X Finalista Luvinaria – cuento / Cliché / AlethiaMunguí­a

X Concurso Literario Luvina Joven

 

Cliché
Alethia Samadhi Munguía Estarrón
Licenciatura en Letras Hispánicas, CUCSH

Lo encontré en un bar cerca de mi trabajo, una noche; era martes, y él bebía como si no tuviera un hogar al que volver. Lo reconocí porque hay gente que por más años que pasen mantienen el mismo porte, o tienen un gesto que los delata: cómo sostienen la cerveza, cómo miran por encima de las personas, cómo sonríen de lado cuando en realidad quieren llorar. Yo podía ver todo a través de él, cosas que no veía cuando estábamos juntos en la secundaria.
      Sentí cierta satisfacción conmigo mismo, de verlo así, porque él solía burlarse de mí siempre que podía. Nadie lo entendía: sus amigos, los míos, nadie parecía entender la razón de por qué él se ensañaba conmigo. Sí, yo era más bien callado, pero no antisocial, y mantenía un perfil bajo. Físicamente tampoco destacaba, pero no llegaba a tener motivos para que se rieran de mi apariencia. Aun así, yo era el objeto de sus golpes y su odio, que iba desde darme un balonazo hasta tirar mi celular al retrete.
      Y cuando lo encontré así y me alegraba tanto que podría bailar, pensé “no soy mejor que él”. ¿Qué se le va a hacer? Naturaleza humana. Me senté a su lado, y por un momento mi cuerpo se crispó, como si recordara todo el dolor y la humillación de hace más de una década. Él se giró hacia mí, yo fingí no verlo y pedí una cerveza. Bebí dos tragos con su mirada fija en mí.
      – ¿Arturo?-dijo él. Entonces lo miré y me sorprendió no poder recordar al engreído e insufrible de ese entonces. De verdad lucía patético.
      – Pablo-dije sin pestañear. Él se quedó en silencio, sin saber qué más decirme. Yo seguí tomándome la cerveza tranquilamente, disfrutando de aquella incomodidad deliberada.
      – Así que hasta tú te ves mejor que yo ahora-dijo. Yo no esperaba que admitiera tan limpiamente la derrota, y ciertamente no pensaba mostrarle simpatía.
      – Qué va. El tiempo también ha hecho maravillas contigo.
      – Vaya, una frase completa. En aquel tiempo sólo balbuceabas. Ahora hasta me miras a los ojos.
      Ninguno de los dos quería ser cordial, aquello me gustaba. Le sonreí y él me devolvió la sonrisa. Levanté la cerveza, dije “por los viejos tiempos”, y chocamos sus cuellos.
      – Oye…-comenzó a decir él, pero lo interrumpí en seco.
      – No quiero saber qué ha sido de ti, si tienes cáncer, si tu novia te dejó, estás desempleado, una crisis existencial; no me importa, eh. Quiero seguir odiándote como lo hacía entonces: un odio limpio y claro como el agua.
      – ¿Por qué?-preguntó con una mirada estúpida, quizá debido al alcohol, quizá porque él era estúpido.
      – Porque me ayudaría mucho. ¿No te ayudó a ti odiarme en secundaria?
      – ¿Tan mal estás ahora?-dijo entre dientes-. En fin, yo no te odiaba, ¿sabes?
      Pensé en levantarme en ese momento; aquel cliché ya me estaba aburriendo. ¿Se disculparía, mostraría su humanidad, nos abrazaríamos, beberíamos hasta que amaneciera, él expiaría su alma y yo sanaría mis heridas? Patético, predecible. Hora de dormir.
      – Te tenía miedo-dijo entonces, encogiéndose de hombros-. Justo como me das miedo ahora… Quién sabe qué cosas pasan por tu cabeza, pero puedo ver que eres peligroso. Tanto en secundaria como ahora, das miedo.
      – ¿Qué daño te podría hacer yo?-pregunté riendo. Apuré de un trago la cerveza y la dejé en la barra con un golpe fuerte y claro. El barman la retiró, mirándome con disgusto. Me levanté. Vi que Pablo no se movía de su lugar, aún más derrumbado que cuando llegué. Me encogí de hombros, pensando que quizá ya era demasiado.
      – Vente-lo jalé del brazo-. Vamos a mi casa, vivo a la vuelta.
      – ¿Para qué?-preguntó. Aún tenía esa mirada estúpida en el rostro, así que supuse que se debía a su naturaleza.
      – Para tener sexo casual. Estoy un poco caliente, ¿tú no?-dije. Él se quedó en silencio, pero me siguió dócilmente, caminando y tropezándose con sus propios pies detrás de mí. “Tal como un perro de la calle, inseguro sobre hasta qué cuadra la persona frente a él se girará a tirarle pedradas”, pensé.
      Pero Pablo no pensaba en eso, estoy seguro de que ni siquiera pensaba. O si lo hacía, pensaba en dónde vomitar. Llegamos a mi casa después de unas cuantas cuadras. Giré sobre mis talones y me sorprendió ver que seguía aquí, que no se había perdido en el camino recto.
      – ¿Quieres subir?-le pregunté educadamente, sintiéndome un caballero. Él asintió, sosteniéndome la mirada. Mientras subíamos al segundo piso le expliqué dónde estaba el baño, para que vaciara sus intestinos con comodidad. Él no dijo nada, y de nuevo supuse que no pensaba en nada.
      Abrí la puerta y lo dejé pasar primero. Como esperaba, corrió al baño y pude escuchar sus arcadas a través del apartamento. Me saqué la gabardina y los zapatos y comencé a poner en orden mis cosas. Serví agua con hielo en un vaso y esperé su regreso.
      – Tal vez tú no estés… no estés interesado en saber qué me pasó a mí… Pero, ¿y a ti, qué chingados te pasó? -me preguntó cuándo volvió, quitándome el vaso de agua de la mano. Un escalofrío me recorrió la columna vertebral, él sonaba como hace tantos años. ¿Me estaba reclamando?
      – ¿Que qué chingados me pasó? ¿Por qué preguntas?
      – Ya no eres como yo recordaba… Te has vuelto un cabrón, ¿no es cierto? Un pinche cabrón duro como un hueso sin hervir… y antes eras de la carne más blanda…
      – De eso sí te acuerdas, ¿verdad, animal?-le dije, sintiendo cómo se me tensaba la mandíbula.
      – ¿Aún tienes la marca?-preguntó. Se había acabado ya el agua y trituraba los hielos con los dientes.
      – La última vez que revisé, ahí estaba. Es una buena historia para los amantes.
      – ¿Qué les dices?-Dejó el vaso en la mesa, a un lado suyo.
      – Que un pendejo que no tenía los huevos de admitir que era joto me lo hizo en secundaria, detrás de los baños, cuando todos estaban en educación física.
      – Quítate la ropa-me ordenó.
      – Pensaba hacerlo. Nadie coge más rico que los pinches mayates emputados…-dije, sacándome la camisa.
      – ¿Y tú cómo sabes eso?
      – Soy como esas lámparas de luz blanca en las canchas afuera de las escuelas, que atraen a toda clase de bichos…-Me desabroché el pantalón. Él me miraba, y vi clarito el miedo en sus ojos. “No creí que de verdad se quitaría todo”, seguro estaba pensando eso. Me quedé totalmente desnudo frente a él, y vi que sus ojos se fueron a la marca rosada, hinchada como un pequeño gusanito, en el interior de mi muslo derecho.
      Me pregunté qué estaría sintiendo Pablo ahora, tieso como palo de escoba frente a mí. Recordé con ternura aquella vez que él me derribó contra la tierra, en el patio del receso, riéndose de mí. Yo forcejeaba sin éxito, mareado por el olor de los mangos maduros aplastados y el sudor de Pablo, porque había estado jugando futbol y tenía sus axilas cerca de mi cara. Sus amigos nos rodeaban en círculo, y yo cerraba los ojos y apretaba los dientes, rezando porque nadie se diera cuenta de la erección entre mis piernas…
      Pero ese miedo ya no era más que un vago recuerdo.
      – ¿Y bien, no sabes hacerlo o qué?-le pregunté finalmente.
      – Oye, pero…-Se le atoró la voz en la garganta. “Ay no, ahora va a empezar a chillar”, pensé-. No me has dicho qué te pasó… ¿por qué… por qué eres así ahora? Parece que… que no sintieras nada…
      Suspiré y me senté en la cama.
      – Pues nada, no me pasó nada…-dije, mirando afuera por la ventana. ¿Cómo le iba a explicar a este pendejo, que aún tenía vómito seco en la barbilla, que uno se endurece sin darse cuenta y que lo que antes te hacía temblar, ya te hace lo que el viento a Juárez? Y aún así la gente se indigna de que no te retuerzas de vergüenza en el suelo, como gusano al que se le echó sal…
      Se sentó a un lado de mí en la cama, me abrazó los hombros y se puso a moquearme en el cuello. Suspiré.
      – Siempre me acuerdo… de ti…-lloriqueaba. Yo le acariciaba la espalda, diciendo “ya, ya” como había visto a las madres hacer con sus hijos.
      – Desde el día que nos graduamos, cuando sentí que me seguías con tus ojos, tus pinches ojos negros, no me ha salido nada bien… Me embrujaste o algo, pinche cabrón-me reclamó, llorando con más intensidad. “Vete de mi casa” pensaba una y otra vez, pero a estas alturas ya sentía lástima por él: era más cruel correr a un perro después de darle sobras, a haberle dado una patada desde el inicio.
      – Ya estuvo bueno- exclamé finalmente, alejándolo de mí, poniendo mis manos sobre sus hombros temblorosos-. ¿No te parece una pendejada?-dije, pero suavicé mi tono y le agregué, como una mamá a su retoño-: Hora de volverse hombrecito otra vez, ¿no?
      – ¿Por qué me haces esto…?-iba a comenzar a llorar otra vez, pero le puse la mano en la boca, le apreté el hombro para dejarle marcados los dedos, me acerqué a su cara y le dije, mirándolo a los ojos: “Tú solito te hiciste esto, cabrón. Y ahora te chingas”.
      Como que le cayó el veinte entonces, porque tragó saliva, carraspeó, se limpió las lágrimas y volvió a ir al baño. Esta vez a mear. Yo me volví a vestir, y me preparé para echarlo a la calle. Él salió, viva imagen de un hombre de 35 años que no sabe qué chingados acaba de pasar, quién es, ni por qué tiene una erección.
      Salimos de mi apartamento, bajamos hasta la calle, y ahí me pasa el brazo por los hombros y me ofrece uno de sus cigarrillos. Nos sentamos a fumar en silencio, mirando ambos hacia la distancia, en direcciones distintas.
      – Y ahora me chingo -murmura.

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