Luis Armenta Malpica
Si nos atenemos al título del libro más reciente de Mario Heredia, La geometría absoluta, y al epígrafe que abre dicha compilación: «He creado un mundo nuevo y diferente de la nada» (János Bolyai), parecería que el autor perdió piso. Pero al piso se aferra con una pierna biónica. No digo que perdió la cabeza, porque sus narraciones siempre han sido un tanto enloquecidas: machincuepas e historias fascinantes que son la verdadera memoria de sus huesos. Con ésa, su primera novela (Memoria de mis huesos), supe de su trabajo y ahora lo conozco hasta la médula. Todavía, lo digo sin pudor, me parece el trabajo más estremecedor de Heredia. No el mejor, y hay muchas diferencias. Como los vinos, y miren que nos gustan, Mario ha ganado complejidad y cuerpo (dicho sin intención malsana) con una dicción literaria cada vez más conversacional y menos rigurosa. A ratos pareciera que trabaja a propósito en la reiteración de todo lo que en un taller sería cuestionable. Por ésta y otras razones es un honor y un terror hacer trabajo editorial con Mario Heredia. En el proceso, un cuento corregible se puede transformar en alguna novela o un poema.
El primer elemento a destacar es la dicción de Heredia: siempre habla como Mario, lee como Mario y escribe como Mario. Dijéramos que es Mario todo el tiempo, pero no. Al contrario del pato al que se hace referencia de que si camina o se mueve como pato debe de ser un pato, con Heredia ocurre que hace hablar hasta al Pato Pascual (el Donald de Walt Disney) como si fuera poeta. Nunca nos hace patos, y eso se lo agradezco. Así sea en el humor, con el cual se destaca su narrativa última, Mario es un autor de corte trágico, en la línea romántica, a la antigua. Mario se toma muy en serio, aunque diga que no.
Dejen me explico bien: casi todos los personajes jóvenes en las obras de Heredia son hermosos, desde el Jesús que aparece en Memoria de mis huesos y me hizo compadre literario de Martha Cerda, hasta los de este conjunto. Poseen un espíritu romántico y se enamoran de hombres mayores, viriles unas veces, sensibles para el arte en ocasiones. Pero el tiempo no miente: hace veinte años, Jesús deseaba a un marinero que podría ser su padre, que le representaba al personaje esa sexualidad viril y arrebatada de los hombres salvajes, sean de mar o tierra, que Jesús no poseía. Tantos años después, la identificación del narrador es con el hombre adulto, más viejo y más romántico, que anhela la juventud perdida y la encuentra en esos jovencitos que completan una visión idílica de la pareja humana.
Los fetiches se mantienen: las axilas, el vello, los sudores, las manos grandes como la virilidad, los hombros anchos que repiten el molde de una representación masculina también romantizada. Se repiten las constantes del arte, la música, la cultura, el buen gusto. Ha cambiado, y me encanta, la dramatización de sus historias. En los cuentos de La geometría absoluta siguen apareciendo cuadriláteros de box, triángulos amorosos, historias circulares o contadas de modos paralelos y hasta con una perspectiva tangencial que en mucho diferencia los recursos entre un relato y otro.
Encuentro, y lo celebro, incertidumbre. No es que la palabra quizá me resulte un exceso, o que el tal vez funcione como una muletilla. Más bien, hay muchos huecos por llenar con la lectura que uno tiene en sus manos. Los finales se quedan suspendidos, de modo anticlimático incluso en un par de ocasiones, en un tono menor (para decirlo con uno de los elementos que mejor le funcionan a Heredia) que adelgaza la trama y permite que asumamos con más facilidad que todo es relativo.
En alguna ocasión, Octavio Paz, para referirse a la poesía de Ulalume González de León, utilizó el término «poética de la desaparición», apuntando que este proceder albergaba una operación desconcertante: «Si los ojos nos sirven para ver, la imaginación nos sirve para borrar lo que ven los ojos». Al decir de Kenia Cano: «Al leer la poesía de Mark Strand habría que agregar que este borrar es más bien un bocetar, ensayar y afinar aquello que no alcanzan a ver los ojos en el tiempo real o aquello que sólo los ojos del poema pueden ver. Se puede leer a Strand desde una poética de la desaparición, primero porque la representación final de las cosas es un tema que lo obsesiona y persigue en varios de sus poemas; y, segundo, porque no sólo la representa, sino que la desaparición es parte de su proceso de escritura: yuxtaponiendo descripciones que con una leve variación del lenguaje amplían la atmósfera de desvanecimiento».
Esta misma poética se puede comprobar en la obra narrativa de Mario Heredia. Iván Soto Camba, poeta y autor a quien le gusta desaparecer de la vida literaria a la menor provocación, dice en la segunda de forros del libro de su maestro de novela: «Mario Heredia tiene la asombrosa capacidad de hacernos creer que conocemos vidas completas en unas cuantas páginas. No está claro si las de estos personajes estudian el vacío o éste ensaya en ellos la posibilidad de la forma». La forma es el relato, quienes conforman el relato son los personajes. Detrás de ellos, la mano del autor. Adelante, nosotros, los lectores. La unión de estas dos manos es la complicidad. Para Heredia, en un gesto todavía más humano, la amistad.
Albert Ribas, por su parte, sostiene que «hablar del vacío es algo bastante extraño. Una rápida percepción del mundo y de la cultura que nos rodean nos permite deducir una sensación dominante: la saturación. Saturación de la información, de acontecimientos, de propuestas culturales. Todo gira en un remolino cada vez más denso. Es cierto, sin embargo, que esta sensación de desbordamiento viene acompañada de otra: la inconsistencia, el carácter efímero de tanta información, de tantos contenidos. La respuesta suele ser nuestro ideal: más conocimiento, más información; y en el terreno personal hablamos quizás ahora menos de realizarnos. Todo anda o hace como si anduviera hacia un cumplimiento, hacia una acumulación. Con La geometría absoluta la propuesta es el paradigma inverso: una mirada al concepto del vacío, a lo más relativo de nuestra habla cotidiana: el acto de contarle a los amigos una historia.
Sí, la geometría de Mario nunca será absoluta. Este caleidoscopio que nos presenta ahora, con su breve sucesión de tiempos y paisajes que lo mismo suceden en la Ciudad de México que en La Haya, en la época de Cristo que a finales del siglo xix, comparte el amor homosexual de sus protagonistas y la dedicatoria, exacta, en esto sí absoluta, de cada uno de los diez cuentos: «Central Park», para Alejandro Silva; «Peras y cuchillo», para Alfredo; «Nimrud», a Francisco Magaña; «Pinturas en un mundo flotante», a José Labardini; «San Sebastián rescatado por los ángeles», para Hernán Bravo Varela; «La geometría absoluta», a Víctor Ortiz Partida; «La oscura voz de Saint Gall», a Jorge Esquinca; «El viento del norte», a Tere Morante; «Los leñadores», para Mariana y Aurelio, y «Los siete libros blancos», para Gabriela Hernández, hacen su guiño al boxeo, la pintura o la fotografía, la traducción o el Knud de un libro de poesía que se llama Titanic, porque Mario es poeta y no puede evitarlo. Sus personajes se hunden en la vida y los rescata el arte. Inclusive si mueren, algo más los rescata. Ese «algo», ese «quizás», es Mario Heredia, el que vive los cuentos más allá de su forma, la ruptura de reglas y compases. Ese «tal vez» que contagia al lector al terminar sus cuentos, y que ya no desaparece ni nos deja vacíos.
La geometría absoluta, de Mario Heredia.