, como cada día, llave tras llave, como si ese llavero fuera un libro, hasta que se detenía en la de color azul. Le dio vuelta entre los dedos, dándole golpecitos en las crestas del cifrado.
—Dime una cosa —dijo un sábado después del almuerzo y durante un rato de ocio, aquella tarde cuando no tuvo que trabajar—: ¿por qué no sientes curiosidad?
—¿Acerca de qué? —Estábamos en el cuarto de sexo, abrazados. En la lejanía se oían portazos. Él había bajado el volumen, pero no por completo: slam, slam, slam. Hay demasiada gente enojada en el mundo.
—Acerca de la habitación a la que se puede entrar desde la recámara de huéspedes —dijo.
Encogí los hombros.
—Me has dado tanto —respondí—. No necesito entrar ahí.
—Pero todavía no terminas de conocerme —dijo—. ¡Podría haber cadáveres allí!
Volteé para mirarlo: tenía los ojos hundidos, la piel cenicienta. Esa barba. La nariz tan suave. La manera como oprimía su cuerpo contra el mío, diciéndome que ahora estaba muerta, o que estaba muriendo, y que por favor cerrara los ojos y me quedara quieta mientras él eyaculaba.
—Maté a todos mis ex —dije.
Se levantó, apoyándose en un codo.
—Fueron muertes lentas —continué—. Como si los hubiera estado matando mientras escuchaba sus historias, o algo así. No lo sé. Yo fortalecí las partes más débiles de cada uno. Todos florecieron sin mí.
—¿A qué te refieres?
Me cubrí los ojos con la máscara de cerdo de satén rosa.
—No me hagas caso —dije.
—¿Están vivos?
—Están vivos —suspiré—. No te preocupes. Estoy hablando en sentido figurado, ¿de acuerdo? Eran las parejas equivocadas, ¿me entiendes? No eran como tú. Ninguno era como tú. Todos parecían medio muertos cerca de mí.
Hizo una especie de gruñido y se entretuvo halando un hilo que colgaba del colchón. Después de irse, una especie de nerviosismo se apoderó de mí, me preocupaba haber dicho demasiado, así que me quedé un rato en la habitación, oyendo los portazos.
Mi padre fue el primero en dar un portazo, luego mi madre y después mi hermano. Nadie era capaz de sostener una conversación en mi familia. Mucho tiempo antes le dije a mi primer amor que ahora asimilaba los portazos como música:
voces habituales, voces elevadas, ascendentes, que terminaban en: ¡portazo! Reí. Me miró con firmeza. «Es una manera extraña de hablar sobre algo que parece ser muy doloroso para ti», dijo. Eventualmente también dejamos de hablarnos, aunque entre nosotros las voces fueron atenuándose lentamente, las frases se desvanecieron en la nada, las puertas quedaron entreabiertas, lo que posiblemente fue peor.
Esa noche sentí a B. distante y no quiso regresar al cuarto del sexo el día siguiente, incluso después de decirle que usaría la peluca roja y el uniforme de enfermera y que le aplicaría inyecciones de verdad, con agujas, lo cual él solía disfrutar.
—Estoy cansado —respondió, y se trataba de algo que nunca había dicho.
Le pregunté si lo que había comentado sobre mis exparejas lo había espantado.
—No —dijo. Apretó la correa de su reloj y miró por la ventana.
—¿Quieres que vaya a la habitación de la llave azul?
—No —respondió, volviéndose hacia mí—. Por favor, nunca entres en la habitación de la llave azul. ¿Has entrado? —Entonces me miró fijamente, su cara tembló un poco, con cierta emoción, cuando me pidió que le trajera el llavero, que lo trajera enseguida, en ese mismo instante. ¡Por favor! Lo obedecí. Me sentí tan aliviada al verlo lleno de energía. Esta vez lo rompió, sin favorecer ese falso juego que consistía en mirar todas las otras llaves como si nunca hubiera visto una. Sus ojos se humedecieron al ver la de color azul. Me tomó de la mano, me entregó el llavero y me llevó directamente a la puerta dentro de la recámara de huéspedes. Eligió la llave de color azul y la metió en la cerradura. Soltó mi mano y la dejó allí, sujetando la llave. Bastaba con un empujón y estaría dentro.
—No entres —dijo, pero en su rostro se adivinaba la súplica—. Quien está ahí soy yo —dijo—. Ahí está la esencia de mi ser. No entres.
Permanecimos ahí, un rato. ¿Qué se suponía que debía hacer? Me educaron para que respete los deseos de las personas.
—¿Por qué no debería entrar —pregunté—, si ahí está la esencia de tu ser?
—Simplemente no lo hagas —dijo, comenzando a llorar.
Nunca lo había visto llorar o algo remotamente parecido a eso.
—No lo haré —dije, alarmada—, no lo haré, mi amor. —Dejé el llavero y lo abracé. Él tembló y lloró en mis brazos.
Los paquetes dejaron de llegar la siguiente semana. Cuando le pedí que me acompañara al pequeño estudio de arte para que pintara conmigo y así reavivar nuestra relación, me dijo que no. Que ya no se sentía atraído hacia mí.
—Lo siento —dijo—. El deseo es curioso y parece que lo he perdido.
Pinté sola en el estudio de arte. Empecé a pintar los contornos de los cuerpos de varias mujeres sin cabezas. Colgué los cuadros en el cuarto del sexo para que los viera, decorando las paredes, pero él nunca hizo un comentario al respecto. Quizá ya no entraba ahí. Ahora se quedaba más horas en el trabajo.
Después de unas semanas me dijo que había conocido a alguien más, a una periodista del departamento de publicidad. Que lo sentía mucho, dijo, pero que tenía que mudarme. Que me ayudaría a encontrar un nuevo departamento, que me compensaría muy bien durante el divorcio y que había apreciado nuestro tiempo juntos.
—¿Por qué? —pregunté, llorando—. ¿Por qué? ¡Éramos tan felices!
Dijo que lo que le sucedía a su corazón no era fácil de explicar, pero que ella lo hacía sentir…
Desvió la mirada, pero distinguí gratitud en su rostro, y ambos conocíamos la palabra que no había pronunciado.
El día que supuestamente debía empacar mis pertenencias —lo cual me tomó alrededor de cinco minutos, pues no me llevaría ninguno de sus regalos, ahora manchados de desamor—, tomé la llave azul y me dirigí a la puerta dentro de la recámara de huéspedes. ¿Qué más podía hacer? Necesitaba dar el asunto por terminado. Cuando la giré dentro de la cerradura, el metal debió haber provocado una reacción química, porque la capa de color azul se encendió como si estuviera en llamas y la llave adquirió un color negro carbonizado. Sin embargo, no se calentó bajo mis dedos, tampoco vi cenizas o residuos. Sólo una llave negra que alguna vez había sido azul. De algún modo, supe en ese momento que la habitación estaría vacía, y cuando abrí la puerta, con la mano temblorosa, allí estaba: una alfombra beige, las paredes blancas, una lámpara sencilla, dos enchufes, como si se tratara de una estación de paso gobernada por la soledad. La llave negra en mi mano era la única prueba de una desobediencia que no había podido ni había querido cometer
Traducción del inglés de Luis Panini.