Ahmad Saadawi (Bagdad, Irak, 1973). Autor de Frankenstein en Bagdad (Libros del Asteroide, 2013).
1. Nos llegaron noticias de que las tropas de Alejandro avanzaban hacia Babel, tras haber vencido a los persas en la batalla de Gaugamela, y haberse retirado éstos hacia Persépolis a lomos de sus majestuosos elefantes, que de poco les habían servido. Apenas llegaron a oídos de los sacerdotes del templo del divino Marduk nuevas de que el caudillo macedonio había hecho caer las ciudades de Yasuj y Susa, comprendieron que su siguiente objetivo habría de ser Babel.
Me hallaba yo entonces lavando los pies de mi señor Barushah, sumo sacerdote del divino Marduk, y escuchando sus sublimes consejos. Como discípulo predilecto suyo, algún día habría yo de imitarlo ocupando un cargo importante en el sacerdocio.
Todos fueron presa de la inquietud y el miedo. Los sacerdotes —pequeños y humanos como son— acudieron hacia la nave del gran templo a ofrecer sacrificios y depositar ofrendas a los pies de los dioses, suplicantes y aterrorizados ante lo que era inminente. Nadie deseaba verse expuesto a una nueva calamidad. Estaban convencidos de que sus dioses serían lo suficientemente grandes y poderosos como para detener el ataque de aquel invasor extranjero cuyos pies venían aplastando las ciudades desde el norte hasta el sur.
Los sátrapas persas se habían levantado contra Darío el Grande y puesto al servicio de Alejandro. Y un día todos los sátrapas que había en Babel huyeron con rumbo desconocido.
La inquietud y el miedo fueron mayores incluso, pero no afectaron al sumo sacerdote de Marduk, mi venerable señor Barushah. Sereno, relajado, acariciaba los mechones de su larga barba mientras yo le frotaba los dedos de los pies con una maceración de hojas de árboles, tal y como él me había pedido.
Pregunté a mi señor Barushah qué iba a ser de nosotros, si enmudecerían los dioses ante tamaña invasión devastadora; si nos salvarían en pago de todas las súplicas, ofrendas, exvotos y plegarias que habíamos ido ofreciendo en los patios de sus templos a lo largo de décadas; o si habríamos de morir allí mismo.
El sumo sacerdote Barushah permaneció en silencio hasta haber comprobado que sus pies estaban completamente limpios, hecho lo cual fue a sentarse en una alfombra de lana trenzada. Yo me llegué ante él y me senté como un criado obediente para ofrecerle una escudilla con licor de dátil. Dio un sorbo y comenzó a hablarme.
Y fueron aquéllos los últimos y sublimes consejos que oí de su boca antes de que los macedonios entraran en Babel.
2. Hijo mío… Ciertamente los dioses saben más que los humanos, a quienes no cuentan todo lo que saben. Porque estos últimos no son divinidades que puedan comprender cómo piensan y se comportan los dioses. No tendría sentido que los dioses dieran explicaciones de todo lo que hacen. Debemos creer en ellos, aferrarnos a ellos como se aferra el ciego en su tiniebla a la bondadosa mano compañera que le dice, amable y con voz cálida, que ella lo guiará en el camino.
¿Qué sabe el gran Marduk que no nos cuenta?
Voy a contarte este secreto con la condición de que no lo reveles, pues eres —a mis ojos y entender— capaz de guardar un secreto, y porque algún día te convertirás en sumo sacerdote.
El gran secreto es que Marduk y el resto de los dioses falsos e impostores, todos, se conocen bien entre sí y todos ellos luchan en los cielos. Y lo que nos ocurre a nosotros aquí en esta tierra es un eco de sus luchas.
Entonces, ¿cuál es la noble misión que puedes llevar a cabo tú, como criatura hecha de barro, aquí abajo? Y, en segundo lugar, ¿cuál es tu misión como sacerdote?
Tu misión es esmerarte en lo que haces: esparcir bien el incienso, que tu voz sea capaz de conmover cuando recitas las plegarias, que tu rostro se revista de gestos tan graves y solemnes como los de aquel que cree y hace que esa creencia empape sus huesos, su carne, sus mantecas y su sangre.
Se fue Darío, que había adorado a Marduk con absoluta falsedad y a los dioses persas de Persépolis con idéntica hipocresía, y llegó Alejandro con los suyos. Ninguna necesidad tuvieron aquellos reyes de creyentes fieles a sus dioses, pues su destino iba a ser la muerte o el exilio. ¿Qué puede importarle vencer en la tierra al fiel creyente de un dios que ha sido derrotado en el cielo? Curioso, ¿verdad?
¿Acaso no necesitan los reyes quiénes esparzan el incienso con esmero, voces solemnes y rostros que rezumen honestidad en los altares, en los templos y a los pies de los dioses sublimes, sean éstos cuales sean?
Hijo mío… Lo que hagas, hazlo bien. No te amarres tú mismo con una soga de fibra de palma a una estatua que habrá de hundirse en el Tigris. Permanece más bien al lado del dios que se erige siempre en mitad de la nave del templo, sea cual sea, venga de donde venga.
Por lo que respecta a la fe, hijo mío, la fe es el rincón al que vuelves y la cama en que te acuestas al acabar el día. Riégala, pues, con vino, y deja que duerma en tu corazón, porque el corazón necesita una roca sólida sobre la cual recostarse, y qué puede haber más sólido que la fe.
No obstante, necio de aquel que cree en un dios que litiga con otros dioses, pues puede salir victorioso hoy y derrotado mañana. La vida del ser humano, hijo mío, es más larga que la de muchos dioses.
Deja, pues, que tu fe avance hacia la nada. Porque la nada, hijo mío, no cambia nunca, y siempre lo engulle todo. Y no vayas contando mañana a tus compañeros ni a esa ramera rebelde amiga tuya que yo te he revelado una profecía. Guarda, más bien, lo que te digo en tu corazón para tu propio y único beneficio. Esta gran nada engullirá la estatua del venerable dios Marduk, glorificada sea su sublime esencia, y a todas las divinidades menores a su servicio, al igual que engullirá a los dioses griegos, a los jónicos, a los macedonios, a los persas y a los asirios. La nada permanecerá igual, ni siquiera engordará con lo que engulle ni enfermará con los males que queden depositados en sus entrañas.
3. Alejandro de Macedonia entró en Babel y la gente lo recibió agitando sobre su cabeza racimos de dátiles y palmas mientras hacía su entrada en el templo del dios Marduk. Y allí pude ver con mis propios ojos cómo mi amo entregaba al caudillo invasor un escrito copiado de su puño y letra, titulado «Descripción de Babel». Desde aquel día, mi amo pasó a llamarse Pirosis, según la lengua de los griegos. Y se puso al servicio de los nuevos dioses vencedores. Y yo seguí lavando los pies de mi amo con hojas de árbol maceradas en agua
Traducción del árabe de Luz Comendador.