Como la mayor parte de las cinematografías latinoamericanas, la de Perú ha tenido la ambición de consolidarse como industria (desde el primer largometraje registrado, Yo perdí mi corazón en Lima, de Alberto Santana, filmado en 1933), pero ha vivido largas temporadas de precariedad. Si bien es cierto que el panorama ha cambiado en los últimos quince años —como se verá más adelante—, en las décadas previas el cine del país andino tuvo escasa presencia, tanto en el ámbito local como en el internacional. El recuento se concentra, para empezar, en un par de cineastas: Francisco J. Lombardi y Claudia Llosa.
Lombardi nació en Tacna en 1947 y a la fecha ha dirigido diecisiete largometrajes. Es el realizador más sólido en la historia de la cinematografía peruana y es un ejemplo de la feliz relación que la literatura puede tener con el cine. Sus visitas a Mario Vargas Llosa dan fe de un lector sensible, de un cineasta eficaz. La ciudad y los perros (1985) registra con rigor la vida dentro de un internado militar. Es una de las mejores cintas de Lombardi y del cine inspirado en el Boom: el premio en San Sebastián a mejor director lo confirma. Pantaleón y las visitadoras (2000) «traduce» con gozo el epistolar original, y la comedia es tan hilarante como candente (mucho mejor, dicho sea de paso, que la única incursión del escritor ganador del Nobel, quien estuvo detrás de la cámara de la errática versión que vio la luz en 1976 y en la que compartió créditos por la realización con José María Gutiérrez Santos). Lombardi también se ha acercado, con fortuna, a Alberto Fuguet: Tinta roja (2000) exhibe el «mundo real» del periodismo a través de la educación que un joven provinciano recibe en la página roja de un periódico. En La Habana se embolsó los premios a mejor director y mejor actor. La inspiración de Bajo la piel (1996) nace de una de las obras maestras de Fiódor Dostoyevski, Crimen y castigo. No se lo digas a nadie (1998) surge de la novela homónima de Jaime Bayly —quien también escribió el guion— y exhibe la hipocresía local en lo relativo a la sexualidad.
La historia y la realidad peruanas son una fuente importante para su cine en general y para el de Lombardi en particular. La boca del lobo (1988) aborda los excesos para combatir el terrorismo; Caídos del cielo (1990) reúne el desánimo de tres generaciones en los ochenta; Ojos que no ven (2003) exhibe la corrupción durante la tiranía de Fujimori, que dejó como resultado un país enfermo.
En su opera prima Madeinusa (2005), Claudia Llosa —sobrina del ineludible Mario— se acerca con cámara de video y con poca gravedad a la cotidianidad de una comunidad indígena en Los Andes. La historia recoge la singular forma de vivir en Manayaycuna («pueblo al que no se puede entrar») la Semana Santa: a partir del viernes santo a las tres de la tarde, hora en la que Cristo murió, se lleva la cuenta de cada segundo y la gente «aprovecha» para salir a la calle y gozar botella en mano; luego regresa a sus casas y no hay límites para el goce sexual. Como Cristo está muerto y no puede ver…
En su segundo largometraje, La teta asustada (2008), la cineasta y guionista sigue los pasos de una mujer que padece la «enfermedad» del título: mamó el miedo de su madre, quien fue víctima de los abusos cometidos durante la guerra contra el terrorismo. Llosa reflexiona sobre las consecuencias de una etapa negra en la historia peruana y muestra un presente que se mueve entre el kitsch y lo insólito (hay incluso un pasaje que por su majestuosidad recuerda a Werner Herzog). El resultado es positivo: en la cinta aparece un Perú contrastante, en el que conviven los excesos y las desigualdades, que aprende a curar las heridas, a mirar y tirar para adelante. No en vano Llosa salió del Festival de Berlín con el Oso de Oro y el premio de la crítica.
En los años noventa llama la atención el cine de Alberto Durant, quien se inclinó por propuestas de género y entregó obras atendibles. En Alias «La Gringa» (1991) transita por la ruta del cine polical, se inspira en la nota roja y da cuenta de las fugas del criminal del título. En Coraje (1999) echa mano del cine biográfico para registrar las vicisitudes de una feminista que fue asesinada por la organización terrorista Sendero Luminoso. En esa década también «hizo ruido» Todos somos estrellas (1994), de Felipe Degregori, cinta que sigue los infortunios de una familia obsesionada con los concursos televisivos; fue premiada en La Habana y en Bogotá.
Con el nuevo siglo han aparecido nuevos cineastas y nuevos hitos. En la historia reciente del cine andino es pertinente considerar una serie de operas primas que han tenido buena acogida en festivales internacionales. Es el caso de El destino no tiene favoritos (2002), de Álvaro Velarde, quien mezcla ficción y realidad a partir de la historia de una ama de casa que se involucra sin proponérselo en las grabaciones de una telenovela que tienen lugar… en su casa. Sus empleadas la chantajean y se establece un juego de poder que tiene consecuencias inimaginables. Paloma de papel (2003), de Fabrizio Aguilar, quien además es guionista, productor y editor, sigue los pasos de un hombre que recuerda los aciagos días de su infancia, cuando fue secuestrado por gente de Sendero Luminoso. Los eventos sirven a Aguilar para reflexionar, con dolor, sobre el terrorismo, su ambigua relación con la población campesina y sus nefastas consecuencias. Días de Santiago (2004), de Josué Méndez, sigue la difícil cotidianidad del personaje del título, quien, a pesar de tener veintitantos años, es un veterano de la milicia y no encuentra su lugar en la sociedad; es conductor de un taxi, pero su extrema paranoia le impide llevar una vida «normal». Méndez, también guionista, exhibe una «generación perdida» marcada por el paso forzoso por la vida militar. La cinta (y el actor principal) han tenido una buena cosecha en festivales de América y Europa. Contracorriente (2009), escrita y dirigida por Javier Fuentes-León, da cuenta de las contrariedades que a un pescador le presentan su matrimonio y la rigidez moral para vivir una relación amorosa con otro hombre. En Sundance obtuvo el premio del público. Octubre (2010), de los hermanos Diego y Daniel Vega, acompaña a un prestamista que encuentra rutas para la redención cuando aparece en su vida el bebé que procreó con una prostituta y su vecina se involucra en su cotidianidad. La cinta obtuvo numerosos premios en diversos festivales, entre ellos el Premio del Jurado de la sección Una Cierta Mirada en Cannes. En Retablo (2017) la cotidianidad de un joven de Ayacucho, aprendiz del oficio paterno —hace retablos—, se derrumba al conocer mejor a su padre. La cinta obtuvo una mención especial del jurado joven en Berlín. Y mención aparte, porque no es una opera prima pero sí es una buena aproximación al cine de época, merece El bien esquivo (2001), que se instala en el siglo xvii y revisa los sinsabores del mestizaje.
El panorama del cine peruano cambió radicalmente a lo largo de la década pasada, en la que se vio un repunte notable. Pasó de nueve películas estrenadas en la cartelera comercial en 2010 a treinta y cinco en 2019 (la cifra crece a cincuenta y nueve si se suman los estrenos en otros circuitos; en 2018 fueron veintitrés). El público peruano cada vez favorece más su cine, en particular el humorístico, gracias a comedias ligeras como ¡Asu mare!, escrita y protagonizada por Carlos Alcántara, y que ya es una franquicia (el año anterior se estrenó el tercer rollo). La incipiente industria ha hecho que la actividad cinematográfica sea cada vez mayor; ha provocado que aparezcan y circulen películas de corte independiente. Es el caso de Casos complejos (2018), de Omar Forero, que enfrenta a un sicario y un fiscal y exhibe el clima de corrupción y violencia en el país. Fue considerada una de las mejores películas del año. Asimismo, ha permitido que la presencia de documentales en la cartelera sea cada vez mayor: en 2019 circularon catorce películas de no ficción (cinco en la cartelera comercial), es decir, casi una cuarta parte. El panorama luce halagador, pues treinta por ciento de las cintas estrenadas en 2019 fueron realizadas por jóvenes debutantes y seis fueron dirigidas por mujeres. El reto, como en el resto de América Latina, es la consolidación de una verdadera industria e incrementar el interés por el cine local, rubro en el que Argentina sigue llevando la batuta de América Latina. En ese país el cine nacional aporta casi cuarenta por ciento de los estrenos; le sigue Brasil con cerca de treinta por ciento y México con alrededor de veinte por ciento; Perú no llega a diez por ciento.