José Luis Rivas es muy conocido como poeta y traductor. Lo es mucho menos como editor, y sin embargo ha realizado una tarea extraordinaria. Cuando nos conocimos, él se encargaba más o menos de todo el proceso de la revista Caos, en donde publicaba, traducía, corregía, seleccionaba y solicitaba textos, proponía temas, cargaba paquetes, distribuía, presentaba la revista y cenaba con Héctor Subirats, el otro factótum de la revista. Caos, hoy un poco injustamente olvidada, se vinculaba a corrientes de orientación anarquista y como parte de aquello que alguna vez llamé la crítica de la razón pacheca. No estoy seguro si fue de forma simultánea, pero debía ser en una fecha próxima a cuando Francisco Hinojosa entró a trabajar en la Universidad Autónoma Metropolitana (uam) Iztapalapa y se llevó a José Luis como editor de un proyecto de libros cuyo título era Correo Menor. Allí publicó, por ejemplo, su primer libro Daniel Sada, que después se volvería un narrador famoso. También publiqué yo un relato breve, Katia, que aún me parece bueno. Pero yo no me volvería novelista famoso y prácticamente dejaría de escribir narrativa.
No sé si ése fue el principio de la carrera editorial de José Luis. En todo caso, fue el primero que me tocó a mí como amigo suyo, y cuando se publicó, no en la uam Iztapalapa, sino en la uam Azcapotzalco, donde yo trabajaba, mi ensayo Invitación a Lezama Lima, él estuvo una tarde corrigiendo pacientemente conmigo las pruebas. En esa larga sesión de revisión aprendí mucho del oficio de corrector de pruebas, oficio que la mayoría de las veces se aprende metiendo la pata. Yo, por ejemplo, había corregido sin mucha fortuna un tabique de Jorge Juanes sobre Marx, para la Universidad Autónoma de Puebla: la mitad del libro tenía el nombre de Plejanov así, con j, y la otra mitad con k, Plekanov. No había oído aquello de uniformar criterios. Ahora que José Luis cumple setenta años, y a casi cincuenta de aquella ocasión, le agradezco su enseñanza.
Luego se iría, con Hinojosa y algunos otros amigos, a trabajar al Fondo de Cultura Econónmica (fce), en La Gaceta. Y la volvería la mejor revista mexicana de la época. No exagero. Sus números sobre Perse, Pound, Eliot, López Velarde, entre otros, son modelos de buen quehacer editorial e imaginación, amplitud de criterio, y también de disposición divulgativa. Tomaba textos de revistas y libros y configuraba un mosaico muy atractivo, con algo de antología crítica, y lanzaba una red al mar de lectores en busca de adeptos a esas lecturas. Yo, mientras tanto, había dejado ya la Unidad Azcapotzalco y hacía la revista Casa del Tiempo, donde seguía sus enseñanzas y tomaba como modelo esa actitud editorial. Era, desde luego, otra época, cuando la piratería era un derecho y no un delito. Sigo pensando que entre las muchas revistas y suplementos en que he estado como editor, esa época de Casa del Tiempo fue la mejor.
Aunque no estoy seguro de la cronología, cuando en 1990 me hice cargo de la jefatura de redacción del suplemento cultural de La Jornada, él ya se había venido o estaba por venirse a Veracruz, donde acabaría siendo editor de los libros de la Universidad Veracruzana (uv), labor entonces ya con visos legendarios, fundada por Sergio Galindo, y donde habían publicado autores a los que admirábamos ambos, como Álvaro Mutis, Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Blanca Varela, Juan García Ponce, etcétera. Recuerdo, por ejemplo, cómo apreciábamos los ejemplares del Bergson de Jankélévitch, libro excepcional, que pescábamos en librerías de viejo y regalábamos a diestra y siniestra, siempre pensando: «¿Por qué no se reedita?». Años después, y en buena medida gracias a él, ocurrió el milagro de su reedición.
Todo aquel que ha sido editor en una universidad o en un instituto de estudios sabe que allí, además del oficio editorial, uno tiene que aprender el de equilibrista político: aprender a no lesionar intereses y grupos dentro de la universidad. Yo fui doce años editor de El Colegio de México, y sé de lo que hablo. La mano que lleva la rienda tiene que ser más sutil para plasmar, sin que afecte esos intereses, una mirada personal. Por ejemplo, tuve en la uam, cuando fui director de Publicaciones, una suerte increíble, pues pude hacer más o menos lo que quería, entre otras cosas algunas publicaciones no del todo responsables, como la Poesía completa de Eliot sin derechos y con traducción de José Luis Rivas. No me arrepiento, no pasó nada; hubo —años después—, cuando ya se había agotado el tiraje de mil ejemplares, que pedir disculpas a los propietarios de los derechos —Faber & Faber—, y no me arrepiento porque la traducción me parece muy buena. Esa faceta, la de traductor, le ha dado a Rivas una gran capacidad de interacción entre sus labores como autor y como editor.
Una de las cosas que hizo Rivas en la uv fue publicar, creo que para los cincuenta años de su fundación, el catálogo histórico de la editorial. Es importante el hecho porque aquellos años, los sesenta, fueron los del surgimiento de las editoriales mexicanas modernas —Joaquín Mortiz, era, Siglo xxi—, y la editorial de la uv fue en cierta manera la única que las acompañó en el viaje, pues la unam fue muy golpeada por la represión al movimiento estudiantil, y otros tímidos intentos —como el de la Universidad de Guanajuato, impulsado por Margarita Villaseñor— fueron muy efímeros. Recuerdo, con cierta sorna, las clases de edición en la Caniem, cuando se decía que no había que poner a un escritor a dirigir una editorial. Hay tantos ejemplos que dicen lo contrario que uno apenas esbozaba una sonrisa. Aquí se puede citar el caso de Galindo y el de Rivas, pero también el de Luis Arturo Ramos. O el fce con Reyes, José Luis Martínez y Jaime García Terrés.
Los escritores en México han sido muy buenos editores, y sus trabajos tienen algo de legendarios. Para pensar en los últimos años basta recordar a José Vasconcelos, con sus Clásicos y la revista El Maestro; a Xavier Villaurrutia y los Contemporáneos, con el autor de los Nocturnos al frente de El Hijo Pródigo; Octavio Paz con Taller, Plural y Vuelta (más lo que le corresponde en El Hijo Pródigo), y así hasta el día de hoy. Cuando el escritor se dedica a la edición lo hace desde una curiosa perspectiva, tal vez similar a la que el escritor francés François Julien señalaba como particularidad de la cultura china, que no se situaba ni en la tradición griega del autor clásico ni en la judeocristiana del libro sagrado, sino en la del sabio. Hay en la sabiduría una voluntad de compartir. Así, aunque yo había leído a Perse antes de que Rivas me hablara de él, el entusiasmo por su obra se lo debo a su labor; también le debo, por ejemplo, entender por qué en cambio Ezra Pound me asombra pero no me entusiasma.
La labor del editor está ligada a la de su labor de traductor. Le da una perspectiva distinta y una mirada más amplia. Traducir se parece a editar en que son dos maneras de la lectura en donde el ojo se fija en el texto, se adhiere a él y se vuelve parte de su ser. Por ejemplo, el mejor libro para mí de José Luis es Relámpago la muerte, y su primera edición fue muy hermosa y de breve tiraje, de El Taller Martín Pescador. Su editor, Juan Pascoe, forma en tipo móvil los libros: es una manera de leer con la yema de los dedos. Hay editores que valoran los libros por el olfato —eso se contaba de Gaston Gallimard— y otros por la vista: el sepia del papel es esencial, por eso dejar reposar el texto en un cajón no sólo es establecer una distancia crítica, sino dejar que lo escrito agarre su color. Rivas es un editor que oye, que escucha, es un editor musical. Lo recuerdo diciendo poemas en voz alta como una manera de entender su sentido. Pero todo editor es también un publicista de pueblo que grita en la plaza como el merolico sus productos. Situemos el asunto en su contexto. No me parece exagerado comparar la importancia de la labor de Rivas en la editorial de la uv con la de Sergio Galindo, otro gran escritor-editor, treinta años antes. Su mirada es local y cosmopolita, atenta a lo particular de su geografía y dispuesta a volver a George Schehadé un jaranero de Tlacotalpan, traductor de los Poemas de amor del antiguo Egipto a partir de Pound, y volverlos mejor que los del autor de los Cantos. Y encargarse de publicarlos y llevarlos a los lectores. Igual publica a un trovador occitano que a un poeta gringo poco conocido; lo mismo edita una selección de narraciones de Heimito von Doderer que rinde homenaje a Sergio Pitol, otro traductor voraz, aunque de distinta índole que Rivas, y conviven autores latinoamericanos destinados a volverse clásicos con poetas que despegan en su vuelo. Y reedita. Es decir, reconoce la labor que han hecho editores anteriores a él. Como verán y para volver a François Julien: tiene algo de sabio chino.
A veces son curiosas las coincidencias: Elsa Cross, una poeta de la generación anterior, aunque apenas unos años mayor que él, también ha traducido a Perse y los Poemas de amor del antiguo Egipto, es decir, a un clásico del siglo xx y a una ventana abierta hacia el exotismo o el esoterismo. Publicar y traducir autores que han sido ampliamente vertidos a nuestra lengua le permite ejercer unas libertades inusuales, volverlos casi lírica popular y difundirlos en busca de un clima literario. Eso es lo que hace todo escritor-editor: crear un contexto de lectura. Así, su paso por las revistas independientes, por la uam, el fce y la editorial de la uv, su gestión de colecciones en otros lugares e instituciones, nos muestra a un editor de pura cepa. No es, como dije al principio, su faceta más visible, pero quisiera que se la viera como el piso en el que se apoya toda su otra labor. También, se ha dicho, es como una de las varias sombras que puede tener un escritor.
Él y yo conocimos y admiramos mucho a Juan Almela. En este caso subrayo: Juan Almela, y no Gerardo Deniz. El subrayado obedece a que la discreción y la voluntad de no ocupar escenario alguno hizo que Almela se definiera a sí mismo no como poeta, sino como corrector de pruebas, una de las labores más humildes pero esenciales de la edición (la otra sería la del formador). Hace ya más de una década, Rivas formó parte del jurado del Premio de Poesía Aguascalientes que, después de declararlo desierto, se le otorgó a Deniz por su poesía, decisión espléndida de ese jurado que permitió que, en la entrega del premio en Aguascalientes, el corrector de pruebas Juan Almela ocupara el escenario por algo menos de una hora, en una ceremonia tocada por la gracia. Como parte de la ceremonia del premio, se publicó —y me tocó en suerte hacerlo en Ediciones Sin Nombre— una antología de Deniz titulada Sobre las íes. Es un título con un guiño editorial y tipográfico: poner el punto sobre la i es puntualizar algo, pero en tipografía, la errata de una i sin punto es un verdadero desafío para la mirada del corrector. Sirva esta última anécdota para agradecerle a José Luis Rivas no sólo su obra poética y sus traducciones, sino también su labor como editor y su amistad.