Conocí a alguien que compró un disco porque le gustó la portada. No se trataba de un disco barato, pues era importado y en aquellos años —finales de los setenta del siglo xx— el precio de esos discos no cualquiera lo podía pagar. Sin embargo, era tal el poder de la imagen que mi amiga no se resistió. Ella no tenía idea de quién era el artista —resultó que era un bajista y la grabación consistía en una serie de piezas para bajo eléctrico—, pero se arriesgó a comprarlo. Ignoro cuántas veces lo escuchó y tampoco estoy seguro de cuánto le haya gustado, pero lo solía presumir por la portada. Era la época de los discos de vinil, cuando el diseño de portadas era parte fundamental del concepto general de las producciones. Las portadas de los discos eran en aquellos años un atractivo adicional a la música: el collage del Sgt. Pepper´s de los Beatles, la vaca o el prisma en las fundas de Pink Floyd, los pretensiosos y surrealistas paisajes de Roger Dean para los discos de Yes, los pantalones con todo y zipper que diseñó Andy Warhol para los Rolling Stones, por citar solamente algunos que se me vienen a la mente.
A mí también me gustó aquella portada del disco de mi amiga: abstracta, sobria, con colores terrosos, casi una pintura. Indagué un poco y descubrí que la discográfica que lo editó solía hacer ese tipo de fundas con su diseñadora de cabecera, una tal Barbara Wojirsch. La discográfica era ecm. Esas tres letras han significado para mí, desde entonces, no solamente portadas atractivas y artísticas, sino también un equivalente de música interesante, arriesgada, un poco intelectual en algunos casos, diversa, disfrutable, sorprendente, a veces atmosférica, con frecuencia experimental, muchas otras improvisada. Descubrí esa música y me encontré con algo que en aquellos momentos me cautivó, como a muchos otros melómanos que andábamos en busca de opciones menos convencionales que las que nos ofrecían los medios de comunicación de la época.
Hoy, cuando las compañías discográficas se enfrentan a un mundo radicalmente distinto, donde los discos parecen condenados a la extinción y el consumo a través de plataformas digitales parece ser la norma —aunque eso también cambia a tal velocidad que es arriesgado hacer pronósticos—, parecería un despropósito hablar de un proyecto que ha seguido apostando al disco como lo hizo desde hace poco más de cincuenta años. El músico y productor alemán Manfred Eicher, nacido en 1943, fundó ecm en 1969. Había sido contrabajista y trabajador en la importante compañía Deutsche Grammophone. Creía en el poder de la música y su filosofía podría sintetizarse así: música para ser escuchada. ¿Una obviedad? Así parece, pero no lo es tanto. El eslogan que eligió para su proyecto personal dice mucho de él: «El sonido más bello después del silencio».La combinación estaba clara: portadas sobrias pero atractivas, músicos excepcionales y atrevidos y grabaciones de alta calidad cuidadas al detalle. Con su compañía ha ganado muchos premios, ha editado más de setecientos álbumes y ha permanecido fiel a su idea inicial, cuyos principios son peculiares: estar en el proceso de hacer un disco desde el comienzo y hasta el fin, intimar con los músicos y establecer una relación de confianza con ellos, y luego acordar las mejores maneras de capturar la esencia de cada quien. «Puedo hacerlo porque soy un apasionado oyente de música y un apasionado hacedor de música», dice Eicher sin rubor.
El primer disco que editó fue de un pianista norteamericano más bien oscuro, Mal Waldron, pero pronto fichó a algunos otros que alcanzaron renombre internacional en la escena del jazz: Keith Jarrett, Chick Corea, Gary Burton, Paul Bley, Pat Metheny, Bill Frisell. Y, por supuesto, muchos otros —especialmente europeos— de fama más relativa: Rainer Bruninghaus, Eberhart Weber, John Surman. Pero también se aventuró por otros senderos de más difícil clasificación: el monstruo brasileño Egberto Gismonti; el saxofonista Jan Garbarek, compartiendo créditos con el grupo vocal Hillliard Ensemble; el compositor contemporáneo Arvo Pärt; el violinista Gidon Kremer; la cantante Meredith Monk, con sus inusuales experimentos vocales; el propio Jarrett interpretando a Bach; la siempre sorprendente Carla Bley; el grupo Oregon, el percusionista Zakir Hussain y tantos otros que, a lo largo de más de medio siglo, han enriquecido el panorama musical mundial. Eclecticismo podría ser una palabra que define a ecm, pero yo prefiero utilizar libertad. Si bien Manfred Eicher ha tenido sus propias preferencias —una música con ciertas intenciones «poéticas»—, su interés ha estado abierto a músicas que permanezcan más allá de modas efímeras y siempre con intérpretes irreprochables, con frecuencia virtuosos, de indiscutible calidad y talento. ¿Para públicos minoritarios? Tal vez sí, pero la supervivencia de la empresa a lo largo de tantos años demuestra que es posible apostarle a la calidad y a la selectividad por encima de la ventas millonarias. En los últimos años, ecm (que significa Edition of Contemporary Music) ha seguido fiel a su ruta inicial, editando a viejos conocidos de su catálogo, como Jarrett, Joe Lovano, Frisell, el Art Ensemble de Chicago, pero también apostando a artistas nuevos sin mayor distinción de géneros: música de calidad, sin fronteras, que vale la pena escuchar en la intimidad.